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En la página de opinión había un artículo del presidente de la Asociación de Compañías de Seguros de Illinois. Se lo leí a Morrell en voz alta.

Imagínense que van a Berlín, la capital de Alemania, y que se encuentran con un enorme museo dedicado a los horrores de tres siglos de esclavitud de los negros en Estados Unidos. Después, imagínense que Frankfurt, Munich, Colonia y Bonn tienen también ese mismo tipo de museos, pero más pequeños. Eso sería exactamente igual que si en Estados Unidos se erigieran museos sobre el Holocausto e ignorasen totalmente las atrocidades que se cometieron aquí contra los negros o contra los indios.

Y, ahora, supongan que en Alemania se aprobase una ley que impidiera a toda compañía estadounidense que hubiera obtenido algún beneficio a costa de la esclavitud ejercer su actividad en Europa. Eso es lo que Illinois pretende hacer con las compañías alemanas. El pasado es un asunto complicado. Nadie tiene las manos limpias, pero si tuviéramos que detenernos cada diez minutos a lavárnoslas, antes de poder vender automóviles, productos químicos o seguros, el comercio acabaría estancándose.

– Etcétera, etcétera, Lotty no es la única en querer enterrar el pasado. Demasiado fácil, en cierto modo. Morrell hizo una mueca.

– Sí -dijo-, todo eso que dice hace que parezca un liberal de buen corazón preocupado por los afroamericanos y por los indios, cuando, en realidad, lo único que pretende es impedir que se inspeccionen los archivos de los seguros de vida para ver cuántas pólizas se niegan a pagar las compañías aseguradoras de Illinois.

– Claro, y la familia Sommers suscribió una póliza que no puede cobrar. Aunque, no creo que fuese la compañía de seguros la que cometió el fraude, sino el agente. Me gustaría ver los ficheros de Fepple.

– Hoy no, señorita Warshawski. No te voy a devolver tus ganzúas hasta que esté a punto de subir al 777 el martes.

Me reí y me zambullí en la sección de deportes. Los Cubs habían descendido tanto en su caída libre que tendrían que enviarles la lanzadera espacial para que pudieran volver a la Liga Nacional. Por otra parte, a los Sox les iba muy bien. Habían alcanzado los mejores resultados de la Liga, que ya entraba en la última semana de la temporada. Aunque los expertos decían que quedarían eliminados en la primera ronda de las finales, aquello seguía siendo un hecho sorprendente en el panorama deportivo de Chicago.

Llegamos al Orchestra Hall unos segundos antes de que los acomodadores cerraran las puertas. Michael Loewenthal había dejado las entradas para Morrell y para mí en la taquilla. En el palco nos reunimos con Agnes y Calia Loewenthal. Calia tenía un aire angelical con su vestido de nido de abeja blanco bordado con rosas doradas. Su muñeca y su perrito de peluche, con unas cintas doradas a juego, estaban en la silla que había a su lado.

– ¿Dónde están Lotty y Max? -pregunté en un susurro mientras los músicos salían al escenario.

– Max se está preparando para la fiesta. Lotty fue a ayudarle y acabó discutiendo terriblemente con él y con Cari. No tiene buen aspecto. Ni siquiera sé si va a quedarse a la fiesta.

– ¡Chisst!, ¡mami, tía Vicory! No se puede hablar cuando papá toca en público -nos dijo Calia mirándonos muy seria.

En su corta vida había oído cientos de veces que aquello era un pecado. Agnes y yo obedecimos, pero la preocupación por Lotty volvió a adueñarse de mi mente. Además, si había tenido una bronca monumental con Max, no me apetecía nada ir a la fiesta.

Cuando los músicos se instalaron ante sus atriles, con aquellos atuendos formales que les otorgaban un aire tan distante, me parecieron unos extraños en vez de unos amigos. Durante unos momentos deseé no haber asistido al concierto, pero una vez que comenzó a sonar la música, con aquel lirismo controlado que definía el estilo de Cari, se me aflojaron los nudos de tensión. En un trío de Schubert la riqueza interpretativa de Michael Loewenthal y la intimidad que parecía sentir -con su violonchelo y sus compañeros- hizo que me invadiera el dolor de la nostalgia. Morrell me sujetó los dedos y me los apretó con suavidad: la lejanía no iba a separarnos.

