– Compórtate como un adulto, Vic. No estamos jugando. Si no quieres evitar que la doctora Herschel haga el ridículo, por lo menos deberías evitar que haga algún daño serio a Paul.
Un policía me hizo una señal con los faros. Arranqué el Mustang, doblé la esquina y aparqué junto a una pizzería Giordano, donde había un grupo de adolescentes fumando y bebiendo cerveza. Una mujer de pelo negro y corto pasó caminando con un yorkshire, que se abalanzó furioso sobre los bebedores de cerveza. Observé cómo cruzaban Sheridan Road antes de retomar la conversación.
– Te veré en el hospital. Lo que vaya a decirle a Lotty dependerá de lo que esté haciendo cuando lleguemos. Pero a ti te van a encantar los cuadernos de Ulrich Hoffman. Están realmente en clave y, si es verdad que Rhea los descifró, no sé qué hace perdiendo el tiempo con la psicología. Debería trabajar para la CÍA.
Capítulo 43
La manera de tratar a los pacientes
Texto. El hospital del Misericordioso Amor de María se encontraba al borde de Lincoln Park, donde es tan difícil aparcar que he visto a gente llegar a las manos para conseguirlo. Para poder tener el privilegio de presenciar el encuentro entre Lotty y Rhea tuve que pagar quince dólares en el aparcamiento del hospital.
Llegué al vestíbulo al mismo tiempo que Don Strzepek. Todavía estaba molesto conmigo por el comentario socarrón que le había soltado antes de colgar el teléfono. En la recepción nos dijeron que ya habían acabado las horas de visita, pero cuando me identifiqué como la hermana de Paul, que acababa de llegar de Kansas City, me dijeron que podía subir a la quinta planta, al ala de postoperatorios. Don me fulminó con la mirada, se tragó las ganas de desmentirme y acabó diciendo que era mi marido.
– Bravo -dije, aplaudiéndole, mientras subíamos en el ascensor-. Se lo han creído porque era evidente que teníamos un pequeño altercado marital.
Sonrió a regañadientes.
– No sé cómo Morrell te aguanta… Habíame de los diarios de Hoffman.
Saqué una de las fotocopias de mi maletín. Le echó una ojeada mientras íbamos por el pasillo hacia la habitación de Paul. La puerta estaba cerrada; una enfermera que estaba fuera dijo que acababa de
entrar una doctora a verle pero, dado que yo era su hermana, suponía que no habría ningún inconveniente en dejarnos pasar.
Cuando abrimos la puerta, oímos decir a Rhea:
– Paul, sí no quieres, no tienes por qué hablar con la doctora Herschel. Necesitas descansar y hacer todo lo posible para ponerte bien. Ya tendrás tiempo de sobra para hablar más adelante.
Se había situado a modo de guardiana entre la cama y la puerta, pero Lotty había dado la vuelta para ir hasta el otro lado, abriéndose paso entre las diferentes bolsas de plástico que colgaban por encima de él. A pesar de sus rizos canosos, Paul parecía un niño, con aquella carita que apenas le asomaba por encima de la sábana. Sus mejillas sonrosadas estaban pálidas, pero sonreía levemente, encantado de ver a Rhea. Cuando Don se colocó junto a ella, la sonrisa desapareció. Don también lo notó y se apartó un poco.
– Paul, soy la doctora Herschel -dijo Lotty, posando sus dedos sobre la muñeca de Paul para tomarle el pulso-. Conocí a la familia Radbuka hace muchos años en Viena y en Londres. Estudié medicina en Londres y trabajé durante un tiempo con Anna Freud, cuya obra admiras tanto.
Los ojos color avellana de Paul dejaron de mirar a Rhea para posarse en Lotty, mientras el color volvía a su rostro.
Fuese cual fuese el escándalo que Lotty había montado delante de Cari y de Max, en aquel momento parecía absolutamente tranquila.
– No quiero que te pongas nervioso para nada. Así que, si tu pulso empieza a acelerarse, dejaremos de hablar de inmediato. ¿Lo has comprendido?
– Debería dejar de hablar ahora mismo -dijo Rhea, sin lograr que la furia perturbase su tranquilidad vestal. Al ver que la atención de Paul se había desplazado hacia Lotty, Don tomó a Rhea de la mano para transmitirle su apoyo.
