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– Don, creía que estabas de mi lado -dijo Rhea con sus ojos miopes llenos de lágrimas.

– Y lo estoy, Rhea. Por eso no quiero que te expongas a las críticas, publicando un libro que tiene tantas lagunas que alguien como Arnold Praeger y esos tipos de la Memoria Inducida las detectarían enseguida. Vic, ya sé que tú proteges esos originales como si se tratase del panteón nacional pero ¿me dejarás verlos en algún momento? Podría ir a tu oficina y echarles una hojeada delante de ti.

Le hice una mueca.

– Lotty se los ha llevado, lo que no sólo me pone furiosa, si no que también me preocupa. Si a Paul lo disparó alguien que iba tras esos cuadernos, llevarlos encima es tan seguro como andar con plutonio puro a cuestas. Me ha prometido devolvérmelos este fin de semana. Yo fotocopia una docena de páginas y puedes verlas si quieres, pero… entiendo tu problema.

– ¡Pues qué bien! -dijo Don, ya fuera de quicio-. Para empezar, ¿se puede saber cómo llegó todo ese material a tus manos? ¿Y tú cómo sabes del santuario de Paul? Has estado en su casa, ¿verdad?

Asentí con la cabeza, a regañadientes. La situación ya había ido demasiado lejos como para que pudiese mantener en secreto mi presencia en la escena del crimen.

– Encontré a Paul inmediatamente después de que lo dispararan y llamé a una ambulancia. Habían registrado toda su casa, pero había un vestidor oculto tras las cortinas de la habitación dedicada al Holocausto. Al que lo atacó no se le ocurrió mirar allí. Era un lugar realmente espantoso.

Volví a describírselo: la pared llena de fotos, los reveladores comentarios que Paul había escrito saliendo de la boca de Ulrich.

– Esas cosas que dices que él se llevó de tu consulta, Rhea, estaban todas allí, colocadas alrededor de fotos tuyas.

– Me gustaría verlo -dijo Don-. Quizás haya alguna prueba crucial que haya escapado a tu atención.

– Si quieres vete a verlo y que te aproveche -le dije-. Una vez ya ha sido suficiente para mí.

– Ninguno de los dos tiene derecho a violar la intimidad de Paul y entrar en su casa -dijo Rhea fríamente-. Todos los pacientes idealizan de algún modo a sus psicólogos. Ulrich era un padre tan monstruoso que Paul me yuxtapone a él como si yo fuese la madre ideal que nunca tuvo. Y en cuanto al haber entrado en su casa, Vic, esta mañana me llamaste para pedirme su dirección. ¿Por qué lo hiciste si sabías dónde vivía? ¿Y quién te abrió la puerta si ya le habían disparado cuando llegaste? ¿Estás segura de que no fuiste tú la mujer que lo disparó, enfurecida porque él intentaba demostrar su parentesco con tus amigos?

– Yo no lo disparé a ese necio, a pesar de que ha sido un quebradero de cabeza -dije suavemente, pero echando chispas por los ojos-. Pero ahora cuento con manchas de su sangre en mi ropa y puedo mandarla para que le hagan la prueba del ADN. Eso servirá para demostrar, de una vez por todas, si está emparentado o no con Max, con Cari o con Lotty.

Rhea se quedó mirándome, espantada. La aparté con un gesto brusco y me marché antes de que ella o Don pudiesen decir palabra.

Capítulo 44

La dama desaparece

Texto. Me preguntaba si Paul estaría seguro en la habitación del hospital. Si Use, la Loba, se enteraba de que había sobrevivido a su disparo, ¿no volvería a rematar la faena? Yo no podía pedir protección policial para él sin antes explicar lo de los diarios de Ulrich. Y resultaba absolutamente descabellado intentar explicarle aquella historia a la policía, sobre todo cuando ni yo misma la entendía. Al final decidí regresar a la quinta planta y decirle a la enfermera que mi hermano tenía miedo de que su agresor regresara para matarlo.