Durante el intermedio le pregunté a Agnes si sabía por qué se habían estado peleando Lotty y Max.

Negó con la cabeza.

– Michael dice que se han pasado todo el verano discutiendo por esa conferencia sobre los judíos en la que ha participado Max. Ahora parece que se pelean sobre un hombre al que Max conoció allí el viernes o al que oyó hablar o algo así, pero la verdad es que yo estaba intentando que Calia se estuviera quieta mientras le ponía las cintas del pelo y no presté mucha atención.

Después del concierto, Agnes nos pidió si podíamos llevarnos a Calia en el coche con nosotros hasta Evanston.

– Se ha portado tan bien, ahí sentadita como una princesa durante tres horas que, cuanto antes pueda desahogarse y ponerse a jugar, mejor. A mí me gustaría quedarme hasta que Michael esté listo para salir.

El comportamiento angelical de Calia se esfumó tan pronto salimos del Orchestra Hall. Se puso a correr gritando calle abajo, quitándose las cintas del pelo e incluso tirando a Ninshubur, su perrito de peluche. Antes de que pudiera cruzar la calle en su alocada carrera, la agarré y me la subí en brazos.

– No soy un bebé. No tienes que llevarme en brazos -me dijo a gritos.

– Claro que no lo eres. Ningún bebé es tan pesado -le contesté jadeando por el esfuerzo de bajar con ella las escaleras que llevaban al aparcamiento. Morrell empezó a reírse de nosotras dos y a Calia le entró de pronto un aire de dignidad ofendida.

– Estoy muy enfadada con su comportamiento -dijo, cruzando los brazos, como si fuera el eco de su madre.

– Ya somos dos -murmuré bajándola al suelo.

Morrell la subió al coche y con mucha solemnidad le devolvió a Ninshubur. Calia se negó a dejarme ponerle el cinturón, pero decidió que Morrell era su aliado y, cuando él se inclinó para hacerlo, dejó de retorcerse. Mientras íbamos hacia la casa de Max, se puso a regañar a su muñeca como si me estuviese regañando a mí. «Eres una niña muy mala. Has cogido a Ninshubur cuando estaba corriendo y le has bajado las escaleras en brazos. Ninshubur no es un bebé. Tiene que correr y desahogarse.» Lógicamente, hizo que me olvidara de todas mis preocupaciones. Tal vez ésa fuera una buena razón para tener hijos: no te dejan energía para preocuparte de ninguna otra cosa.

Cuando llegamos a casa de Max, había varios coches aparcados junto a la puerta, entre los que estaba el Infiniti verde oscuro de Lotty con los parachoques abollados, testigos elocuentes de su imperioso modo de circular por las calles. No había aprendido a conducir hasta que llegó a Chicago, a los treinta años y, por lo que se ve, debió de enseñarle algún maniquí de los que se usan en los bancos de pruebas de la Agencia Nacional para la Seguridad en los Automóviles. Pensé que, si se había quedado a la fiesta, debía de ser que había arreglado sus diferencias con Max.

Nos abrió la puerta un joven de esmoquin. Calia echó a correr por el recibidor llamando a gritos a su abuelo. Fuimos tras ella, aunque más lentamente, y vimos a otros dos camareros que estaban doblando servilletas en el salón. Max había mandado colocar una serie de mesitas bajas por allí y en la sala de al lado, de modo que la gente pudiera cenar sentada.

Lotty estaba de espaldas a la puerta envolviendo tenedores en servilletitas y colocándolos sobre un aparador. A juzgar por lo rígido de su postura, aún seguía enfadada. Pasamos de largo sin decir nada.

– No parece tener el mejor humor para una fiesta -dije por lo bajo.

– Podemos felicitar a Cari e irnos pronto -dijo Morrell, que estaba de acuerdo conmigo.

Encontramos a Max en la cocina hablando con el ama de llaves sobre cómo organizarse durante la fiesta. Calia corrió a tirarle de la manga. El la levantó en volandas y la sentó en la encimera, pero sin dejar su conversación con la señora Squires. Max ha sido administrador durante muchos años y sabe que nunca se logra acabar nada si se toleran interrupciones.