Me volví, con un gesto de impotencia, hacia Max.
– ¿Ha dicho algo cuando vio el apellido en el libro o sólo se levantó y se fue?
Max tenía la mirada fija en un punto delante de él y no me miró.
– Quería saber si alguien pensaba que ella necesitaba ser castigada y, si así fuera, por qué no se daban cuenta de que la autotortura era la forma más exquisita de castigo que pueda concebirse, puesto que nunca se puede separar a la víctima del verdugo.
El silencio que sobrevino fue tal que podíamos oír las olas del lago Michigan rompiendo al otro lado del parque. Recogí mis papeles con cuidado, como si fuesen huevos que pudiesen romperse con un descuido y me puse de pie para marcharme.
Max me acompañó hasta el coche.
– Victoria, Lotty se está comportando de un modo que me es imposible de entender. Nunca la había visto así, excepto, quizás, nada más acabar la guerra, pero, bueno, entonces todos estábamos… Sufrimos tantas pérdidas… ella, yo, Cari, mi querida Teresz. Estábamos todos destrozados, así que tampoco había nada en Lotty que me llamase la atención. Para todos nosotros, ésas son como las heridas que duelen cada vez que hace mal tiempo, por expresarlo de algún modo.
– Me lo puedo imaginar -le dije.
– Sí, pero no era eso lo que quería decirte. Son cosas de las que Lotty nunca ha hablado en todos estos años. Siempre se obligó a concentrar todas sus energías en el trabajo que tenía por delante. No es que no hable de ello hoy en día, ahora que estamos todos inmersos en nuestro presente y en nuestro pasado inmediato, es que no lo ha hecho nunca.
Dio un golpe en el techo de mi coche, desconcertado, perplejo ante la reticencia de Lotty. El ruido fuerte y seco contrastó de un modo desagradable con su suave tono de voz.
– Nada más acabar la guerra la gente estaba como en estado de shock e incluso algunos tenían una sensación de vergüenza por tantos y tantos muertos. La gente, o al menos los judíos, no hablaban de ello en público: no íbamos a ir de víctimas, suplicando por las mesas migajas de compasión. Pero los que sobrevivimos a la muerte, ¡ah!, llorábamos en la intimidad. Pero Lotty, no. Estaba petrificada. Supongo que fue por eso por lo que se puso tan enferma el año que dejó a Cari. Cuando regresó del campo, el invierno siguiente, ya venía imbuida de ese dinamismo que no habría de abandonarla nunca. Hasta ahora. Hasta que apareció ese tal Paul, sea cual sea su apellido.
»Mira, Victoria, nunca pensé que volvería a enamorarme después de perder a Teresz. Y menos, de Lotty. Ella y Cari habían sido pareja, y una pareja muy apasionada, además. Yo también seguía un poco en el pasado y seguía viéndola como la novia de Cari, a pesar de llevar tantos años separados. Pero nos fuimos acercando, como ya habrás notado. Nuestro amor por la música, su forma de ser tan apasionada y la mía, tan calmada. Parecía que nos complementábamos el uno al otro. Pero ahora… -no supo cómo acabar la frase y, al final, terminó diciendo-: Si no regresa pronto, si no regresa a su estado emocional anterior, quiero decir, nos habremos perdido el uno al otro para siempre. Y yo ya no puedo soportar más pérdidas de amigos de mi juventud.
No esperó a que le contestase, sino que se dio la vuelta y entró en la casa. Yo regresé al centro conduciendo con suma prudencia.
Sofíe Radbuka. «Es probable que no hubiera podido salvarle la vida», me había dicho Lotty. ¿Era una prima que había muerto en la cámara de gas y cuyo lugar en el tren a Londres había ocupado Lotty? Puedo imaginarme cómo le atormentaría la culpa si hubiese sido así: sobrevivir a expensas de alguien. Y eso explicaría su comentario sobre la autotortura que les había hecho a Max y a Cari antes de irse.
Iba por la carretera zizagueante que pasa junto al Cementerio del Calvario, cuyos mausoleos separan Evanston de Chicago, cuando me llamó Don Strzepek.
– Vic, ¿dónde estás?
– Entre los muertos -contesté con tono sombrío-. ¿Qué pasa?
– Vic, tienes que venirte hasta aquí. Tu amiga la doctora Herschel está armando un escándalo realmente vergonzoso.
