– ¿Qué le pasa a Lotty? -le pregunté cuando terminó de hablar con la señora Squires.
– Ah, tiene un berrinche. No hay que prestarle mucha atención -contestó quitándole importancia.
– No tendrá nada que ver con el asunto de Radbuka, ¿verdad? -le pregunté frunciendo el ceño.
– ¡Opa, Opa! -gritó Calia-, he estado callada todo el rato, pero tía Vicory y mami han hablado y, luego, tía Vicory ha sido muy mala y me ha hecho mucho daño en la tripita cuando me llevaba en brazos por las escaleras.
– ¡Qué horrible, Püppchenl -murmuró Max, acariciándole el pelo. Luego, dirigiéndose a mí, añadió-: Lotty y yo hemos acordado dejar a un lado nuestras diferencias por esta noche, así que no voy a violar el concordato exponiéndote mis puntos de vista.
Uno de los camareros entró en la cocina acompañando a una joven con pantalones vaqueros. Max nos la presentó diciendo que era Lindsey, una estudiante que iba a ocuparse de entretener a los más pequeños. Cuando le dije a Calia que iba a subir con ella para ayudarla a cambiarse de ropa para ir a jugar, me contestó muy desdeñosa que aquélla era una fiesta de gala y que, por tanto, tenía que seguir vestida con su traje de fiesta, pero consintió en irse con Lindsey al jardín.
Lotty apareció en la cocina, nos saludó a Morrell y a mí con un leve movimiento de cabeza, como si fuera una princesa, y dijo que iba a subir a cambiarse. A pesar de aquel aire prepotente, era un alivio verla tan imperiosa en vez de toda angustiada. Volvió a aparecer, enfundada en un vestido largo con una chaqueta de seda carmesí, casi al mismo tiempo en que empezaron a llegar los demás invitados.
Don Strzepek llegó desde casa de Morrell, llevando, por una vez, una camisa bien planchada. Max no había puesto el menor inconveniente en incluir entre sus invitados al viejo amigo de Morrell. Los músicos aparecieron todos juntos. Tres o cuatro tenían niños de una edad aproximada a la de Calia; la sonriente Lindsey los reunió a todos y se los llevó escaleras arriba para que vieran unos vídeos y comieran pizza. Cari había cambiado el frac por unos pantalones y un suéter fino. Tenía los ojos brillantes de alegría, satisfecho consigo mismo, con el concierto y con la presencia de tantos amigos; el tempo de la fiesta se fue animando gracias a la fuerza de su personalidad. Hasta Lotty estaba más relajada y riéndose en un rincón con el contrabajo del Cellini Ensemble.
Yo me encontré hablando sobre la arquitectura de Chicago con el primer profesor de chelo que había tenido Michael. Mientras tomábamos un vino y unos cuadraditos pequeños de polenta con queso de cabra, el representante del grupo Cellini dijo que los sentimientos antiamericanos que había en Francia se asemejaban a los sentimientos contra Roma en la antigua Galia. Cerca del piano, Morrell estaba inmerso en una de esas controversias políticas que tanto le gustan. Habíamos olvidado la idea de marcharnos pronto.
A eso de las nueve, cuando los demás invitados habían pasado a la parte de atrás para cenar, sonó el timbre de la puerta. Yo me había entretenido un poco en la terraza acristalada escuchando un disco de Rosa Ponseüe cantando Harnero, saro constante. Era una de las arias favoritas de mi madre y quise escucharla hasta el final. El timbre volvió a sonar mientras cruzaba el recibidor, ya vacío, para reunirme con el resto de los invitados. Aparentemente los camareros estaban demasiado ocupados sirviendo la cena como para acudir a abrir. Me dirigí hacia la pesada puerta de madera de doble hoja.
Cuando vi aquella figura en el umbral, se me cortó la respiración. El pelo ensortijado le escaseaba por las sienes, pero a pesar de las canas y de las arrugas que le rodeaban la boca, su rostro tenía una especie de aire infantil. Las fotografías que yo había estado mirando mostraban a un hombre crispado por la angustia, pero incluso con las mejillas dibujando una sonrisa, con una mezcla de timidez y ansiedad, Paul Radbuka era inconfundible.
