Sus palabras tenían mucho sentido.
– Agradezco tu aportación.
– De nada. Me parece que los dos tenemos muchas cosas en qué pensar.
Ella más que él, se dijo Dylan. La compañía lo amenazaba con retirar su oferta si no respondía, pero sabía que volverían a intentarlo. Tenía tiempo, pero Molly… Tenía que tomar algunas decisiones difíciles. Grant, su trabajo. Teniendo en cuenta por lo que estaba pasando, parecía muy serena.
– ¿Y tú qué vas a hacer? -le preguntó.
Un mechón de pelo se soltó de su trenza y cayó sobre su rostro. Molly se lo colocó detrás de la oreja.
– No lo sé. Ahora mismo, ni me importa. Tengo dinero en el banco, así que no tengo prisa. Supongo que es una suerte, aunque no me considero afortunada precisamente -dijo, y suspiró.
– ¿Te gustaría volver a hacer el mismo trabajo?
– Tal vez. Me gustaba, pero no me apasionaba. Echaré de menos más a la gente que al trabajo.
– ¿Qué es lo que te apasiona? Tal vez puedas empezar por ahí.
Se quedó inmóvil, y luego la tristeza empañó su rostro. Por un momento pensó que iba a llorar y trató de suprimir el pánico. ¿Qué había dicho? Pero Molly no lloró, se limitó a encogerse de hombros.
– Antes te habría dicho que me apasionaba Grant, pero ahora me pregunto si era cierto -volvió a suspirar-. Ya ni siquiera quiero ponerle calificativos, así que creo que los efectos del vino se están pasando. Como respuesta a tu pregunta, te diré que no sé qué es lo que me apasiona. Tal vez sea eso lo que tengo que averiguar.
– Hay centros de orientación laboral -dijo Dylan-. Podrías hacer unos tests para saber qué se te da bien. Tal vez la misma clase de trabajo en un área distinta.
– Tal vez -Molly se puso en pie-. No quiero hablar de este tema ahora mismo.
– No puedes esperar siempre. Algún día tendrás que buscar trabajo.
– Lo sé, pero hoy no -le dijo con mirada firme-. Si no te importa, me gustaría que volviéramos a la casa.
– Molly…
Molly levantó la mano.
– Sé que me lo dices con buena intención, es natural en un hombre querer arreglarlo todo. Pero no tengo arreglo, todavía no. Olvídalo, Dylan. Créeme cuando te digo que hay cosas que no entiendes.
Dylan quiso decir algo más, pero Molly se alejó antes de que tuviera oportunidad de hacerlo. Fue a recoger el vino y luego la siguió hasta la motocicleta.
Por primera vez, durante el trayecto de vuelta a la casa, no se apoyó en él. Supuso que se estaba agarrando a la barra que había bajo el asiento, y se sorprendió añorando el contacto de su cuerpo contra el suyo.
Molly llevaba fuera demasiado tiempo. Dylan miró por la ventana de atrás de la diminuta casa y se preguntó si debía ir a buscarla. Después de regresar de la bodega le había dicho que quería dar un paseo para despejarse por completo del vino. Ya casi había pasado una hora, pronto anochecería y empezaba a preocuparse.
Aunque se dijo que no era asunto suyo, tomó su chaqueta y salió por la puerta delantera. Sabía que estaba mal. La había presionado demasiado al hablar de su trabajo, y ella había querido hacer aquel viaje para olvidarse de lo que la preocupaba, no para que él se lo echara en cara. Aunque no le gustaba la generalización, sabía que era cierta: como hombre que era, quería arreglarlo todo.
Unas pocas nubes aparecían suspendidas en el horizonte. Tenían un color dorado y amarillo pálido debido al sol. El mar estaba agitado, podían verse olas a lo lejos. La marea estaba alta aquella noche y las olas rompían con fuerza en la orilla.
Se dirigió al norte porque ésa era la dirección que tomaban cuando paseaban por la playa. Un viento frío agitaba su chaqueta y le revolvía el pelo. Mientras caminaba, escrutaba la playa, buscando algún rastro de ella, y trataba de ignorar la voz que le decía que Molly le estaba ocultando algo.
