A veces le sorprendía lo mucho que pensaba en estar con ella. Tampoco era sexo solamente. No estaba de acuerdo con Molly en que la gente no hacía el amor, que sólo se liberaba físicamente, aunque tenía que reconocer que había tenido más sexo que amor en sus relaciones. Pero sabía que con Molly sería algo más, que querría disfrutar de la intimidad de poder abrazarla, tocarla, saborearla. Quería ver cómo cambiaba la expresión de su rostro. Quería darle placer y recordar haber estado con ella mucho tiempo después. Luego quería que le contara qué iba mal para poder arreglarlo.
La puerta del dormitorio se abrió y Molly salió a la luz de la sala de estar. Dylan no pudo interpretar su expresión. Normalmente, no hacía ningún comentario, pero aquella noche no pudo evitar preguntarle:
– ¿Va todo bien?
– Sí -asintió Molly-. Todavía no hay mensaje.
Quería preguntarle si eso era bueno o malo, pero no tenía derecho y no quería molestarla. Deseó poder acercarse a ella y estrecharla en sus brazos. Aquello haría que los dos se sintieran mejor. Pero antes de que pudiera pensar si ella agradecería aquel gesto, Molly se acercó a la mesa de la cocina.
– ¿Estás listo para seguir con nuestra partida de cartas? Sé que estaba ganando – Molly le brindó una fugaz sonrisa mientras hablaba, pero luego Dylan vio la tristeza en sus ojos.
El dolor. El miedo. Se acercó a ella y le tocó el hombro.
– Molly, deja que te ayude.
– No puedes hacer nada -dijo moviendo la cabeza-. Ojalá pudieras, pero tengo que superar esto yo sola.
– ¿Es sobre Grant o tu trabajo?
Molly no lo miró a los ojos.
– ¿Por qué no seguimos jugando? -susurró-. Lo mejor que puedes hacer es ayudarme a olvidar. Eso es realmente lo que quiero hacer, fingir que nada de esto me está pasando.
Sabía que no estaba hablando de su viaje sino de su problema. Quería insistir para que se lo contara todo, pero no lo hizo. En cambio, le ofreció una silla y se sentó en el lado opuesto de la mesa. Si jugar a las cartas la ayudaba a olvidar, entonces, haría eso por Molly. Haría cualquier cosa, hasta no volverle a preguntar qué iba mal.
Capítulo 8
– Era un viejo sedan. No tenía mucha potencia -dijo Dylan, y sonrió al recordarlo-. Primero rehice el sistema de escape, lo abrí para que el motor pudiera respirar. Podías oír cómo se acercaba a tres manzanas de distancia. Luego jugué un poco con el motor. Le di más potencia.
– ¿Por qué? -preguntó Molly-. Creía que la señora Carson te caía bien.
– Sí, por eso hice cambios en su coche. Ella no tenía dinero, así que no le cobré nada. Hasta le compré las piezas yo mismo -su sonrisa se disipó-. Cuando mis padres estaban demasiado borrachos para prepararme la comida o incluso preocuparse por mí cuando llegaba a casa, la señora Carson me cuidaba. Estaba pendiente de mí, y si salía hasta muy tarde, me regañaba. Una vez se puso tan furiosa que creí que iba a pegarme -se encogió de hombros-. Claro que ni siquiera tenía metro y medio de estatura, y dudo que llegara a pesar cuarenta kilos. Aun así, verla en jarras mientras me sermoneaba desde el último peldaño del remolque bastaba para que me entrara el pánico.
– Me alegro de que alguien cuidara de ti -dijo Molly.
Dylan la miró. Paseaban juntos por la playa. Acababan de cenar y estaban viendo la puesta de sol.
– Casi tenía diecisiete años, podía cuidar de mí mismo.
– No se trata de eso -le dijo Molly-, todos podemos cuidar de nosotros mismos, pero no deberíamos tener que hacerlo todo solos. Me alegro de que pudieras contar con ella, y de que te preocuparas por ella tú también. Aunque destrozaras su coche.