– Estamos muy preocupados con Paul -le dije-. No sé si lo habrá notado, pero Paul vive en un mundo propio. Cree que los nazis lo persiguen. Cuando estuvo hablando con usted, la doctora Herschel le habrá dicho que preferimos que nadie entre a verlo a menos que alguno de nosotros esté presente, la doctora, la psicóloga Rhea Wiell o yo. En estos momentos está tan alterado que podría tener serios problemas respiratorios.

Me pidió que lo pusiera por escrito y lo dejara en la sala de enfermeras. Me dejó usar el ordenador que había en la salita de atrás, luego colgó mi mensaje en el tablón de la sala de enfermeras y me dijo que se ocuparía de que la centralita pasara allí todas las llamadas y anuncios de visitas.

Antes de regresar a casa, pasé por mi oficina para enviarle un correo electrónico a Morrell, contándole los acontecimientos del día. «Hasta el momento, nadie me ha dado una paliza ni me ha dejado tirada, medio muerta, en la avenida Kennedy -le escribí-, pero me ha pasado de todo». Acabé contándole la conversación con Paul en el hospital. «Tú has trabajado mucho con personas que han sufrido torturas, así que quiero preguntarte algo: ¿crees que Paul puede estar sufriendo una disociación para autoprotegerse y por eso se identifica con las víctimas del Holocausto? La verdad es que toda la situación es espeluznante.»

Me despedí con las típicas frases de amor y añoranza que suelen enviarse a los amantes que están lejos. ¿Cómo habría conseguido Lotty apartar de su mente este tipo de sentimientos durante todos estos años? ¿No sería que su mente atormentada le había condenado a la soledad y la añoranza? Cuando volví a casa me senté en el porche trasero con el señor Contreras y los perros durante un largo rato. No hablamos mucho pero su presencia me reconfortaba.

Por la mañana decidí que ya era hora de volver a visitar a la Compañía de Seguros Ajax. Llamé a Ralph desde mi oficina y hablé con Denise, su secretaria. Como siempre, tenía la agenda completa y otra vez tuve que insistir con vehemencia, pero con encanto y amabilidad, para conseguir que Denise volviera a encontrarme un hueco, cosa que hizo, aunque debía llegar a Ajax a las nueve y media, para lo que sólo me quedaban veinte minutos. Agarré mi maletín con las fotocopias de los cuadernos de Ulrich y corrí calle abajo hasta la esquina de North para subir en un taxi.

Cuando llegué, Denise me dijo que en dos minutos Ralph estaría de regreso del despacho del presidente. Me hizo pasar a la sala de reuniones y me sirvió una taza de café. Ralph llegó casi de inmediato, presionándose los lagrimales con los dedos. Parecía demasiado cansado para una hora tan temprana del día.

– Hola, Vic. Tenemos una grave concentración de riesgos en la zona de Carolina que ha sufrido inundaciones. Sólo puedo dedicarte cinco minutos y después tengo que salir pitando.

Puse las fotocopias sobre la mesa de la sala de reuniones.

– Éstas son fotocopias de los cuadernos de Ulrich Rick Hoffman, el agente que le vendió la póliza a Aaron Sommers hace tantos años. Ulrích llevaba lo que parece ser una lista de nombres y direcciones, seguida de una serie de iniciales crípticas y marcas de control. ¿A ti todo esto te dice algo?

Ralph se inclinó sobre los papeles.

– Esta letra es casi imposible de entender. ¿No hay forma de poder verla mejor?

– Mejora un poco si amplías la imagen. Pero, por desgracia, en este momento no tengo los originales. Hay algunas palabras que sí entiendo porque llevo dos días estudiándolas.

– Deníse -le gritó a su secretaria-, ¿puedes venir un momento?

Denise entró trotando obedientemente, sin expresar ningún enfado por la forma perentoria en que había sido convocada, y volvió a marcharse con un par de hojas para fotocopiarlas. Al rato, regresó con ampliaciones de diferentes tamaños. Ralph las miró y negó con la cabeza.

– El hombre era realmente críptico. He visto un montón de expedientes de agencia y… ¡Denise! -volvió a gritar-. Llama a esa chica del Departamento de Reclamaciones, Connie Ingram. Dile que venga, por favor.

En un tono de voz normal añadió, dirigiéndose a mí: