Molly se apretó contra él, y al hacerlo, él se movió un poco. En las profundidades de su mente, penetró la realidad. Los pensamientos cobraron forma y, aunque trató de ignorarlos, persistieron. No se estaban tocando por debajo de la cintura. Molly se acercaba cada vez más a él, pero Dylan se retiraba una y otra vez. Había algo sobre lo que no quería que se apoyara. ¿Por qué?
Entonces lo supo. La verdad fue fría y brutal y casi le desgarró el corazón. Aquello no le importaba. No quería que se apretara contra él porque no quería que viera que no estaba mínimamente excitado por lo que estaban haciendo.
El dolor fue tan intenso que se quedó sin aliento. Aun así, el orgullo fue aún mayor. Tenía que salir de aquella situación para poder estar sola. Una vez en su habitación, hallaría la manera de sobrevivir a la humillación y reuniría el valor para volver a enfrentarse a Dylan otra vez. O tal vez haría el equipaje y saldría corriendo.
Ni siquiera era culpa de Dylan, pensó con tristeza. Sólo estaba tratando de portarse bien y ofrecerle consuelo. Se enderezó y luego se separó de él. Dylan la soltó, pero cuando lo miró, parecía aturdido.
– ¿Molly? -parecía confuso y ligeramente abrumado.
Si no se hubiera percatado de la falta de evidencia física de su deseo, habría jurado que estaba tan absorto en el momento como ella.
– No tienes por qué hacer esto -le dijo, y se alegró de oír que su voz parecía normal-. Te pedí que me llevaras a correr una aventura, pero los besos piadosos no son parte del trato. La compasión está bien, puedo soportarla, pero no me gusta que me compadezcan. Así que, ¿por qué no olvidamos lo que ha pasado?
Por segunda vez aquella noche, Molly desapareció en la oscuridad. Dylan se quedó mirándola, preguntándose qué había ido mal. Estaba besando a Molly pensando que podía explotar de un momento a otro y, de repente, ella lo empujaba y hablaba de besos piadosos.
– Maldita sea, Molly, te he besado porque quería hacerlo, no por un retorcido sentido de la piedad -gritó a sus espaldas, pero era demasiado tarde. Ya había entrado en la casa.
Maldijo entre dientes y volvió a la hoguera para recoger sus pertenencias. Ojalá hubiera sido piedad. Entonces no se sentiría tan incómodo en aquellos momentos, con la necesidad presionándole en la entrepierna. Empezó a apilar los platos. ¿Por qué pensaría que sólo estaba fingiendo? ¿Por qué iba a hacerlo?
No encontraba las respuestas, ni a su comportamiento ni al de Molly. Se dijo que no importaba, pero no era cierto. ¿Por qué iba a desear a Molly? No era su tipo, al menos físicamente. Era la hermana pequeña de Janet, nada más.
Pero no la había sentido como una hermana pequeña en sus brazos. Era toda una mujer y la deseaba. Había accedido a hacer el viaje con ella porque necesitaba el descanso y pensó que podían pasarlo bien juntos, pero las cosas ya empezaban a complicarse. Molly no era la mujer que había creído que era, o tal vez era él el que había cambiado.
Cargó las cosas y las llevó al interior de la casa. Una cosa era segura, no estaba dispuesto a disculparse. En primer lugar, no había quebrantado ninguna regla, y en segundo lugar, le había gustado demasiado besarla como para olvidar que había ocurrido.
Molly seguía despierta a medianoche. Había oído entrar a Dylan hacía un par de horas después de hacer varios viajes para recoger las cosas de la playa. Se sentía mal por dejarle hacer todo el trabajo, pero no habría podido enfrentarse a él. No estaba segura de poder volver a verlo. Tal vez lo mejor para los dos era que se fuera.
Salvo… que no quería irse. No quería tener que buscar otro lugar donde esconderse y no quería dejar a Dylan, lo que significaba que tendría que reconciliarse con lo que había ocurrido entre ellos.
