– Esta noche debe de haber algo melodramático flotando en el aire -dijo Lotty tratando, sin conseguirlo, de comportarse como era habitual en ella-. Nunca en mi vida me había ocurrido esto. ¿Quién trajo a ese hombre tan insólito? No has sido tú, ¿verdad, Vic?
– Se trajo a sí mismo -le contesté-. Tiene la habilidad de una anguila para colarse en cualquier lugar, incluyendo el hospital, en el que algún imbécil de administración le dio la dirección particular de Max.
Morrell carraspeó a modo de advertencia, señalando con la cabeza la zona en sombra que había al otro lado de la habitación. Allí estaba Paul Radbuka, justo al borde del círculo de luz que proyectaba una lámpara de pie. Se acercó a toda prisa para mirar a Lotty.
– ¿Ya se encuentra mejor? ¿Le apetece que hablemos? Me parece que usted conoce a Sofie Radbuka. ¿Quién es? ¿Cómo puedo encontrarla? Tiene que estar emparentada conmigo en algún grado.
– Creía que la persona que usted estaba buscando se llamaba Miriam.
A pesar de que le temblaban las manos, Lotty se repuso lo suficiente como para adoptar su aire de «princesa austríaca».
– Sí, Miriam, sí. Deseo tanto encontrarla… Pero Sofie Radbuka es un nombre que me han puesto delante como se pone una zanahoria ante un burro, haciéndome creer que alguno de mis parientes está aún vivo en alguna parte. Sólo que ahora me han quitado la zanahoria. Pero estoy seguro de que usted la conoce, ¿por qué, si no, iba usted a haberse desmayado al oír su nombre?
Era una pregunta cuya respuesta también yo hubiera querido oír, pero no delante de aquel tipo.
Lotty alzó las cejas con altanería.
– Lo que yo haga o deje de hacer es algo que a usted no le concierne. Por el tremendo alboroto que ha organizado en el recibidor, he podido deducir que ha venido usted a esta casa para saber si el señor Loewenthal o el señor Tisov eran parientes suyos. Ahora que ya ha logrado crear una gran conmoción, tal vez tenga la bondad de darle su teléfono a la señora Warshawski y dejarnos en paz de una vez.
Radbuka volvió a adelantar el labio inferior, pero, antes de que pudiera cerrarse en banda, Morrell intervino.
– Voy a llevar a Radbuka al estudio de Max, como Victoria intentó hace una hora. Max y Cari subirán luego, si pueden.
Don, que había estado sentado sin decir nada, en un segundo plano, se levantó en ese momento.
– Muy bien. Vamos, muchacho, que la doctora Herschel necesita descansar.
Lo rodeó con un brazo, Morrell lo agarró por el otro y se llevaron al pobre Radbuka hacia la puerta, con la cabeza gacha asomando de su chaqueta excesivamente grande y una expresión de incrédula amargura en el rostro que le asemejaba a un payaso de circo.
Cuando ya se habían marchado, me volví hacia Lotty.
– ¿Quién era Sofie Radbuka?
– Nadie que yo conozca -me contestó mirándome con frialdad.
– Y, entonces, ¿por qué al oír su nombre te desmayaste?
– No me he desmayado. Tropecé con el borde de la alfombra y…
– Lotty, si no quieres decírmelo, cállatelo, pero, por favor, no me cuentes una mentira tan burda.
Se mordió los labios y giró el rostro.
– Ha habido demasiadas emociones hoy en esta casa. Primero, Max y Cari se ponen furiosos conmigo y, después, se presenta el mismísimo tipo en persona. No necesito que tú también te enfades conmigo.
Me senté en la mesa de mimbre que estaba frente al sofá.
– No estoy enfadada pero, por casualidad, me encontraba sola en el recibidor cuando ese hombre apareció por la puerta y, después de diez minutos con él, la cabeza me daba más vueltas que un hulahoop. Si luego tú te desmayas, o estás a punto de desmayarte, y dices que no pasa nada, soy yo la que siente un vértigo aún mayor. No estoy aquí para criticar, pero el viernes estabas tan alterada que me has tenido seriamente preocupada. Y parece que toda tu agonía comenzó con la aparición de ese tipo en las conferencias de la Birnbaum.
