– Yo no me he traído el ordenador portátil para no caer en la tentación de mandar correos electrónicos a Médicos para la Humanidad. Así que tú también podrás mantenerte alejada durante este tiempo de un agente de seguros que parece ser un tipo repugnante, Vic -dijo Morrell, sacándome del bolso mi juego de ganzúas y metiéndoselas en un bolsillo de sus vaqueros-. Y, además, no quiero ser cómplice de esos métodos tuyos nada ortodoxos para obtener información.
A pesar de mi enfado momentáneo, no tuve más remedio que soltar una carcajada. Después de todo, por qué iba a estropear los pocos días que me quedaban con Morrell preocupándome por un gusano como Fepple. Decidí que tampoco me preocuparía por los periódicos de la mañana que había metido en el bolso sin hojearlos siquiera: no necesitaba para nada que me subiera la tensión arterial viendo cómo se metía conmigo Bull Durham en la prensa.
Me resultaba más difícil dejar de lado mi preocupación por Lotty, pero la prohibición de preocuparnos del trabajo no incluía los problemas de los amigos. Intenté explicarle a Morrell lo angustiada que estaba Lotty. Me escuchó mientras yo iba conduciendo, pero no pudo ofrecerme mucha ayuda para descifrar lo que había detrás de sus atormentadas palabras.
– Lotty perdió a su familia en la guerra, ¿verdad?
– A todos menos a Hugo, su hermano menor, que fue a Inglaterra con ella. Ahora vive en Montreal. Tiene una pequeña cadena de elegantes boutiques en Montreal y Toronto. Y a su tío Stephan, que creo que era hermano de su abuelo y que se vino a Chicago en los años veinte. Se pasó la mayor parte de la guerra como huésped del gobierno federal en la penitenciaría de Fort Leavenworth. Por falsificación -añadí adelantándome a la pregunta que iba a formularme Morrell-. Era un grabador que se enamoró de la cara de Andrew Jackson que sale en los billetes, pero que pasó por alto algún detallito, así que no formó parte de la infancia de Lotty.
– Entonces, no tendría más de nueve o diez años cuando vio a su madre por última vez. No es de extrañar que los recuerdos de esa época sean tan dolorosos para ella. ¿No me habías dicho que ese tal Radbuka había muerto?
– Ese o ésa, Lotty no me ha dicho si era un hombre o una mujer, pero lo que sí me dijo fue que esa persona ya no existe -me quedé pensando en aquello-. ¡Qué frase tan rara! «Esa persona ya no existe.» Puede significar varias cosas: que la persona ha muerto, que la persona ha cambiado de identidad o, tal vez, que una persona a quien amaba o que pensaba que la amaba la había traicionado y, por tanto, ese ser a quien amaba no había existido nunca en realidad.
– Entonces su dolor estaría causado porque le recuerda una segunda pérdida. Deja de andar haciendo averiguaciones, Vic. Que te lo cuente ella cuando se sienta lo suficientemente fuerte para hacerlo.
Mantuve la mirada fija en la carretera.
– ¿Y si no me lo cuenta nunca?
Morrell se inclinó para secarme una lágrima de la mejilla.
– Eso no querría decir que tú le hubieras fallado como amiga. De lo que se trata aquí es de sus demonios internos, no de tu culpa.
No hablé mucho durante el resto del viaje. íbamos a un lugar a unos ciento sesenta kilómetros de Chicago, rodeando la parte inferior de la U que forma el lago Michigan. Dejé que el runrún del coche y la carretera ocuparan mi mente.
Morrell había reservado habitación en un agradable hostal de piedra con vistas al lago. Después de registrarnos, dimos un largo paseo por la playa. Era difícil de creer que aquél fuese el mismo lago que bordeaba Chicago. Las largas franjas de dunas, vacías de todo lo que no fueran pájaros y matas de hierba, conformaban un mundo muy diferente al del ruido incesante y la mugre de la ciudad.
