– Así que ha debido de producirte una gran impresión oír a ese hombre diciendo que se llamaba Radbuka.
Se estremeció y me miró.
– Toda la semana he ido de impresión en impresión. Créeme. ¡Cómo envidio a Cari, que es capaz de dejar el mundo entero a un lado cuando empieza a tocar! O puede que se meta el mundo entero en su interior y lo expulse al soplar por su instrumento -hizo una pausa y luego volvió a hacerme la misma pregunta que cuando vio a Paul en el vídeo unos días atrás-. ¿Qué edad crees que tiene?
– Ha dicho que llegó aquí después de la guerra y que tenía alrededor de cuatro años, o sea que debe de haber nacido en el cuarenta y dos o en el cuarenta y tres.
– Así que no puede ser… ¿Y cree que nació en Theresienstadt?
Yo levanté las manos.
– Todo lo que sé de él es lo que dijo en la entrevista del jueves por la noche. ¿Theresienstadt es lo mismo que Terezin?
– Terezin es en checo; es una vieja fortaleza a las afueras de Praga. Lo de utilizar el nombre alemán es puro esnobismo austríaco -comentó, con un inesperado sentido del humor-, reminiscencia de cuando Praga era parte del imperio de los Habsburgo y todos hablaban alemán. Al insistir en llamarlo Terezin, este hombre quiere decirnos que es checo y no alemán.
Volvimos a quedarnos en silencio. Lotty estaba sumida en sus pensamientos, pero parecía más relajada, menos torturada de lo que había estado los últimos días, así que le dije que iba a subir a ver qué podía averiguar de Radbuka.
Asintió.
– Si me encuentro mejor, subiré dentro de un rato. Ahora, pienso que lo mejor es que siga tumbada.
Antes de apagar la luz, comprobé que estaba bien tapada con la manta afgana que le había puesto Max. Cuando cerré las puertas de cristal después de salir, vi que en la sala, al otro lado del recibidor, había una docena de personas que aún seguían de sobremesa tomando brandy. Michael Loewenthal estaba sentado en la banqueta del piano, con Agnes sobre sus rodillas. Todo el mundo estaba contento. Subí la escalera.
El estudio de Max era una habitación grande desde la que se divisaba el lago, llena de jarrones Ming y caballos T'ang. Estaba en la segunda planta, pero en el extremo opuesto a donde los niños estaban viendo vídeos. Max había elegido aquella habitación para él cuando sus hijos todavía eran pequeños porque estaba aislada del cuerpo central de la casa. Cuando cerré la puerta después de entrar, ya no había ningún ruido exterior que pudiese distraer la tensión interior. Morrell y Don me sonrieron, pero Paul Ulrich Radbuka dirigió la mirada hacia otra parte, decepcionado al ver que era yo y no Max o Cari.
– No entiendo lo que está sucediendo -dijo con tono lastimero-. ¿Es que se avergüenzan de que los vean conmigo? Necesito hablar con Max y Cari. Necesito saber qué tipo de parentesco nos une. Estoy seguro de que querrán saber que tienen un familiar que ha sobrevivido.
Cerré los ojos con fuerza, como si con aquello pudiese borrar de mi mente su estado de hiperemotívidad.
– Intente tranquilizarse. El… El señor Loewenthal estará con usted en cuanto pueda dejar a sus invitados y, a lo mejor, también el señor Tisov. ¿Le apetece una copa de vino o algún refresco?
Dirigió la mirada, cargada de ansiedad, a la puerta, pero pareció darse cuenta de que no podría encontrar a Cari sin ayuda. Se dejó caer en una butaca y musitó que suponía que un vaso de agua le ayudaría a calmar los nervios. Don se puso de pie de un salto para ir a buscarlo.
Llegué a la conclusión de que el único modo de conseguir sacar alguna información de aquel hombre sería actuando como si creyera todo lo que decía. Era un ser tan inestable que recorría toda la escala entre la amargura y el éxtasis saltando de octava en octava y haciéndose un mundo a partir de una insignificancia. No estaba segura de poder fiarme de nada de lo que dijera; pero, si lo cuestionaba, lo único que lograría es que se replegara refugiándose en las lágrimas.
– ¿Tiene alguna idea de dónde nació? -le pregunté-. Parece que Radbuka es un apellido checo.
