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A menos que algunos Estados empezasen a promulgar leyes como la de la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto, que Ajax había torpedeado la semana anterior. En ese caso, la compañía habría tenido que hacer una auditoría de sus pólizas -en las alrededor de cien pequeñas compañías que formaban el grupo Ajax, y que ahora incluía a Edelweiss- y debería poder demostrar que no ocultaba pólizas de personas fallecidas durante la guerra en Europa y eso les habría costado una fortuna.

¿Habría vislumbrado Fepple esa posibilidad? ¿Podría haber encontrado suficiente información en la ficha de Aaron Sommers como para tramar un chantaje? Se le había visto muy entusiasmado con la posibilidad de ganar dinero. Y si así fuera, ¿era una razón tan poderosa como para que alguien de Ajax lo matase? ¿Quién habría sido el que había apretado el gatillo? ¿Ralph? ¿El encantador Bertrand? ¿Su esposa, tan blanda como el acero?

Adelanté a un par de camiones con remolque, impaciente por reunir cualquier tipo de información. De momento estaba construyendo un castillo de naipes. Necesitaba hechos, con unos buenos cimientos de hormigón. Al doblar para entrar en Jackson Boulevard, de camino al centro, empecé a tamborilear sobre el volante en cada semáforo en rojo, reconcomida por la impaciencia. Justo en la margen oeste del río, a la sombra de la estación Union y de sus bares de mala reputación, encontré un sitio libre para aparcar. Metí un puñado de monedas en el parquímetro y me hice corriendo las cuatro manzanas que me separaban de la Central de Seguros.

La Central es un edificio viejo y deteriorado cerca del extremo sudoeste del Loop y la Asociación de Compañías de Seguros de Illinois resultó que ocupaba una de las oficinas más cochambrosas de su interior. Del techo colgaban unas lámparas pasadas de moda con unos pocos tubos fluorescentes que parpadeaban de un modo irritante sobre el rostro de la mujer que estaba sentada cerca de la entrada. Me miró con los ojos entrecerrados, mientras seguía preparando unos sobres para enviar por correo, como un buho que no está acostumbrado a ver extraños en esa parte del bosque. Cuando le expliqué que estaba intentando averiguar el tamaño de la compañía de seguros Edelweiss en la década de 1930 y si entonces contaban con una oficina en Viena, suspiró y echó a un lado el montón de papeles que estaba doblando.

– No sé ese tipo de cosas. Si quiere, puede mirar en la biblioteca, pero me temo que yo no voy a poder ayudarla.

Corrió para atrás la silla en la que estaba sentada y abrió una puerta que daba a una sala oscura. Estaba repleta de estantes con libros y papeles, más allá de lo que permite el reglamento de prevención de incendios.

– Están ordenados más o menos cronológicamente -dijo señalando hacia el rincón izquierdo-. Cuanto más lejanos en el tiempo son los documentos que busca, más posibilidades tiene de que estén bien colocados. La mayoría de la gente sólo viene a consultar documentos recientes y a mí me resulta muy difícil dedicar un rato para ponerlos en orden. Me sería de gran ayuda que procurase usted dejarlo todo de la misma forma que lo encuentre. Si quiere fotocopiar algo, puede utilizar mi máquina, pero cuesta diez centavos cada fotocopia.

El sonido del teléfono hizo que la mujer saliera disparada. Yo me dirigí al rincón que me había señalado. Para un espacio tan pequeño la verdad es que había un montón impresionante de material. Estantes enteros del National XJnderwriter (el Asegurador Nacional) y del Insurance Blue Books (los Libros Azules de los Seguros), discursos dirigidos a la Asociación Estadounidense de Compañías de Seguros, direcciones para congresos de seguros internacionales, sesiones del Congreso de los Estados Unidos para decidir si los barcos hundidos durante la guerra de Estados Unidos con España deberían estar cubiertos con pólizas de seguros.