– ¿Dónde es «aquí»?
– ¿Qué quieres decir con «dónde es…»? ¡Ah! Te estoy llamando desde casa de Rhea. Ella acaba de marcharse al hospital.
– ¿La doctora Herschel le ha pegado una paliza? -intenté que el ansia no se reflejara en mi voz.
– Por favor, Vic, esto es realmente serio. No te lo tomes a broma y presta atención. ¿Sabías que hoy le han disparado a Paul Radbuka? Rhea se enteró a mitad de la tarde y está muy afectada. En cuanto a la doctora…
– ¿Lo han matado? -lo interrumpí.
– Ha tenido una suerte increíble. Alguien entró en su casa y le disparó al corazón, pero el médico le dijo a Rhea que habían usado una pistola con un calibre tan pequeño que la bala se ha alojado en el corazón sin llegar a matarlo. Yo no lo he entendido bien, pero parece que a veces ocurre. Aunque parezca increíble, se espera que se recupere totalmente. De todos modos, la doctora Herschel consiguió hacerse con unos papeles de Paul… -se detuvo en seco, al caer en la cuenta-. ¿Sabes tú algo de eso?
– ¿Los cuadernos de contabilidad de su padre? Sí, estuvimos mirándolos en casa de Max Loewenthal. Sabía que la doctora Herschel se los había llevado consigo.
– ¿Y cómo llegaron a manos de Loewenthal?
Me detuve en una parada de autobús de Sheridan Road para poder concentrarme en la conversación.
– Tal vez Paul se los llevara para que Max pudiese entender por qué él insistía en que estaban emparentados.
Oí cómo encendía un cigarrillo, la forma rápida en que aspiraba el humo.
– Según Rhea, Paul los guardaba bajo llave. Eso no quiere decir que ella haya estado en su casa, cuidado, pero él le describió su escondite. Le llevó los libros a Rhea para enseñárselos pero no hubo manera de que se los dejase ni siquiera durante un día, y eso que confía totalmente en ella. Dudo de que se los haya prestado a Loewenthal.
Un autobús se detuvo junto a mí. Uno de los pasajeros que bajaba me golpeó el capó del coche furioso.
– ¿Por qué no me cuentas qué pasó? -le pregunté-. ¿Dónde le ha sucedido? ¿Es que algún paciente del Beth Israel se hartó de las manifestaciones de Posner y abrió fuego?
– No, fue en su casa. Ahora está bastante atontado por la anestesia, pero lo que le ha dicho a la policía y a Rhea es que una mujer llamó a su puerta y dijo que quería hablar con él sobre su padre. Su padre adoptivo.
Lo interrumpí.
– Don, ¿sabe quién lo disparó? ¿Puede describir a esa persona? ¿Está seguro de que es una mujer?
No contestó de inmediato. Parecía molesto.
– La verdad es que él…, o sea, bueno, está un poco confuso. La anestesia le está produciendo algunas alucinaciones y dice que fue alguien llamado Use Wólfin, la Loba de las SS. Pero ahora eso no tiene importancia. Lo que importa es que la doctora Herschel llamó a Rhea y le dijo que tenía que hablar con ella, que Paul era un desequilibrado peligroso si de verdad creía que aquellos papeles probaban que él era un Radbuka, y que de dónde se había sacado la idea de que Sofie Radbuka era su madre. Por supuesto que Rhea se negó a recibirla. Así que la doctora Herschel le dijo que iba a ir al Misericordioso Amor de María para hablar con Paul en persona.
»¿Te lo puedes creer? -continuó diciendo con el tono de voz una octava más alto por la indignación-. El tipo tiene suerte de estar vivo. Acaba de salir del quirófano. ¡Demonios! Ella es cirujana, lo debería saber. Rhea ha salido para allá para intentar detenerla, pero tú eres amiga de toda la vida de la doctora Herschel, ella te hará caso. Vete a detenerla, Warshawski.
– Me hace mucha gracia que me pidas algo así, Don. Llevo una semana pidiéndole a Rhea que use su influencia con Paul Hoffman, que supongo que es su verdadero nombre, y ella ha estado evitándome como si yo tuviese una enfermedad contagiosa. Así que ¿por qué habría de ayudarla yo ahora?