Выбрать главу

– Cuando lo hagas, creerás realmente en él -me prometió Beth.

Un minuto más tarde se marchó a montar en vídeo mis palabras para las noticias de las diez de la noche. Murray intentó convencerme de que fuéramos a tomarnos una copa.

– ¿Sabes una cosa, Warshawski? Trabajamos tan bien juntos que es una pena que no retomemos nuestras viejas costumbres.

– Ay, Murray, qué zalamero eres. Me doy cuenta de lo desesperado que estás por conseguir tu propia versión de este asunto. Pero esta noche no puedo quedarme, es vital que dentro de media hora esté en la casa de Lotty Herschel.

Me siguió por el pasillo hasta la cabina del guardia de seguridad, donde entregué mi pase.

– Pero ¿en cuál de las historias estás tú en realidad, Warshawski? ¿En la de Radbuka y Rhea Wiell? ¿O en la de Durham y la familia Sommers?

Levanté la mirada, con el ceño fruncido.

– En las dos. Ése es el problema. Que no puedo concentrarme totalmente en ninguna de ellas.

– Hoy por hoy Durham es el político más hábil de la ciudad junto con el alcalde. Ten cuidado cuando te metas con él. Saluda a la doctora de mi parte, ¿de acuerdo? -me apretó el hombro con cariño y se alejó por el pasillo.

Conozco a Lotty Herschel desde mi época de estudiante en la Universidad de Chicago. Yo era entonces una chica de familia obrera rodeada de universitarios de un nivel social más alto y me sentía un poco fuera de lugar. Ella estaba de consejera médica en una clínica clandestina donde se hacían abortos y en la que yo trabajaba como voluntaria. Me acogió bajo su manto y me proporcionó las pautas sociales que había perdido cuando me quedé sin madre, ayudándome a no apartarme del buen camino en aquella época de drogas y protestas violentas, sacando tiempo de una agenda apretadísima para aplaudir mis triunfos y consolarme en mis fracasos. Incluso hasta fue a verme jugar algún partido de baloncesto en la universidad, lo cual demostraba lo buena amiga que era, ya que todos los deportes la aburrían sobremanera. Pero, como yo pude estudiar gracias a una beca deportiva, ella me daba ánimos para que me esforzase todo lo posible en ese campo. Y si ahora era Lotty la que se estaba derrumbando, si le estaba ocurriendo algo horrible… No podía ni siquiera pensarlo de tanto miedo como me daba.

Hacía poco se había mudado a una torre de apartamentos frente al lago, a uno de esos preciosos edificios antiguos desde donde se puede ver salir el sol desde el agua, sin más interferencia que la avenida que rodea el lago y una franja del parque. Antes vivía en un edificio de apartamentos de dos plantas que quedaba cerca de su consulta, situada en un local comercial. Su única concesión a la vejez fue vender su apartamento en un barrio lleno de delincuentes y drogadictos. Max y yo sentimos un gran alivio al verla mudarse a un edificio con garaje.

Eran apenas las ocho cuando le entregué mi coche al portero de su edificio para que me lo aparcara. La jornada se había estirado tanto que me parecía que ya habíamos cruzado al otro lado de la oscuridad y estábamos a punto de empezar un nuevo día.

Cuando salí del ascensor, Lotty me estaba esperando en el vestíbulo, haciendo un gran esfuerzo por mantener la compostura. Estiré el brazo para entregarle el sobre con las fotos y el vídeo y, en lugar de arrancármelos de las manos, me invitó a pasar al salón y me ofreció una copa. Cuando dije que sólo quería agua, siguió sin prestarle atención al sobre e intentó hacer una broma, diciéndome que debía de estar enferma si prefería agua en lugar de whisky. Sonreí, pero me preocuparon los cercos oscuros debajo de sus ojos. No hice ningún comentario sobre su aspecto sino que, cuando se volvió para dirigirse a la cocina, le pedí si podía traerme un pedazo de queso o una fruta.

Entonces pareció fijarse en mí por primera vez.

– ¿No has comido? Estás agotada, lo noto por las arrugas de tu cara. Quédate aquí. Te prepararé algo.

