– No soy de los que se casan.
Ya no había esperanza, así que sus palabras no le hicieron daño. Por supuesto. Lo había sabido desde el principio, pero eso no había impedido que lo amara.
Nada de lamentos, se dijo. Aun sabiendo que el corazón se le rompía y el alma le dolía, por nada del mundo daría marcha atrás. No pasaba nada si no la amaba. Amarlo a él había sido suficiente. Le había dado todo su corazón y nunca lamentaría lo que habían compartido.
Dylan tomó el camino largo de regreso, saliendo de la autovía 101 a la 126, atravesando varias ciudades pequeñas y acres y acres de naranjales. Sabía que estaba retrasando lo inevitable, pero incluso media hora más con Molly era algo muy preciado para él.
El viaje de vuelta fue diferente del de ida. Dylan ya se había acostumbrado al calor de Molly abrazada a él en la moto, a la forma de su cuerpo, a la suave presión de sus muslos sobre su trasero, al peso de sus manos en la cintura. Pero seguía excitándolo. Y más importante, había aprendido a sentir afecto sincero por alguien.
No sólo la deseaba, la respetaba. Admiraba su valor y su sinceridad. Quería estar con ella. Sabía que iba a echarla de menos cuando desapareciera de su vida y se preguntó cuánto tiempo tardaría en olvidarla.
¿Era eso amor? No tenía la respuesta a esa pregunta. Nunca había creído en el amor. Él nunca había amado a nadie ni nadie lo había amado. No iba a ser diferente con Molly. Y sin embargo, lo era.
Podía imaginar estar con ella durante el resto de sus vidas. El mundo era un lugar más alegre sólo porque ella estaba en él y le hacía sentir cosas que nunca había sentido. Le hacía pensar en una casa de verdad y en tener niños.
Tragó saliva. Aquello era una novedad. Niños. ¿De verdad estaba pensando en ser padre? No sabía cómo serlo. No creía que estuviera a la altura de la responsabilidad que implicaba criar a un ser humano desde su nacimiento. La idea lo aterrorizaba, pero con Molly a su lado, no sería tan terrible. ¿Era eso amor? ¿Desear tener un hijo con ella era algo más que afecto?
Mientras recorrían la carretera y atravesaban el valle, pensó en pedirle que se quedara. Aunque sólo fuera por un tiempo. La casa era lo bastante grande para los dos. Podría tener su propia habitación si no estaba a gusto compartiendo la suya. Tal vez podría encontrar un trabajo no muy lejos, o incluso entrar a trabajar en su compañía. Tal vez…
Movió la cabeza. Estaba soñando. Aquellas fantasías no tenían cabida en la realidad. Molly tenía su propia vida. Tenía un trabajo con una compañía que haría cualquier cosa con tal de recuperarla. Aunque se atreviera a pedírselo, sería una locura que considerara su oferta. ¿Qué podía ofrecerle que no pudiera conseguir diez veces mejor en otra parte? Estaba sacando demasiadas conclusiones sin fundamento.
Las pasadas semanas habían sido muy estresantes para ella. Se había alimentado de emociones, nada más. Dylan sabía que se preocupaba por él, y eso bastaba. El amor, bueno, todavía no estaba seguro de qué le parecía el amor. Molly había reconstruido su vida y debía continuar en ella. Quería que siguieran siendo amigos, pero no quería entrometerse.
Llegaron a la carretera interestatal 5, luego a la 405. Demasiado pronto, salían de la autovía para entrar en su vecindario. En unos pocos kilómetros, estarían delante de su bloque de apartamentos.
Paró la moto y Molly se bajó. Dylan trató de controlar el dolor que sentía en el estómago y la necesidad abrumadora de decirle que no se fuera, que quería que se quedara con él para siempre. Pero no era eso lo que iba a decirle, estaba decidido a dejarla libre.
Molly permaneció de pie en la acera mientras él sacaba la bolsa de tela.
– ¿Quieres entrar? -le preguntó mientras él le pasaba la bolsa y ella el casco.
Dylan lanzó una mirada al edificio. Sería más fácil dejarla marchar si no la imaginaba en su mundo.
– No, gracias. Estoy seguro de que tendrás que hacer muchas llamadas y yo tengo que ir a casa.