Recorrí las estanterías todo lo deprisa que pude, utilizando una escalera para subir y bajar, hasta que encontré la sección con los documentos fechados en las décadas de 1920 y 1930. Los hojeé rápidamente. Más discursos, más sesiones del Congreso, éstas sobre los veteranos de la Primera Guerra Mundial. Ya tenía las manos negras de polvo cuando, de pronto, lo encontré: era un libro grueso y pequeño cuya tapa había perdido su color azul inicial y ahora era grisácea. Le Registre des Bureaux des Compagnies d'Assurances Européenes, impreso en Ginebra en 1936.

No entiendo bien el francés -porque, a diferencia del español, no me resulta lo bastante cercano al italiano como para poder leer una novela-, pero una lista de las oficinas de las compañías de seguros europeas no exige ser licenciada en filología. Conteniendo la respiración, me lo llevé bajo la mortecina lámpara que había en el centro de la sala, donde me puse a leer con gran dificultad las minúsculas letras. No era fácil entender cómo estaba organizado el libro, con una luz tan mala y en una lengua que no conozco pero, al final, comprendí que agrupaba las oficinas por países y, dentro de ellos, por la cifra de sus activos.

En 1935 la mayor compañía en Suiza era Nesthorn, a la que seguían en importancia Swiss Re, Zurich Life, Winterer y un puñado de otras. Edelweiss ocupaba un puesto muy por debajo, pero había una nota a pie de página, escrita en una letra aún más diminuta. Incluso inclinando la página para verla bajo una luz diferente y manteniéndola tan cerca de mi nariz que estornudé media docena de veces, no conseguí desentrañar aquella letra tan pequeña. Miré hacia la entrada. Me pareció que la explotada factótum seguía embuchando cartas en sus sobres; sería una pena molestarla para preguntar si podía llevarme el libro prestado, así que lo metí en mi maletín, le di las gracias por su ayuda y le dije que, probablemente, volvería al día siguiente por la mañana.

– ¿A qué hora abre?

– Normalmente no suelo hacerlo antes de las diez, pero a veces el señor Irvine, que es el director ejecutivo, viene por las mañanas… Oh, Dios mío, mire su preciosa chaqueta. ¡Cómo lo siento! Aquí está todo tan sucio, pero es que estoy aquí yo sola y no tengo tiempo para quitarles el polvo a todos esos viejos libros.

– No importa -le dije de todo corazón-. Esto se quita.

Esperaba que así fuera, porque parecía como si alguien inexperto hubiese teñido de gris mi preciosa chaqueta de espiguilla de punto de seda.

Fui corriendo hasta mi coche y me dirigí a la oficina en medio de la insoportable lentitud del tráfico. Ya en mi escritorio utilicé una lupa para intentar descifrar lo mejor que pude aquella nota a pie de página en francés: la adquisición… reciente… de Edelweiss A. G. por parte de Nesthorn A. G., la compañía más importante de Suiza…, se reflejará el año próximo, cuando las cifras de Edelweiss no fuesen… ¿disponibles? Bueno, daba igual. Hasta ese momento… no sé qué, no sé qué, los resultados de la compañía… serían independientes.

O sea que había habido una fusión entre Nesthorn y Edelweiss y ahora la compañía se llamaba Edelweiss. No entendí esa parte, pero continué hasta el listado de las oficinas. Edelweiss tenía tres, una en Basilea, otra en Zurich y otra en Berna. Nesthorn tenía veintisiete. Dos de ellas en Viena, una en Praga, otra en Bratislava y tres en Berlín. Tenía también una oficina en París que hacía bastante negocio. La oficina de Viena, en la Porzellengasse, estaba a la cabeza de las veintisiete por cifra de negocio, con un volumen, en 1935, de casi el treinta por ciento más que cualquiera de sus competidoras más cercanas. ¿Habría sido ése el territorio que Ulrich Hoffman recorría en su bicicleta apuntando nombres con su caligrafía llena de florituras y haciendo un negocio fantástico entre las familias que estaban preocupadas por que las leyes antisemitas alemanas fuesen a afectarles también a ellos muy pronto?