– ¿Y qué aspecto tenía? -le pregunté, haciendo caso omiso a la advertencia que Lotty me hizo por lo bajo para que parase ya de preguntar.
– Malvado. Un gran sombrero. Gafas de sol. Una sonrisa horrible.
– ¿Ulrich te habló de esos libros cuando vendía seguros aquí, en Chicago? -le pregunté, intentando encontrar la forma de sonsacarle si había estado últimamente en la agencia de seguros Midway, por si había estado acosando a Howard Fepple.
– Ulrich solía decir que los muertos nos dan la vida. No olvides que… serás rico. Quería que yo… fuese… médico… Quería que yo… hiciera dinero con los muertos… Yo no quería… vivir entre… los muertos. No quería quedarme en… el vestidor… Me torturaba… Me llamaba mariquita, maricón, siempre en alemán, siempre… en el idioma de… la esclavitud -las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas y comenzó a respirar con dificultad.
Lotty le dijo:
– Necesitas descansar, necesitas dormir. Queremos que te pongas bien. Ahora tengo que dejarte, pero antes de irme, dime, ¿con quién hablaste en Inglaterra? ¿Qué fue lo que te hizo recordar que te llamabas Radbuka?
Tenía los ojos cerrados y el rostro demacrado y cerúleo.
– Su lista de los muertos que él mismo había asesinado…, de los que alardeaba en sus libros…, apuntaba sus nombres. Busqué todos los nombres… en Internet… Encontré uno… en Inglaterra… Sofie… Radbuka… Así supe… cuál nombre era mío… y que me enviaron a Anna Freud en Inglaterra… después de la guerra… Tenía que ser ése.
Lotty continuó tomándole el pulso mientras Paul se quedaba dormido. Los demás la observábamos como tontos mientras ella comprobaba la frecuencia del goteo intravenoso conectado a los brazos de Paul. Cuando abandonó la habitación, Rhea y yo la seguimos. Rhea tenía el rostro arrebolado e intentó enfrentarse a Lotty en el pasillo, pero ésta pasó rápidamente junto a ella camino de la sala de enfermeras, donde preguntó por la enfermera a cargo de la planta. Empezó a preguntarle sobre la medicación que se le estaba administrando a Paul.
Don había salido de la habitación más despacio que los demás. Emprendió una conversación en voz baja con Rhea, con una expresión preocupada en el rostro. Lotty acabó de hablar con la enfermera y salió disparada por el pasillo hacia el ascensor. Corrí tras ella, pero me dirigió una mirada severa.
– Tendrías que haberte ahorrado tus preguntas, Victoria. Yo quería averiguar cosas muy específicas pero tus preguntas desviaron su atención y acabaron por alterarle demasiado. Yo quería saber cómo se dio cuenta de que Anna Freud era su salvadora, por ejemplo.
Me metí en el ascensor con ella.
– Lotty, basta ya de toda esta mierda. ¿No te conformas con haber empujado a Cari al vacío? ¿También quieres apartarnos a Max y a mí de tu vida? Te pusiste furiosa la primera vez que Paul mencionó Inglaterra. Yo sólo estaba intentando ayudarte para que él no se cerrase en banda. Y también… Sabemos lo que esos cuadernos significan para Paul Hoffman. A mí me gustaría saber lo que significaban para Ulrich. Por cierto, ¿dónde están? Los necesito.
– Por ahora tendrás que arreglártelas sin ellos.
– Lotty, no puedo arreglármelas sin ellos. Tengo que descubrir lo que significan para las personas que no tienen por qué relacionarlos con los muertos. Alguien le ha disparado a Paul por esos cuadernos. Puede que también esa mujer malvada con gafas de sol matase a un agente de seguros llamado Howard Fepple por hacerse con ellos. El martes alguien entró en casa de su madre y estuvo revisándolo todo, probablemente buscándolos.
Amy Blount, pensé de pronto. También habían entrado a robar en su casa el martes. Sin duda eran demasiadas coincidencias como para pensar que no estaban relacionadas con los cuadernos de Hoffman. Ella había visto los archivos de Ajax. ¿Y si esa mujer malvada con gafas de sol hubiese pensado que los cuadernos de Ulrich Hoffman habían ido a parar a los archivos y que, tal vez, Amy Blount no había podido resistir la tentación de llevárselos? Lo cual quería decir que tenía que ser alguien que supiera que Amy Blount había estado en esos archivos. Todo apuntaba a alguien dentro de Ajax. Ralph. Rossy. Y Durham, jugando por la línea de banda.
– Además -añadí, ya en voz alta, mientras las puertas del ascensor se abrían en la planta baja-, si hay alguien que los considera tan importantes, estás arriesgando tu vida al aferrarte a ellos.
– Eso es problema mío, no tuyo, Victoria. Te los devolveré en uno o dos días. Antes tengo que buscar algo en ellos -giró en redondo y se alejó por un pasillo en el que un cartel señalaba la salida al aparcamiento de los médicos.
Don y Rhea salieron de otro ascensor. Don iba diciendo:
– Es que no te das cuenta, cariño, esto te expondría justamente al tipo de crítica que te hace la gente como Praeger: que eres tú quien induce a las personas a tener esos recuerdos.
– Paul sabía que había estado en Inglaterra después de la guerra -contestó ella-. Eso no es algo que yo haya pensado o que le haya inducido a pensar. Y esos recuerdos del pozo de cal viva, Don, si tú hubieses estado presente… Yo he oído contar muchos recuerdos a mis pacientes que me han helado la sangre, pero nunca me habían movido al llanto. Siempre mantuve un distanciamiento profesional. Pero ver cómo arrojan viva a tu madre a un agujero que le han obligado a llenar antes de cal viva a punta de pistola, oír esos gritos y después enterarte de que el hombre que fue responsable de la muerte de tu madre era quien tenía tanto poder sobre ti, quien te encerraba en un vestidor, quien te pegaba, quien te insultaba, era algo absolutamente demoledor.
– Eso lo entiendo -dije, metiéndome en su conversación privada-. Pero, curiosamente, hay tantos huecos en su relato… Aunque Ulrich hubiese sabido que aquel niño tan pequeño había escapado de morir en el pozo de cal viva, ¿cómo hizo para dar con su paradero a pesar de todas las vicisitudes de la guerra, primero en Terezin y luego en Inglaterra? Si Ulrich fue realmente un Einsatzgruppenführer, debió de haber contado con innumerables oportunidades de matar al chico durante la guerra. Pero los documentos de llegada de Ulrich dicen que desembarcaron en Baltimore, de un mercante holandés procedente de Amberes.
– Eso no significa que no saliera primero de Inglaterra -dijo Rhea-. En cuanto al otro argumento, un hombre con sentimiento de culpa podría llegar a hacer cualquier cosa. Ulrich está muerto. No podemos preguntarle por qué estaba tan obsesionado con ese niño. Pero sabemos que pensó que tener un hijo judío le ayudaría a superar los problemas de inmigración en Estados Unidos. Por lo tanto, si sabía dónde estaba Paul, era lógico que se lo llevara y se hiciese pasar por su padre.
– Ulrich tenía un certificado oficial de desnazificación -le rebatí-. Y los documentos de entrada en el país no hacen ninguna mención de que Paul fuese judío.
– Puede que Ulrich los destruyera en cuanto llegó y se sintió a salvo de ser procesado -dijo Rhea.
Suspiré.
– Tú tendrás respuestas para todo, pero Paul tiene un santuario erigido al Holocausto, lleno de libros y de artículos sobre las experiencias de los supervivientes. Está empapado de todo eso y puede estar confundiendo las historias de otras personas con su propio pasado. Después de todo, dice que sólo tenía doce meses cuando le enviaron a Terezin. ¿Se habría dado cuenta de lo que estaba viendo, si de verdad hubiese presenciado el asesinato de su madre y del resto del pueblo de la forma en que lo describe?
– Tú no sabes nada sobre psicología ni sobre los que han sobrevivido a la tortura -dijo Rhea-. ¿Por qué no hablas de lo que sabes, si es que entiendes de algo?
– Pues yo sí que entiendo lo que Vic intenta decir, Rhea -dijo Don-. Tenemos que hablar seriamente de tu libro. A no ser que en esos diarios de Ulrich aparezca escrito algo muy concreto, algo como: «Este niño que he traído conmigo no es hijo mío, es alguien que se apellida Radbuka». Bueno, tengo que estudiarlos con tranquilidad.