– No -susurró Paul-. Ella conoce a mi salvadora inglesa. Ella conoce a mi auténtica familia. Hará que mi primo Max se acuerde de mí. Se lo prometo, no me pondré nervioso.
– Tengo los cuadernos de Ulrich -dijo Lotty-. Te los guardaré en un lugar seguro hasta que puedas venir a buscarlos tú mismo. Pero quería preguntarte algo sobre ellos. En una de sus páginas escribiste al lado del nombre de S. Radbuka que Sofie Radbuka era tu madre. Me pregunto cómo es que lo sabes.
– Porque me acuerdo -dijo.
Me coloqué junto a Lotty y hablé manteniendo su mismo tono de voz.
– Cuando le llevaste los cuadernos de Ulrich a Rhea, ella te ayudó a recordar que tu verdadero apellido era Radbuka, ¿verdad, Paul? Había una larga lista de nombres: Czestvo, Vostok, Radbuka y muchos otros. Cuando te hipnotizó recordaste que tu verdadero apellido era Radbuka. Tuvo que ser un momento maravilloso, aunque escalofriante.
Al otro lado de la cama, a Don se le cortó la respiración y se alejó involuntariamente de Rhea, quien le dijo:
– No fue así. Por eso esta conversación debe terminar ahora mismo.
Paul, concentrado en mi pregunta, no la oyó.
– Sí, así fue. Pude ver… a todos los muertos. A toda la gente que había asesinado el Einsatzgruppenführer, cayendo en el pozo de cal viva, gritando…
Lotty le interrumpió.
– Tienes que tranquilizarte, Paul. Ahora tienes que dejar de pensar en esos recuerdos tan dolorosos. Te acordaste de tu pasado y entonces, de toda esa lista de apellidos, elegiste…, recordaste… el de Radbuka.
Rhea nos lanzaba miradas asesinas desde el otro lado de la cama. Volvió a intentar interrumpir la entrevista, pero la atención de Paul estaba centrada en Lotty y no en ella.
– Lo supe porque yo había estado en Inglaterra cuando era niño. Tenía que ser ése.
– ¿Tenía que ser? -le preguntó Lotty.
Paul era extremadamente sensible a las expresiones emotivas de la gente, así que, cuando oyó aquella inesperada dureza en la voz de Lotty, se estremeció y apartó la mirada. Antes de que se alterase demasiado, intervine para cambiar de tema.
– ¿Cómo te enteraste de que Ulrich era un Einsatzgruppenführer?
– Apuntaba en una lista los muertos de cada familia o shtetl de cuyos asesinatos era responsable -dijo en un susurro-. Ulrich… siempre alardeaba de los muertos. Del mismo modo que alardeaba de las torturas a las que me sometía. Yo sobreviví a todas esas matanzas. Mi madre me hizo correr hacia el bosque cuando vio que empezaban a empujar a la gente con las bayonetas para hacerla caer en el pozo de cal viva. Alguien me llevó a Terezin, pero, claro… en aquel entonces no sabía… que era allí donde íbamos. Ulrich debió de haberse enterado… de que se le había escapado alguien. Él… me fue a buscar a Inglaterra… y me trajo aquí… para torturarme una y otra vez… por el crimen de haber sobrevivido.
– Has sido muy valiente -le dije-. Te enfrentaste a él. Has sobrevivido y él está muerto. ¿Sabías que esos libros existían antes de que él muriera?
– Los guardaba… bajo llave… en su escritorio. En el salón. El… me pegaba… si yo abría… esos cajones… cuando era pequeño… Cuando murió… me hice con ellos… y los guardé… en mi escondite secreto.
– ¿Y hoy ha venido alguien a llevarse esos libros?
– Ilse -dijo-. Use Wólfin. La reconocí. Ella… llamó… a la puerta. Al principio estuvo amable. Se había enterado por Mengele. Al principio amigos…, después, tortura. Dijo que… era de Viena. Dijo que Ulrich había traído esos libros a Estados Unidos…, que no tendría que haberlo hecho… después de la guerra. Al principio no entendí…, después… intenté llegar a mi escondite secreto… para ocultarme de ella…, pero sacó la pistola antes.