Tres semanas después del Día del Trabajo teníamos toda la vista del lago para nosotros solos. Sentir el viento en el pelo y hacer que la arena cristalina de la playa cantase al rozar contra ella mis pies desnudos me proporcionaba un refugio de paz. Noté cómo se me iban borrando de la frente y de las mejillas las arrugas provocadas por la tensión.
– Morrell, me va a ser muy difícil vivir sin ti los próximos meses. Ya sé que ese viaje es muy apetecible y que estás ansioso por hacerlo. No te lo reprocho, pero para mí va a ser muy difícil, especialmente ahora, no tenerte conmigo.
– También va a ser difícil para mí, pepaiola -dijo atrayéndome hacia él-. Me vuelves loco y me haces estornudar con tus agudos comentarios.
En una ocasión le había contado a Morrell que mi padre nos llamaba así a mi madre y a mí, con ese término italiano que era una de las pocas palabras que había aprendido de mi madre. Molinillo de pimienta. ¡Ay, mis dos pepaiolel, solía decir, fingiendo que estornudaba cuando le volvíamos loco para que hiciera algo. Me estáis poniendo la nariz roja como un tomate. Vale, vale, haré lo que queráis con tal de que no me estropeéis la nariz. De pequeña, yo me moría de risa con sus falsos estornudos.
– Ah, con que pepaiola… ¡Pues ahora sí que vas a estornudar! -le dije tirándole un puñado de arena y echando a correr por la playa.
Morrell se puso a correr detrás de mí para agarrarme, algo que no hace normalmente porque no le gusta correr y, además, porque yo soy más rápida. Así que aminoré la velocidad para que me alcanzara. Pasamos el resto del día evitando los temas espinosos, entre ellos el de su inminente partida. El aire era frío, pero el agua del lago aún estaba tibia. Nadamos desnudos en medio de la oscuridad y, luego, abrazados bajo una manta sobre la arena, hicimos el amor con Andrómeda sobre nuestras cabezas y Orion, el cazador, mi talismán, asomando por el este con su cinturón tan cercano que parecía que podíamos arrancarlo del cielo. El domingo a mediodía, de bastante mala gana, nos pusimos ropa elegante y nos metimos en el coche para volver a tiempo de asistir al último concierto del Cellini Ensamble en Chicago.
Cuando paramos a echar gasolina cerca de la entrada de la autopista, dimos por finalizado oficialmente el fin de semana, así que compré los periódicos dominicales. La manifestación de Durham encabezaba tanto la sección de noticias locales como la página de opinión del Herald Star. Me alegré de comprobar que mi entrevista con Beth Blacksin y con Murray había logrado que Durham echase marcha atrás en sus ataques contra mí.
El señor Durham ha retirado una de sus acusaciones, la de que la investigadora privada V. I. Warshawski se había enfrentado a una mujer que acababa de perder a su marido durante la celebración del funeral. «Los que me informaron estaban comprensiblemente afectados ante la terrible falta de humanidad de una compañía de seguros que se negó a cumplir el compromiso adquirido de pagar el entierro de un ser querido; con el nerviosismo pueden haber malinterpretado el papel de la señora Warshawski en este caso.»
– ¿Pueden haber malinterpretado? ¿Es que no puede admitir simple y llanamente que estaba equivocado? -pregunté a Morrell con un gruñido.
Murray había añadido algunas frases más en las que explicaba que mis investigaciones estaban suscitando algunas dudas sobre el papel que habían representado en todo aquello la Agencia de Seguros Midway y la Compañía de Seguros Ajax; que el propietario de Midway, Howard Fepple, no había contestado a los mensajes que se le dejaban en su contestador automático; que un portavoz de Ajax había dicho que la compañía había descubierto una solicitud de pago por defunción fraudulenta que se había presentado hacía diez años y que estaban intentando aclarar cómo había podido ocurrir aquello.