Su instinto podía mantenerse callado en lo referente a la venta de su empresa, pero hablaba por los codos sobre Molly Anderson. Para empezar, era muy explícito en el hecho de que la deseaba. Apartó aquella idea por el momento. También estaba la cuestión de qué secreto le estaba ocultando. Después de todo, escuchaba los mensajes de su contestador automático todos los días. No podía imaginarlo, pero tal vez fuera el motivo por el que había reaccionado tan emotivamente horas antes.
Había una zona de juegos más adelante, con varios bancos. A aquella hora del día, cuando ya hacía fresco, no había ningún niño a la vista. Vio a un anciano sentado en un banco con un perro grande a su lado. Alguien más estaba más próximo a la orilla, sobre la arena. Al acercarse se dio cuenta de que era Molly. A su alrededor, trepando sobre ella, lamiéndole la cara y mordisqueándole los dedos, había media docena de cachorros negros de perro labrador.
El anciano levantó la vista al verlo y señaló a Molly.
– ¿Es su esposa?
Por un instante, Dylan quiso decir que sí. No sabía por qué, pero la necesidad de que la perteneciera era fuerte.
– Una amiga -dijo en cambio.
– Los cachorros nos ayudan en los momentos de aflicción.
Al oír las palabras del anciano, Dylan se fijó en Molly y vio que estaba llorando. A pesar de que acariciaba y jugaba con los perros, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Molly no lo había visto y Dylan no hizo nada para llamar su atención. Cuando el anciano se movió para hacerle sitio en el banco, le dijo que no con la cabeza. Prefería volver a la casa y dejar a Molly a solas, pero se sentía mal por ella. ¿Por qué lloraba? ¿Por la conversación que habían tenido? ¿Tendría algo que ver con las llamadas que hacía todas las noches? Quería preguntárselo, pero no lo hizo.
El viento agitó su trenza y la deshizo casi por completo. Los largos mechones de pelo ondearon en torno a su rostro, y uno de los cachorros se lanzó a atrapar un rizo.
Molly se echó a reír y apartó al animal. Entonces, la luz del ocaso cayó sobre ella, acentuando el color rubio pálido de su pelo y el brillo de sus mejillas. Estaba increíblemente hermosa y triste a la vez. No sabía por qué no se había dado cuenta antes. Quería hacer o decir algo, pero no tenía derecho a irrumpir en su intimidad, así que dio media vuelta y volvió a la casa para esperarla allí.
Capítulo 7
El día era perfecto. Cielo azul, buena temperatura, una leve brisa. Molly se apoyó sobre los cojines de tela impermeable de la cabina del barco de vela y trató de mantener los ojos abiertos. El impulso de dejarse llevar, como el barco, era fuerte.
– ¿Quieres que haga algo? -le preguntó a Dylan.
Estaba sentado junto a la caña del timón, también relajado, pero parecía estar más alerta que ella. Los dos llevaban vaqueros, camisetas y zapatillas de deporte.
– Pensé que no habías navegado antes.
– Cierto.
– Entonces, ¿cómo sabrías qué hacer?
– Supongo que tú me lo dirías. En realidad no quiero hacer nada, sólo estaba siendo educada.
– No te molestes. Pareces estar a gusto ahí sentada. Disfruta del viaje.
– Si insistes… Eso haré.
Hizo lo que le ordenó, y se hundió más aún en los cojines. El aire salado era un perfume punzante y el suave balanceo del barco de vela, por extraño que pareciera, le hacía sentirse a salvo.
– Pensé que pasaría miedo -dijo, manteniendo los ojos cerrados-, pero es agradable.
– Tenemos muchos chalecos salvavidas, lo comprobé antes de que zarpáramos.
– Eres muy organizado. Creo que eso me gusta.
Molly cambió de postura hasta quedar tumbada boca arriba, mirándolo. Apoyó la cabeza en el brazo. La vela mayor, como Dylan la había llamado, aguantaba firmemente la brisa.
– Dime una cosa. ¿Cómo un corredor y diseñador de motos como tú sabe tanto sobre vela?
– Una mujer con la que salía estaba obsesionada con este deporte -sonrió-. Salíamos todos los fines de semana. Toda su familia hacía vela y me enseñó todos los trucos. La relación no funcionó, pero me aficioné a navegar. Salgo en barco siempre que puedo aunque, en los dos últimos años, no tantas veces como yo hubiera querido. Si viviera más cerca del mar, me compraría un barco. Tal vez más adelante.