– Todo me parece tan irreal desde que murió Howie que nada me afecta. Incluso ni siquiera me ha importado que entraran en mi casa y me robasen.
– ¿Y cuándo fue eso? -pregunté. A pesar de que el tono de su voz era tan apático que bien podía estar leyendo la lista de la compra del supermercado, aquella información me había sobresaltado.
– Creo que fue al otro día de…, de que lo encontraran. Sí, porque ayer no fue. ¿Qué día sería entonces?
– El martes. ¿Se llevaron algo?
– Aquí no hay nada que robar, en realidad, pero se llevaron el ordenador de mi hijo. Supongo que las pandillas del centro vienen hasta aquí a robar cosas para venderlas y comprar droga. La policía no ha hecho nada. Tampoco me importa mucho, la verdad. Ahora nada me importa. Yo tampoco iba a usar el ordenador, eso seguro…
Capítulo 42
La tormenta perfecta de Lotty
Miré por la ventana de la cocina hacia el jardín, ya a oscuras. La misma persona que había disparado a Paul tenía que haber sido la que había entrado en casa de Rhonda Fepple. Ellos -¿o debería decir ella, Use Wólfin?- había o habían matado a Fepple. Y no le mataron por el expediente de Sommers, sino por otra razón muy diferente: para conseguir el fragmento de página de los cuadernos de contabilidad de Ulrich Hoffman que yo había encontrado en el portafolios de Fepple y, después, habían ido como locos por todo Chicago buscando el resto de los libros.
Howard Fepple, encandilado con el paso que iba a dar y que habría de convertirle en un hombre rico, había ido a extorsionar justo a quien habría de ser su asesino. Negué con la cabeza, sin poder creérmelo. Fepple no sabía nada de los cuadernos de Hoffman. Estaba entusiasmado con algo que vio en la póliza de Sommers. Estaba encantado, le había dicho a su madre que le iba a comprar un Mercedes, había descubierto cómo Rick Hoffman había hecho su dinero con aquella lista de clientes de mierda. Su entusiasmo no tenía nada que ver con los cuadernos de contabilidad.
Oí voces airadas a mis espaldas, un portazo en la puerta principal y el ruido de un motor al arrancar.
¿Podía ser algo tan sencillo? ¿Podía haber sido Paul HoffmanRadbuka el que había matado a Fepple? Tal vez estuviese lo suficientemente perturbado como para imaginar que Fepple formaba parte del Einsatzgruppe de su padre. Pero, entonces, ¿quién le había disparado a Paul? No lograba que las cosas encajaran. Una cobaya sobre una ruedecita, girando y girando. ¿Qué sería lo que había descubierto Fepple y que yo no captaba? ¿O qué papel había visto y se había llevado su asesino? Los papeles secretos de Paul, que yo pensaba que lo aclararían todo, sólo habían servido para dejarme aún más confusa.
Retrocedí a un asunto previo. En el trozo de página del cuaderno de Ulrich que había encontrado en el portafolios de Fepple había un Aaron Sommers. ¿Era el tío de mi cliente o había habido dos Aaron Sommers, uno judío y otro negro?
Connie Ingram había hablado con Fepple. Eso era un hecho. Aunque nunca hubiera ido a visitarlo, había hablado con él. El había escrito su nombre en su agenda electrónica. ¿No habría ido a la oficina de Fepple por orden de Ralph? Descarté la idea. ¿Se lo habría ordenado Rossy? Si le enseñase una hoja de los cuadernos de contabilidad de Ulrich a Connie Ingram, ¿me diría si había visto algo parecido dentro de la carpeta de Sommers que tenía Fepple?
Regresé a la sala. Lotty se había marchado.
– Cada vez que la veo está más rara -se quejó Cari-. Se quedó mirando esa fotografía donde el loco ese había escrito en rojo que Sofie Radbuka era su madre y que estaba en el cielo, soltó un discurso melodramático y se marchó.
– ¿Adonde?
– Decidió ir a visitar a la psicóloga, a Rhea Wiell -dijo Max-. Francamente, creo que ya es hora de que alguien hable con esa mujer. Quiero decir que, aunque ya sé que tú lo has intentado, Victoria, Lotty puede hacerle frente desde un punto de vista profesional.