Volvió a mirarme. Su altivez se había transformado en consternación.
– Lo siento, Victoria, he sido muy egoísta al no tener en cuenta cómo podía afectarte mi comportamiento. Mereces que te dé una explicación.
Frunció el ceño como intentando decidir qué tipo de explicación me merecía.
– No sé si podré llegar a aclararte las relaciones que cimenté en aquella época de mi vida y cómo fue que llegué a tener una relación tan estrecha con Max e incluso con Cari. Éramos un grupo de nueve niños refugiados que nos hicimos muy buenos amigos durante la guerra. Nos conocimos gracias a la música. Una mujer de Salzburgo, que tocaba la viola y que también era refugiada, llegó a Londres y nos juntó a todos nosotros. Vio que Cari tenía aptitudes, consiguió que recibiera clases y que participara en un curso de música muy bueno. Había varios más. Teresz, la que luego se casaría con Max. Yo. Mi padre había sido violinista. Violinista en un café, no tocaba como los violinistas que iban a las soirées de Frau Herbst, pero lo hacía muy bien o, por lo menos, yo creo que lo hacía muy bien, aunque ¿cómo voy a saberlo si sólo lo oí de niña? Pero, bueno, da igual, aunque yo no tengo dotes musicales, me encantaba ir a oír música a casa de Frau Herbst.
– ¿Y se apellidaba Radbuka alguien de ese grupo? ¿Por qué le importa tanto a Cari? ¿Era alguna chica de la que estuvo enamorado?
Sonrió con tristeza.
– Eso tendrás que preguntárselo a él. Radbuka era el nombre… de otra persona. Max tenía grandes dotes como organizador ya desde jovencito. Cuando acabó la guerra, se recorrió las diferentes asociaciones que había en Londres para ayudar a la gente a encontrar a sus familias. Y, luego, se fue a Europa Central para emprender su propia búsqueda. Eso fue en el…, creo que fue en el cuarenta y siete, pero ha pasado tanto tiempo que no estoy segura. Fue entonces cuando surgió el nombre de Radbuka. No era el apellido propiamente dicho de nadie de aquel grupo, pero podíamos pedirle a Max que buscara por eso, porque teníamos una relación muy estrecha… No como si fuésemos una familia. De otro modo. Tal vez, como un pelotón de soldados que han luchado juntos durante años. Para casi todos nosotros los informes que consiguió Max resultaron devastadores. No había sobrevivientes ni de los Herschel, ni de los Tisov, ni de los Loewenthal… Max se enteró de que su padre y dos de sus primos, y eso fue otro horrible… -se detuvo a mitad de frase-. Yo estaba entonces comenzando mis prácticas de medicina. Eso me hacía renunciar a tantas cosas… Cari siempre me reprochaba que… Bueno, digamos que surgió algo muy desagradable alrededor de aquella persona de la familia Radbuka. Cari siempre pensaba que la medicina me absorbía tanto que me comportaba de un modo que a él le parecía cruel… ¡Como si su pasión por la música no fuese igual de absorbente!
La última frase la masculló entre dientes, casi como si hablara para sus adentros. Luego, se quedó en silencio. Nunca me había hablado de los seres queridos que había perdido de una forma así, tan emotiva. No entendía qué era lo que estaba tratando de decirme -o de no decirme- sobre aquel amigo de la familia Radbuka, pero cuando comprendí que no se iba a extender más sobre el asunto, decidí no seguir presionándola.
– Y sabes… -dudaba de cómo hacerle la pregunta del modo menos doloroso-. ¿Sabes lo que averiguó Max sobre la familia Radbuka?
Se le crispó el rostro.
– Ellos… No encontró ninguna pista de ellos. Aunque es verdad que las pistas no eran fáciles de encontrar y él no tenía mucho dinero. Todos le habíamos dado un poco, pero ninguno de nosotros tenía mucho.