– El certificado de nacimiento que mandaron conmigo a Terezin dice que en Berlín, que es una de las razones por la que estoy tan impaciente por conocer a mis familiares. Puede que los Radbuka fueran checos que se habían escondido en Berlín. Algunos judíos huyeron al oeste, intentando huir de los Einsatzgruppen, en vez de ir al este. Puede que fueran checos que emigraron incluso antes de estallar la guerra. ¡Ay, cómo me gustaría saber algo! -dijo retorciéndose las manos angustiado.
Elegí con sumo cuidado mis siguientes palabras.
– Tuvo que producirle una impresión muy fuerte encontrar ese certificado de nacimiento cuando murió su…, su padre adoptivo. Ver que usted era Paul Radbuka de Berlín en vez de… ¿Dónde le había dicho Ulrich que había nacido?
– En Viena. Pero yo nunca he visto mi certificado de nacimiento de Terezin, tan sólo leí algo acerca de él en otra parte, después de saber quién era yo realmente.
– ¡Qué crueldad la de Ulrich mencionarlo por escrito, pero no dejarle el documento! -exclamé.
– No, no. Tuve que deducirlo de un informe externo. Fue…, fue por pura casualidad que lo averigüé.
– ¡Qué trabajo de investigación más extraordinario ha tenido usted que hacer! -dije poniendo un tono de tanta admiración que Morrell frunció el ceño para advertirme que me estaba pasando, pero el rostro de Paul se iluminó de un modo perceptible-. Me encantaría ver el informe que hablaba de su certificado de nacimiento.
Vi que se ponía tenso, así que cambié rápidamente de tema.
– Supongo que no recordará nada de checo, si le separaron de su madre a los… ¿Cuántos meses tenía? ¿Doce?
– Cuando oigo hablar en checo -dijo, volviendo a relajarse-, lo reconozco, pero realmente no lo entiendo. El primer idioma que yo hablé fue el alemán, porque ése era el idioma de los guardias. También lo hablaban muchas de las mujeres de la guardería de Terezin.
Oí que, detrás de mí, la puerta se abría y extendí una mano para hacer señas de que no hicieran ruido. Don se deslizó por detrás de mí para colocar un vaso de agua junto a Paul. Por el rabillo del ojo vi que Max había entrado con discreción en el estudio detrás de Don. Paul, totalmente embelesado de que yo le estuviera escuchando, siguió adelante con su historia sin prestarles atención.
– Éramos seis niños pequeños que, más o menos, formábamos una banda. En realidad, formábamos una pequeña brigada; incluso a la edad de tres años nos cuidábamos unos a otros, porque los adultos estaban tan exhaustos y desnutridos que no podían ocuparse de los niños. Estábamos siempre juntos y juntos nos escondíamos de los guardias. Cuando acabó la guerra, nos enviaron a Inglaterra. Al principio nos asustamos mucho cuando empezaron a subirnos a los trenes, porque en Terezin habíamos visto meter a muchos niños en los trenes y todo el mundo sabía que iban a algún sitio a morir. Pero, después de superar aquel terror, pasamos una temporada feliz en Inglaterra. Estábamos en una casa grande en el campo, que tenía el nombre de un animal, de un perro, que al principio nos daba miedo pues los perros nos aterrorizaban, porque habíamos visto con qué maldad los usaban en los campos.
– ¿Y fue allí donde aprendió inglés?
– Aprendimos inglés poco a poco, como hacen los niños, y la verdad es que nos olvidamos del alemán. Pasado un tiempo, que serían unos nueve meses o incluso puede que un año, empezaron a buscarnos casas, gente que quisiera adoptarnos. Decidieron que ya estábamos lo bastante recuperados mentalmente como para soportar la pena de separarnos, aunque ¿cómo puede uno superar esa pena? La pérdida de mi compañera de juegos, que se llamaba Miriam, es algo que me persigue en sueños hasta el día de hoy.
Se le quebró la voz. Utilizó la servilleta que Don le había puesto bajo el vaso de agua para sonarse la nariz.
– Y un día apareció aquel hombre. Era grande y tenía una cara tosca y me dijo que era mi padre y que tenía que irme con él. Ni siquiera me dejó que le diera un beso de despedida a mi pequeña Miriam. Dar besos era weibisch -cosas de mariquitas- y yo tenía que ser un hombre. Me gritaba en alemán y se ponía furioso porque yo ya no lo hablaba. Mientras fui creciendo siempre me pegó diciendo que iba a hacer de mí un hombre y a quitarme las mariconadas, Schwul und Weibischkeit, a golpes.