– No lo destrocé, lo mejoré -levantó las manos en gesto de protesta-. Reconozco que aumenté la potencia del motor, pero perdía aceite y lo arreglé, y le di un repaso a todo el coche. Le cambié los amortiguadores y roté los neumáticos. Lo cierto es que, cuando acabé con él, casi podía volar. A ella le encantó. Se lo advertí, pero no me escuchó. Dos días después, vino a casa toda orgullosa y emocionada. A los sesenta y cuatro años de edad, por fin le habían puesto una multa por exceso de velocidad. Cualquiera habría dicho que había ganado el primer premio en un concurso de belleza.
– ¿Quieres decir que se alegraba por la multa?
– Sonreía de oreja a oreja.
Molly puso los ojos en blanco.
– Lo peor de todo esto es que en el fondo quiero creerte.
– Reconozco que de niño era un poco salvaje -dijo Dylan-, pero no era malo. No me metí en muchos líos, al menos, no tantos como creía todo el mundo.
– Eras el chico de moda -Molly hizo una pausa y señaló la arena-. ¿Te parece bien aquí?
– Claro.
Se dejó caer en la arena y Dylan tomó asiento a su lado. Molly dobló las rodillas para acercarlas a su pecho y rodeó las piernas con los brazos.
– Ya lo creo que lo eras -dijo, retomando la conversación-. Eras la tentación de todas las chicas bonitas. Todas estábamos platónicamente enamoradas de ti. Incluso yo.
Lo dijo con naturalidad. Dylan esperó a ver si se daba cuenta de lo que acababa de reconocer. Lo hizo. Se puso rígida y se cuadró de hombros.
– Lo que quería decir es… -se quedó sin voz.
– ¿Sí? -Dylan no podía ocultar el tono placentero en su voz.
– Bueno, ya sabes -concluyó tímidamente.
– No, no lo sé. Me gustaría conocer los detalles.
Molly lo miró.
– Apuesto a que sí. Pero si lo hubieras sabido entonces, te habrías muerto de la risa.
– No digas eso, no es cierto -sin pensarlo, Dylan le tocó la mejilla-. Me habría sentido halagado. Siempre me has caído bien, Molly.
– Sí, pero no era más que la hermana pequeña de Janet.
– Pero eras alegre y divertida y me gustaba estar contigo.
Se había dejado el pelo suelto aquella noche y ondeaba suavemente al viento. Quería tocar aquellos mechones para comprobar si eran tan suaves como parecían. Quería enredar los dedos en sus rizos y acercar su rostro para besarla.
– Nunca estuviste interesado por mí.
– Pensaba que éramos amigos. Además, sólo tenías diecisiete años.
– Estás siendo amable y te lo agradezco -repuso Molly, apoyando la barbilla en las rodillas-, pero la verdad es que no me viste nunca como alguien especial. No te culpo -dijo rápidamente, antes de que pudiera interrumpirla-. La adolescencia no me favoreció. Era el patito feo.
– Ahora eres un hermoso cisne.
– Buena réplica -Molly levantó las cejas-. No es cierta, pero es bonita. Conozco mis limitaciones. Soy un pato decente. No soy fea, pero tampoco un cisne -se dio unas palmaditas en las caderas-. Un pato muy orondo, pero puedo abrirme paso por el lago.
Dylan no había mentido al decirle que era un hermoso cisne, pero tenía la sensación de que no iba a creerlo. También quería decirle que le gustaban sus curvas. Sí, no era a lo que estaba acostumbrado, pero no podía dejar de pensar en ellas. Había algo muy acogedor en su cuerpo, una esencia femenina que lo atraía.
– En cambio, tú estabas fabuloso en el instituto.
– Exageras un poco. Pero algunas de las cosas que antes me importaban ya no me importan.
– ¿Como qué?
– Me preocupa menos cuánto tiempo voy a tardar en llevarme a una chica a la cama. He aprendido que esperar es muy beneficioso. Quisiera creer que todavía no he vivido los mejores años de mi vida.
– Espero poder decir lo mismo.
Molly parecía relajada al hablar, pero Dylan sintió la tensión en su cuerpo. Tenía la mandíbula apretada y su sonrisa era un poco forzada. Estuvo a punto de preguntárselo. Abrió la boca y empezó a formar las palabras, pero no pudo. No sólo porque no quería husmear en su vida sino porque de repente tuvo miedo. No de Molly, sino de su secreto. Así que volvió a un tema que pudiera distraerlos a los dos.