Aquella actitud se parecía más a su forma intempestiva de ser. Sintiéndome ya un poco más tranquila, me hundí en el sofá y me quedé adormilada hasta que regresó con una bandeja. Pollo frío, zanahoria cortada en palitos, una pequeña ensalada y unas rebanadas del contundente pan ucraniano que le preparaba una enfermera del hospital. Me contuve para no saltar sobre la comida como uno de mis perros.

Lotty me observó mientras comía, como si estuviera haciendo un ejercicio de voluntad para mantener los ojos apartados del sobre. Su conversación era bastante dispersa: me preguntó si al final me iría de fin de semana con Morrell, si nos daría tiempo a volver para el concierto del domingo por la tarde, dijo que Max esperaba que después fuesen a su casa unas cuarenta o cincuenta personas, pero que él -y especialmente Calia- me echarían de menos si no iba.

Interrumpí aquella cháchara de repente.

– Lotty, ¿te da miedo mirar las fotos por lo que puedas encontrar en ellas o por lo que no vayas a encontrar?

Apenas si me sonrió.

– Muy sagaz, querida. Supongo que un poco de las dos cosas. Pero creo que estoy lista para verlo si pones el vídeo. Max ya me advirtió que el hombre no es nada atractivo.

Fuimos al cuarto del fondo, que ella usa para ver la televisión, y puse el vídeo en el aparato. Me fijé en Lotty, pero tenía tanto miedo reflejado en su rostro que casi no podía soportar mirarla. Clavé la mirada en Paul Radbuka mientras contaba sus pesadillas y lloraba de un modo desgarrador por su amiga de la infancia. Cuando lo vimos todo, incluyendo el trozo de Explorando Chicago en el que aparecían Rhea Wiell y Arnold Praeger, Lotty me pidió, con un hilo de voz, que volviese a poner la entrevista de Radbuka.

Se la pasé dos veces más, pero, cuando me pidió que la pusiera una tercera vez, me negué. Estaba pálida de tanta tensión.

– ¿Por qué te torturas con todo esto, Lotty?

– Yo… Es todo muy difícil -aunque yo estaba sentada en el suelo, junto a su sillón, casi no podía entender lo que decía-. Hay algo que me resulta conocido en lo que dice. Sólo que no puedo pensar, porque… No puedo pensar. Odio todo esto. Odio ver cosas que me paralizan la mente. ¿Tú crees que su historia es cierta?

Hice un gesto de desconcierto.

– La entiendo, pero habla de algo tan lejano a lo que yo espero de la vida que mi mente la rechaza. Ayer conocí a la psicóloga, no, ha sido hoy. Aunque me parece que fue hace mucho tiempo. Creo que es una profesional auténtica pero, bueno, un poco fanática. Una obsesa con su trabajo y en particular con ese tipo. Le dije que quería entrevistar a Radbuka para ver si estaba emparentado con esas personas que tú y Max conocéis, pero ella no quiso ponerme en contacto con él. Y tampoco aparece en la guía telefónica como Paul Radbuka ni como Paul Ulrich, así que voy a mandar a Mary Louise a que visite a todos los Ulrich de Chicago. Puede que todavía siga viviendo en casa de su padre o quizá algún vecino lo reconozca al ver la foto. No sabemos el nombre de pila de su padre.

– ¿Qué edad te parece que tiene? -me preguntó Lotty de repente.

– ¿Te refieres a que si tiene una edad como para haber vivido la experiencia que cuenta? Tú puedes juzgar eso mejor que yo, pero, de todos modos, sería más fácil de responder si le viésemos en persona.

Saqué las fotos del sobre y sostuve las tres tomas diferentes de forma que les diese bien la luz. Lotty las miró durante un rato largo pero, al final, movió la cabeza de un lado a otro con gesto de impotencia.

– ¿Por qué pensé que habría algo evidente que me saltaría a la vista? Es lo que me dijo Max. Después de todo, los parecidos suelen tener que ver con la expresión y aquí no tenemos más que unas fotos y, además, son fotos sacadas de una película. Tendría que ver al hombre, e incluso así… Después de todo, estoy intentando comparar la cara de un adulto con el recuerdo que tiene un niño de alguien que era muchísimo más joven de lo que es este hombre.