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Se encogió de hombros.

– Posible. No aquí. Yo no sabe dónde ir ella y el señor. Yo en cama temprano. No como hoy, que viene mucha gente cenar.

Aquello fue la señal de que tenía que irme. Intenté darle una propina, pero la rechazó. Lamentaba lo de mi pendiente e iba a seguir buscándolo.

Cuando ya iba en el coche, vi a los niños que volvían de su paseo. Se estaban pegando, uno a cada lado de la niñera. Familias felices, como dijo Tolstoy.

Así que los Rossy no habían estado en casa el viernes por la noche. Pero eso no quería decir que hubieran estado en Hyde Park disparando a Howard Fepple. Sin embargo, podía imaginarme a Filuda llamándolo, diciéndole que se llamaba Connie Ingram, convenciéndolo de que le ponía cachonda. Podía imaginármela entrando en el edificio con él, junto a las parejas de padres que iban a la clase de Lamaze -y, tal vez, también su marido estaba allí, mezclado en el mismo grupo- y luego coqueteando con Fepple, ya sentado en su silla. Y Bertrand que entra en la oficina, le golpea en la nuca, y ella le mete el cañón de la SIG en la boca. Cuando la sangre y los trocitos de hueso salen disparados, ella se aparta de un salto y, luego, le coloca la pistola debajo de la silla. Es lista, pero no tanto como para acordarse de colocarle la mano en la pistola para que en el depósito de cadáveres encuentren residuos de pólvora.

Luego, Bertrand y ella registran la oficina, encuentran el expediente de Sommers y se marchan. Y ayer Fillida fue a la casa de Hoffman. ¿Cómo es que ella encontró las señas y yo no? Claro, fue a través de Ulrich. Ellos sabían su apellido y le estaban buscando. Estaban buscando los registros de las ventas de seguros de EdelweissNesthorn. La semana anterior, a Rossy debieron de salírsele los ojos de las órbitas cuando Connie Ingram le entregó la carpeta de Sommers en el despacho de Ralph. El agente que buscaba, Ulrich Hoffman, ¡en Chicago y debajo de sus propias narices! A lo mejor tardaron un poco en darse cuenta, pero después comprendieron que, aunque estuviera muerto, había muchas maneras de conseguir su dirección. Con guías de teléfonos antiguas, por ejemplo.

Podía ver cómo había sucedido todo. Pero ¿cómo iba a hacer para poder demostrarlo? Si yo fuese una mujer de mundo o tuviese tiempo suficiente, probablemente me habría dado cuenta de que habían recurrido a Ameritech para que allí les facilitaran guías telefónicas antiguas. La policía no había podido seguir la pista de la pistola que había matado a Fepple. Tal vez la amiga de Fillida, la mujer del diplomático italiano, había podido meterla en el país por valija. «Laura, querida, quiero llevarme mis pistolas y los estadounidenses se ponen tan pesados cuando se trata de armas… Ellos las llevan como nosotras llevamos un libro de bolsillo, pero a mí me harían la vida imposible rellenando formularios si intentara pasarlas por la aduana.»

Mientras iba conduciendo por Lake Shore Drive para ir a la cita con Durham, me sentí inquieta al pensar en Paul Hoffman en su cama del hospital. ¿Adonde iría Fillida un viernes por la tarde con su bolsa de gimnasia? ¿Haría gimnasia a esa hora del día o sería que llevaba una pistola en la bolsa para rematar el trabajo con Paul?

Cuando me detuve en un semáforo de la avenida Chicago, llamé al hospitaclass="underline" el teléfono de su habitación estaba bloqueado, así que no me podían conectar. Bien. Pregunté si podían decirme cómo estaba. Me dijeron que había empeorado.

En cuanto encontré un sitio donde aparcar, a unas pocas manzanas del bar, llamé a Tim Streeter a casa de Max. Max no había llegado todavía, porque Posner había vuelto al hospital y, aunque las manifestaciones habían sido menos virulentas, la junta directiva iba a reunirse a última hora para tratar el problema.

Tim se aburría. En realidad, ya no lo necesitaban. Si yo pudiera acercarle a Calia el collar de Ninshubur, estarían todos contentos.

– Ay, ese maldito collar -exclamé.

Le dije a Tim que, si no conseguía ir hasta Evanston por la noche, Calia tendría que conformarse con recibir el collar por correo cuando regresara a su casa. Le expliqué que en aquellos momentos me parecía mucho más importante la seguridad de Paul.

