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– ¿Así que puede tratarse de un empleado, de alguien que tenga algún resentimiento o de alguien a quien hayan sobornado? ¿O tal vez un ferviente militante de la organización del concejal Durham?

– Podría ser cualquiera de esas posibilidades o todas a la vez, pero yo no tengo ningún nombre que pueda sugerirle. De todos modos, en la compañía hay tres mil setecientas personas de color que ocupan puestos administrativos de nivel bajo o desempeñan trabajos secundarios. Están muy mal pagados, no ocupan cargos de supervisión y suelen recibir un trato claramente racista. Cualquiera de ellos podría ponerse lo suficientemente furioso como para emprender una acción de sabotaje pasivo.

Me puse de pie al tiempo que me preguntaba si habría algún miembro de la extensa familia Sommers que ocupara algún puesto administrativo de nivel bajo en Ajax. Le agradecí a Amy Blount por haber accedido a hablar conmigo y le dejé una tarjeta, por si se le ocurría alguna otra cosa. Cuando me acompañaba a la puerta, me detuve a mirar el cuadro de la mujer arrodillada. Tenía la cabeza inclinada sobre la canasta que estaba delante de ella; no se le veía la cara.

– Es una obra de Lois Mailou Jones -dijo la señorita Blount-. Ella también se negaba a ser una víctima.

Capítulo 14

La cinta de video

Aquella noche, cuando yacía en la oscuridad junto a Morrell, me invadió un desasosiego inútil e interminable por todo lo que me había sucedido durante el día. Mi mente saltaba -como una bolita de pinball- de Rhea Wiell al concejal Durham, enfureciéndome con él cada vez que pensaba en aquel panfleto que estaba repartiendo en la plaza frente a Ajax. Cuando apartaba aquel pensamiento, me venían a la mente las imágenes de Amy Blount y de Howard Fepple. También me abrumaba mi perenne preocupación por Lotty.

Cuando llegué a mí oficina, tras haber visitado a Amy Blount, me encontré con las copias del vídeo y las fotos de Paul Radbuka que me habían hecho en La Mirada Fija.

Había pasado una tarde tan larga luchando con Sommers y Fepple que me había olvidado totalmente de Radbuka. Al principio me quedé mirando el paquete, intentando recordar qué era lo que había encargado en La Mirada Fija. Cuando vi las fotografías con el rostro de Radbuka, me acordé que le había prometido a Lotty llevarle una copia del vídeo aquel día. Muerta de cansancio, estaba pensando que sería mejor dejarlo hasta que la viese en casa de Max el domingo, cuando sonó el teléfono.

– Victoria, estoy intentando ser educada pero ¿es que no has oído los mensajes que te he dejado esta tarde?

Le expliqué que todavía no había tenido tiempo de escuchar los mensajes.

– Dentro de quince minutos tengo que hablar con una periodista sobre las acusaciones que me ha lanzado Bull Durham, así que estoy intentando organizar mis ideas para que mis respuestas sean sucintas y sinceras.

– ¿Bull Durham? ¿El hombre que se ha manifestado contra la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto? No me digas que ahora está relacionado con Paul Radbuka…

Parpadeé sin poder creérmelo.

– No. Está relacionado con un caso en el que estoy trabajando. Un fraude de un seguro de vida en el que está implicada una familia del South Side.

– ¿Y eso es más importante que contestar a mis mensajes?

– ¡Lotty! -grité, indignada-. Hoy el concejal Durham ha estado repartiendo panfletos difamándome. Se ha manifestado en un espacio público insultándome por un megáfono. No creo que sea algo extraordinario que tenga que responder a un ataque así. Acabo de entrar en mi oficina hace cinco minutos y todavía no he escuchado los mensajes del contestador.

– Sí, ya lo veo -dijo-. Pero es que yo…, yo también necesito un poco de apoyo. Quiero ver el vídeo de ese hombre, Victoria. Quiero pensar que estás tratando de ayudarme. Que no vas a aban…, que no vas a olvidarte de nuestra…

Estaba al borde de la histeria y luchaba de tal forma con las palabras que se me revolvieron las tripas.