– ¿Ha ido Lotty a intentar hablar con Rhea esta misma noche? -pregunté-. Creo que es un poco tarde para hacer una visita profesional. Y la dirección de su casa no figura en la guía telefónica.
– La doctora Herschel iba a pasar por su clínica -dijo Tim desde el rincón donde había estado observándonos en silencio-. Ha dicho que allí tenía una especie de guía para profesionales en la que podría venir la dirección particular de la señora Wiell.
– Supongo que sabrá lo que hace -dije, haciendo caso omiso del comentario desdeñoso de Cari-. He de decir que me encantaría presenciar ese enfrentamiento: la Princesa de Austria contra la Delicada Florecilla. Yo apuesto por Rhea, porque tiene ese tipo de miopía que constituye la mejor armadura… Max, ahora mismo te dejo tranquilo. Sé que, aunque la mala fortuna de Paul te esté brindando un respiro, has tenido una semana larga y difícil. Pero quería preguntarte una cosa sobre las abreviaturas que aparecen en estos libros. A ver, ¿dónde están? Quería que vieses… -mientras le hablaba, estaba revolviendo los papeles que estaban sobre la mesita.
– Lotty se los ha llevado -dijo Cari.
– No es posible. No puede haberlo hecho. Esos cuadernos de contabilidad son cruciales.
– Pues habla con ella, entonces… -dijo Cari, encogiéndose de hombros con total indiferencia, y se sirvió otra copa de champán.
– ¡Oh, diablos! -empezaba a ponerme de pie para salir corriendo detrás de Lotty, cuando me acordé de la bolita de pinball yendo de un lado a otro y volví a sentarme. Aún tenía las fotocopias que había hecho de algunas páginas de los libros. Aunque hubiera preferido que Max estudiase los originales, tal vez las copias le sirviesen para sacar algo en limpio.
Sostuvo las fotocopias y Cari se inclinó a mirar por encima de su hombro. Max negó con la cabeza.
– Victoria, no olvides que no hemos leído ni escrito el alemán con regularidad desde que teníamos diez años. Estas anotaciones crípticas pueden significar cualquier cosa.
– ¿Y los números? Si la teoría de esa joven historiadora, de que esto pertenecía a una especie de asociación judía, es correcta, ¿los números podrían referirse a algo en especial?
Max se encogió de hombros.
– Son cifras demasiado altas para referirse a miembros de una familia y demasiado bajas para ser cifras financieras. Y, de todos modos, varían mucho. Tampoco pueden ser números de cuentas bancadas, tal vez sean números de las cajas de seguridad.
– ¡Ay, todo es una gran incógnita! -tiré los papeles sobre la mesa con una gran frustración-. ¿Lotty ha dicho alguna otra cosa? Quiero decir, aparte de que iba a su clínica, ¿ha dicho si estas anotaciones le sugerían algo? Después de todo aparece el apellido Radbuka, que es el que ella conocía.
Cari hizo un gesto de desdén.
– No, sólo le ha dado uno de esos ataques histriónicos tan suyos. Se pone a chillar dando vueltas por toda la sala, como sí tuviera la misma edad mental que Calía.
Fruncí el ceño.
– ¿De verdad que no sabes quién era Sofie Radbuka, Cari?
Me miró con frialdad.
– Ya dije todo lo que sabía el fin de semana pasado. No tengo por qué seguir hablando de mi vida privada.
– Aunque Lotty hubiese tenido un amante que se apellidara así, cosa que no creo, o por lo menos no creo que fuese alguien por quien dejase sus estudios de medicina para irse al campo, ¿por qué le iba a atormentar de ese modo y le iba a poner tan nerviosa ver ese nombre después de tantos años?
– Lo que ocurre en su cabeza me resulta tan impenetrable como…, como lo que ocurre en la de ese perro de juguete de Calia. Cuando era joven creía entenderla, pero un buen día se fue sin despedirse ni darme ninguna explicación. Y eso que habíamos sido amantes durante tres años.