Él me dijo que hablaría con su hermano para ver si alguna de las mujeres de su equipo podía cuidar de Paul unos días, porque él necesitaba un descanso tras hacer de guardaespaldas: cuatro días con Calia habían hecho que se le pusiera el pelo prematuramente blanco.

Cuando terminamos de hablar, apoyé la cabeza sobre el volante, agotada. Estaban ocurriendo demasiadas cosas que no entendía ni podía controlar. ¿Adonde habría ido Lotty? Se había marchado enfadada la noche anterior, se había montado en su coche para ir a su casa y había desaparecido. Volví a marcar su número de teléfono y de nuevo salió su voz cortante en el contestador automático. «Lotty, por favor, si oyes mi mensaje, llámame. Estoy realmente preocupada.» Llamé a Evanston, con la intención de dejar un mensaje para Max, pero justo acababa de entrar por la puerta.

– Victoria, ¿sabes algo de Lotty? ¿No? Ha llamado la señora Coltrain para saber si habías podido entrar en su casa.

– ¡Maldita sea! Me he olvidado por completo de llamar a la señora Coltrain. Estoy metida en demasiadas cosas a la vez -le dije a Max. Le conté mi recorrido por el piso de Lotty de aquella mañana y le pedí que llamase a la señora Coltrain para que estuviera al corriente-. Si Lotty ha desaparecido por su propia voluntad, ¿cómo puede haberse marchado sin avisarnos? -añadí-. Tenía que haberse dado cuenta de que sus amigos nos íbamos a preocupar, y eso por no hablar de la señora Coltrain y de sus ayudantes en la clínica.

– Está totalmente desequilibrada -dijo Max-. Algo la ha desquiciado y sólo es capaz de pensar en su pequeño mundo, olvidándose del mundo más amplio en el que estamos sus amigos. Su comportamiento me…, me está empezando a asustar, Victoria. Estoy comenzando a considerar que pueda ser algún tipo de crisis postraumática de manifestación tardía, como si, tras pasar tantas décadas conteniéndola, ahora la estuviera asolando con la fuerza de un maremoto. Si recibes cualquier noticia de ella, llámame, no importa la hora que sea. Yo haré lo mismo.

Me reconfortaba saber que Max estaba tan preocupado como yo. La crisis postraumática es un diagnóstico al que se recurre tanto hoy en día que uno se olvida de lo seria y terrible que es. Si Max tenía razón, eso explicaría los nervios y el mal humor de Lotty últimamente y también su repentina desaparición. Hubiera deseado no enredarme tanto en la investigación: quería encontrarla ya. Quería consolarla, si estaba dentro de mis posibilidades. Quería que volviera a la vida, pero me asustaba darme cuenta de lo poco que podía ayudarla. No era una indovina. Y, como detective, iba avanzando lentamente entre arenas movedizas.

Salí del coche entumecida. Eran casi las seis y media; llegaba tarde a mi cita con el concejal. Fui calle arriba hacia el Golden Glow, que es lo más parecido que tengo a un club privado, aunque no es que sea privado pero, como he sido una asidua durante tantos años, ya me apuntan lo que tomo y lo pago a final de mes.

Sal Barthele, la dueña, me dirigió una sonrisa, pero no tuvo tiempo de acercarse para saludarme, porque la enorme barra de caoba, con forma de herradura, que sus hermanos y yo le ayudamos a rescatar del derribo de una mansión en Gold Coast hace unos diez años, estaba por completo abarrotada de clientes cansados y sedientos. La media docena de mesitas con lámparas estilo Tiffany estaban ocupadas. Eché una ojeada, pero no vi al concejal.

Durham entró justamente en el momento en que Jacqueline, la camarera, pasaba por mi lado con una bandeja llena. Me pasó un vaso de Etiqueta Negra sin aminorar el paso y siguió hasta una mesa donde sirvió ocho copas sin mirar siquiera la comanda. Tomé un buen trago del whisky, para alejar las preocupaciones sobre Lotty y prepararme para hablar con el concejal.

Jacqueline me vio dirigirme hacia la puerta para saludar a Durham, levantó un brazo y me hizo una seña, señalando la mesita del rincón. Efectivamente, nada más saludarme Durham, vi que las cinco mujeres que estaban allí sentadas se levantaban para marcharse. Para cuando el concejal y yo nos sentamos, la mitad del bar se había quedado vacío porque la gente se iba corriendo a montar en los trenes de las siete. Yo me preguntaba si el concejal había acudido con escolta y en aquel momento, cuando el bar se había vaciado, pude ver a dos jóvenes con las chaquetas típicas de los OJO, junto a la puerta de entrada.