– Lotty, por favor, ¿cómo me voy a olvidar de nuestra amistad? ¿O a abandonarte? Voy para tu casa en cuanto termine la entrevista. ¿Te parece dentro de una hora?

Después de colgar me puse a escuchar los mensajes. Lotty me había llamado tres veces. Había una llamada de Beth Blacksin diciendo que le encantaría hablar conmigo pero que si podía ir yo al edificio del Global, puesto que estaba con muchísimo trabajo montando en vídeo todas las entrevistas y las manifestaciones de la jornada. Había estado con Murray Ryerson y él había quedado en acudir también al estudio. Pensé con nostalgia en el catre que tengo en el cuarto del fondo, pero recogí mis cosas, me subí a mi coche y volví al centro de la ciudad.

Beth estuvo grabándome veinte minutos mientras ella y Murray me acribillaban a preguntas. Tuve mucho cuidado de no implicar a mi cliente, pero dejé caer una y otra vez el nombre de Howard Fepple. Ya era hora de que alguien, aparte de mí, empezara a presionarlo. Beth estaba tan contenta de haber conseguido aquella nueva fuente de información exclusiva que compartió conmigo encantada lo que sabía, aunque ni ella ni Murray tenían la menor idea de quién le había pasado a Durham los datos sobre los Birnbaum.

– Sólo hablé treinta segundos con el concejal, que me dijo que era de dominio público -me contó Murray-. Hablé con el consejero legal de los Birnbaum y éste me dijo que es una versión distorsionada de una historia muy antigua. No conseguí hablar con la mujer que escribió la historia de Ajax, Amy Blount, pero alguien de Ajax me sugirió que había sido ella.

– Pues yo sí he hablado con ella -dije con aire de suficiencia-. Y apostaría todo mi dinero a que no ha sido ella. Tiene que ser otra persona de dentro de Ajax. O tal vez algún trabajador resentido dentro de la compañía de Birnbaum. ¿Habéis hablado con Bertrand Rossy? Supongo que debe de estar que echa chispas. Seguro que los suizos no están acostumbrados a las manifestaciones callejeras. Si Durham no me hubiese difamado, probablemente estaría muerta de risa con este asunto.

– ¿Te acuerdas de esa entrevista a Paul Radbuka que emitimos el miércoles? -dijo Beth, cambiando de tema hacia otro que a ella le interesaba personalmente-. Hemos recibido alrededor de ciento treinta correos electrónicos de gente que afirma conocer a su amiguita Miriam. Mi ayudante se está poniendo en contacto con ellos. La mayoría son desequilibrados que buscan su minuto de gloria, pero sería un golpe maestro si una de esas personas dijese la verdad. ¡Imagínate si llegamos a reunirlos y los sacamos al aire en directo!

– Espero que no saques todo eso al aire antes de tiempo -dije con tono cortante-. Porque puede acabar siendo sólo eso: aire.

– ¿Qué? -Beth me clavó los ojos-. ¿Crees que se ha inventado a su amiga? No, Vic, en eso te equivocas.

Murray, que había mantenido su metro noventa de altura recostado contra un mueble archivador, se irguió de golpe y empezó a acribillarme a preguntas: ¿Qué información secreta tenía sobre Paul Kadbuka? ¿Qué sabía de su amiguita Miriam? ¿Qué sabía sobre Rhea Wiell?

– No sé nada de todo eso -le dije-. No he hablado con ese tipo. Pero esta mañana conocí a Rhea Wiell.

– Pero ella no es una impostora, Vic -dijo Beth con tono cortante.

– Ya sé que no. No es una impostora ni una estafadora. Pero tiene una confianza tan ciega en sí misma que, no sé, no puedo explicarlo -acabé haciendo un esfuerzo inútil para explicar por qué aquel aire extasiado que tenía cuando hablaba de Paul Radbuka me había hecho sentirme tan incómoda-. Estoy de acuerdo en que parece imposible que puedan engatusar a alguien tan experimentado como Rhea Wiell. Pero…, bueno, supongo que no podré formarme una opinión hasta que no conozca a Radbuka -acabé por decir de manera poco convincente.