Se había recogido el pelo en una trenza, dejando su rostro despejado. No sonreía, pero el miedo no se reflejaba ya en su mirada. Dylan se alegró.
– No sé qué decir. Gracias parece inadecuado. No podría haberlo hecho sin ti.
– Claro que sí. Pero me alegro de haberte ayudado, aunque sólo fuera un poco.
Molly dio un paso hacia él. La tarde era cálida, y su camiseta revelaba todas sus curvas. Cielos, cómo la deseaba. No sólo en su cama, sino en su vida. ¿Estaría tan mal preguntárselo? Siempre podía decirle que no. O podría fijar una fecha para dentro de dos semanas. Así podría acostumbrarse a la idea de que estaba bien y, si seguía interesada en él, ya no sería cuestión de gratitud, o del momento difícil por el que había pasado.
– Nunca sabrás lo mucho que has significado para mí -le dijo, y sus ojos castaños brillaban con convicción-. Me has escuchado, me has abrazado, me has dejado ser débil y me has recordado cómo ser fuerte. Hace diez años me enamoré platónicamente de un hombre que no conocía. Me alegro de saber que la realidad es mucho mejor de lo que había imaginado. Eres increíble, Dylan.
Dylan se quedó mirándola, sin saber qué decir. Tal vez había alguna posibilidad. Tal vez no había nada malo en decirle lo que sentía.
– Molly… -hizo una pausa.
– Ya lo sé, es un poco extraño volver a la rutina. Creo que voy a necesitar tiempo para adaptarme.
– Paso a paso -le dijo.
– Lo sé, es lo mejor. No quiero tomar ninguna decisión precipitada.
– Eso está bien -dijo, y reunió todo su valor. Se lo diría en aquel mismo instante.
Le diría todo lo que sentía, le explicaría que no estaba seguro de si era amor, pero era lo más cerca al amor que conocía. Le diría que no estaba preparado para que lo suyo terminara.
– ¿Molly? -dijo una voz masculina, desconocida, a su espalda. Se volvió lentamente, imaginando a quién iba a ver.
Había un hombre en la acera, a menos de tres metros de distancia. Era de estatura media, de pelo castaño claro y ojos castaños. Llevaba un traje oscuro y una corbata de estilo clásico. Todo en él indicaba que era un abogado, y Dylan supo quién era antes de que Molly lo confirmara.
– ¿Grant? -Molly pareció aturdida-. Grant, ¿qué haces aquí?
– Te estaba esperando.
Grant tenía una caja de rosas en los brazos. Dylan supuso que serían rojas, sólo para redondear el cliché. Qué oportuno, pensó con aire lúgubre. Tanto mejor. Molly ya no querría saber cómo se sentía y él no quería avergonzarlos a ninguno de los dos. Era mejor así, se dijo, a pesar de que la decepción y el dolor ascendían desde su estómago hasta su pecho.
El hecho de que quisiera despedazar a Grant, miembro a miembro, tampoco servía de nada. Ni el impulso de subir a Molly a la moto y arrancar. Aquél era el hombre con quien había querido casarse. Que la hubiera traicionado y que no pareciera nadie especial, no era asunto suyo. Si Grant no hubiese aparecido en aquel mismo instante, Dylan habría hecho el más absoluto ridículo.
Molly se llevó la mano a la garganta y se preguntó si iba a dejar de respirar.
– ¿Grant? -repitió, todavía demasiado perpleja como para poder hablar.
¿Grant había ido a verla, justo en aquel momento? Si no fuera todo tan terrible, se habría echado a reír. Nunca en la vida había tenido dos hombres al mismo tiempo, y sin embargo conocía a muchas mujeres que mantenían varias relaciones a la vez. Entonces, recordó que Grant no tenía ningún derecho. Había cancelado su compromiso y se había ido con otra mujer. Debía odiarlo.
Por desgracia, estaba demasiado conmocionada para sentir algo. Ni siquiera enfado. Grant dio un paso hacia ella.
– Traté de explicártelo en el mensaje que te dejé en el contestador -miró a Dylan, luego a ella otra vez-. ¿Lo escuchaste?
– Sí.
– No me llamaste.
Molly se había olvidado de lo petulante que sonaba cuando no se salía con la suya.