Capítulo 16
Problemas de relación
Paseó la mirada por el recibidor con una especie de expectación nerviosa, como quien se presenta demasiado pronto a una audición.
– ¿Es usted la señora Loewenthal? ¿O, tal vez, una hija suya?
– Señor Radbuka… ¿O es usted el señor Ulrich? ¿Quién le ha invitado a venir aquí? -en mí fuero interno me preguntaba, desconcertada, si aquélla habría sido la causa de la pelea entre Lotty y Max, si Max habría encontrado la dirección de aquel tipo y le habría invitado a ir a su casa mientras Cari aún estaba en la ciudad, y Lotty, con su temor a revivir el pasado, se habría opuesto enérgicamente.
– No, no, yo nunca me he llamado Ulrich, ése era el nombre de quien decía ser mi padre. Yo soy Paul Radbuka. ¿Es usted pariente mía?
– ¿Por qué ha venido usted aquí? ¿Quién le ha invitado? -repetí.
– Nadie. He venido por iniciativa propia, porque Rhea Wiell me contó que algunas personas que conocen a mi familia, o que pueden ser familiares míos, se marchan mañana de Chicago.
– Cuando estuve hablando con Rhea Wiell el viernes por la tarde me dijo que usted no sabía de la existencia de otros Radbuka y que iba a ver qué opinaba usted de tener un posible encuentro con ellos.
– ¡Ah! O sea que usted estuvo con Rhea. ¿Es usted quien quiere escribir mi historia?
– Soy V. I. Warshawski, la investigadora privada que estuvo hablando con ella sobre la posibilidad de tener una reunión con usted -sabía que estaba comportándome fríamente, pero su inesperada aparición me había cogido desprevenida.
– Ah, ya sé, la detective que fue a verla cuando estuvo hablando con el editor. Entonces, es usted la amiga de unos familiares míos que sobrevivieron.
– No -le dije con tono cortante, intentando que se tranquilizara-. Tengo amigos que pueden haber conocido a alguna persona de la familia Radbuka. Si esa persona es familiar suyo o no depende de toda una serie de detalles en los que no podemos entrar ahora. ¿Por qué no…?
Me interrumpió. Su sonrisa expectante había dejado paso a un gesto de ira.
– Quiero conocer a cualquier persona que pueda ser pariente mío. Pero no con tantas precauciones, teniendo que recurrir a usted para averiguar quiénes son esos otros Radbuka, mirando a ver si pueden ser realmente parientes míos o si tienen ganas de conocerme. Eso nos podría llevar meses o, incluso, años… Yo no puedo esperar todo ese tiempo.
– Así que se ha puesto usted a rezar y el Señor le ha guiado a la casa del señor Loewenthal, ¿no? -le dije.
Sus mejillas se tiñeron de rojo.
– Noto en usted cierto sarcasmo que no tiene razón de ser. Me enteré por Rhea de que Max Loewenthal estaba interesado en encontrarme, que tenía un amigo músico que conocía a mi familia y que ese músico sólo iba a estar aquí hasta mañana. Cuando me dijo que Max o su amigo pensaban que podían conocer a alguien de mi familia, comprendí la verdad: que Max o su amigo el músico podían ser los parientes que ando buscando. Que se estén escudando tras la invención de que tienen un amigo es algo muy común en personas que temen que se reconozca su identidad. Comprendí que era yo quien tenía que tomar la iniciativa y venir hasta aquí para vencer sus temores a ser descubiertos. Así que miré en el periódico y vi que el grupo Cellini de Londres estaba en Chicago y que hoy era su último concierto, vi que el que tocaba el violonchelo se apellidaba Loewenthal y comprendí que tenía que ser pariente de Max.
– ¿Rhea le dio a usted el nombre del señor Loewenthal? -le pregunté, furiosa de que hubiese violado la intimidad de Max.
Puso una sonrisa de suficiencia.
– Creo que Rhea dejó meridianamente claro que quería que yo me enterase, porque había escrito el nombre de Max junto al mío en su agenda. Por eso tengo la certeza de que existe algún vínculo entre Max y yo.