¿Acaso había sido tan terrible?, se dijo. Pensando en ello racionalmente, casi podía convencerse de que no tenía importancia. Habían hablado de su vida y de cómo se había venido todo abajo; él había tratado de bromear y ella había reaccionado mal. Luego, Dylan la había seguido para asegurarse de que estaba bien y, cuando había visto que no lo estaba, le había ofrecido consuelo.
Aquél era todo su crimen. No se había excitado al besarla, pero eso no iba en contra de la ley. No era culpa suya que se hubiera vuelto a enamorar platónicamente de él y de que lo que había ocurrido fuera, para ella, una experiencia pasional increíble. Dylan no había hecho nada malo, debía entenderlo porque era cierto. En realidad, había sido un cielo. Huir en aquel momento sería una cobardía, por no decir una estupidez. Le gustaba estar con él. Durante los quince días siguientes iba a necesitar una distracción y él era la mejor que se le ocurría. Además, le caía bien.
Molly se acercó a la ventana y contempló la oscuridad. ¿Y qué si le habían pisoteado un poco el orgullo? Había sobrevivido en peores situaciones. El truco era superarlo y seguir adelante, porque en el fondo de su corazón, sabía que no quería irse.
– Me prometí a mí misma que no seguiría lamentándome -susurró en la oscuridad-. Que no me reprocharía nada ni pensaría en lo que podría haber sido. Me prometí que iba a vivir la vida en lugar de tomar siempre la opción más segura.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire como una acusación. Por la mañana haría las paces con Dylan, se disculparía por su comportamiento y se olvidaría de lo ocurrido. Podría seguir disfrutando de su amor platónico a solas y dejaría de esperar que él participara en ningún sentido. «Nada de seguir lamentándome por todo», se dijo. «Me limitaré a vivir».
Cuando Dylan salió de la ducha, olió a comida y su estómago rugió, lo cual no tenía sentido. Normalmente le bastaba con un café y un donut si Evie los llevaba a la oficina. Pero, de repente, la idea de desayunar le parecía espléndida.
Se dio prisa en vestirse y afeitarse, luego se peinó el pelo todavía húmedo y se dirigió a la cocina. Se paró a la entrada y miró a Molly. Estaba removiendo algo en un enorme cuenco. Había una jarra de café en la mesa y el beicon se freía en una sartén. Aquella escena doméstica debía haberle espantado, ya que si a alguna de sus compañeras de cama se le ocurría empezar el día de aquella manera, Dylan salía por la puerta antes de que pudieran decirle «Buenos días». Claro que raras veces pasaba toda la noche con ellas, y así evitaba todo aquel asunto.
Con Molly no sentía deseos de salir corriendo. Al contrario, se imaginó acercándose a ella por detrás y rodeándole la cintura con los brazos. Quería inspirar la fragancia de su suave piel, rozar los labios contra su nuca y luego besarla por la espalda hasta que se le pusiera la carne de gallina. Pensó en quitarle el cuenco de las manos y dejarlo sobre la mesa para luego estrecharla entre sus brazos y besarla. El mostrador parecía un poco alto, pero apostaba a que la mesa tenía la altura adecuada. La imaginó sentada y vestida sólo con una camiseta, con las piernas abiertas y dándole la bienvenida mientras él…
– Buenos días.
Dylan oyó las palabras y tuvo que hacer un esfuerzo por volver a la realidad. Tragó saliva, luego se movió, confiando en que Molly no se hubiera percatado del repentino cambio en la delantera de sus pantalones.
– Ah, hola -consiguió decir en tono ligeramente ronco.
Molly llevaba una camiseta blanca de mangas largas remangada hasta los codos que le llegaba hasta la mitad del muslo. Tenía los pies desnudos y la cara limpia. Se había recogido el pelo en una trenza que le caía por la espalda. Tenía que tener veintisiete o veintiocho años, pero estaba igual que a los diecisiete. La recordó como había sido entonces, con el aparato ortopédico en la boca y los granos. De acuerdo, se corrigió, tal vez estuviera diferente, pero no mucho. Molly le dedicó una rápida sonrisa y luego le señaló el cuenco con la cabeza.