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– Veamos: primero se llena un cubo con agua, ¿no es así? Ah, pero ¿qué es esto? -había un papelito que se había quedado pegado con jalea en la parte interior del portafolios. Casi lo hago papilla al pasarle la esponja por encima. Puse el portafolios debajo de la luz del escritorio para poder ver lo que estaba haciendo. Lo volví del revés y despegué el papel con mucho cuidado.

Era la hoja de un cuaderno de contabilidad, con lo que parecía ser una lista de nombres y números escritos con una caligrafía fina y antigua, que había formado unas pequeñas florecitas en los puntos donde se había mojado. La mezcla de gelatina y agua había convertido la parte superior izquierda de la página en ilegible, pero lo que pudimos descifrar tenía más o menos este aspecto:

– ¿Ves por qué no hay que ser una fanática de la limpieza? -dije con tono serio-. Hubiésemos perdido parte del documento.

– ¿Qué es eso? -dijo Mary Louise, inclinándose sobre el escritorio para mirar-. Ésa no es la letra de Howard Fepple, ¿verdad?

– ¿Esta letra? Es tan bonita que parece impresa. No me lo imagino escribiéndola. De todas formas, el papel parece antiguo -tenía un borde dorado y el ángulo inferior derecho, que se había salvado del desastre, estaba amarillento por el paso del tiempo. La tinta misma estaba deslucida y el tono había pasado del negro al verdoso.

– No puedo entender los nombres -dijo Mary Louise-. Porque son nombres, ¿no te parece? Seguidos por una serie de números. ¿Qué son esos números? No pueden ser fechas, son demasiado raros. Pero tampoco pueden ser cantidades de dinero.

– Podrían ser fechas, escritas al estilo europeo. Así era como las escribía mi madre: primero, el día y después, el mes. Si es así, ésta es una secuencia de seis semanas, que va desde el 29 de junio hasta el 3 de agosto de un año desconocido. Me pregunto si sería posible leer los nombres si los ampliamos. Vamos a fotocopiarlo y el calor de la máquina servirá también para que se seque más deprisa.

Mientras Mary Louise se ocupaba de ello, revisé, página a página, los informes de la compañía que había en el portafolios de Fepple, con la esperanza de encontrar alguna otra hoja del cuaderno de contabilidad, pero aquélla era la única.

Capítulo 21

Acecho en el parque

Mary Louise se puso a trabajar en las carpetas que yo había sacado del cajón que ponía Rick Hoffman y yo regresé a mi ordenador. Me había olvidado de que había introducido el nombre de Sofie o Sophie Radbuka en el buscador, pero el ordenador me seguía esperando pacientemente con dos hallazgos: un comprador que estaba interesado en libros sobre Radbuka y una página en una dirección de Internet dedicada a buscar familias, en la que la gente podía dejar los mensajes que quisiera.

Quince meses antes, alguien que firmaba con el seudónimo del Escorpión Indagador había dejado un mensaje: Busco información sobre Sofie Radbuka, que vivió en el Reino Unido en la década de 1940.

Debajo estaba la respuesta de Paul Radbuka, escrita hacía dos meses y que ocupaba páginas y páginas en la pantalla. Querido Escorpión Indagador: apenas tengo palabras para expresar la emoción que sentí al descubrir tu mensaje. Fue como si alguien hubiese encendido una luz en un sótano oscuro y me dijese que estoy aquí, que existo. No soy ni un tonto ni un desquiciado, sino una persona a la que se le ha ocultado su nombre y su identidad durante cincuenta años. Al final de la Segunda Guerra Mundial un hombre me trajo desde Inglaterra a Estados Unidos diciendo que era mi padre, aunque en realidad era alguien que había perpetrado las más viles atrocidades durante la guerra. Me ocultó, a mí y al mundo, mi identidad judía, sin embargo, cuando le hizo falta, la utilizó para que las autoridades de inmigración le permitiesen entrar en listados Unidos.

Continuaba describiendo minuciosamente cómo había recuperado la memoria gracias a Rhea Wiell y relataba sueños en los que hablaba en yídish, fragmentos de recuerdos de su madre cantándole una canción de cuna antes de aprender a andar y detalles de los malos tratos a los que le había sometido su padre adoptivo.

Últimamente me he preguntado por qué mi padre adoptivo se afanó en buscarme en Inglaterra, concluía escribiendo en su mensaje, pero debe de ser a causa de Sofie Radbuka. Tuvo que haber sido su torturador en el campo de concentración. Hila tiene que ser mi pariente, incluso puede que sea mi madre o una hermana perdida. ¿Eres su hijo? Quizá seamos hermanos. Me muero de ganas de conocer a la familia que nunca he conocido. Por favor, te lo imploro, contéstame a PaulRadbuka@superviviente.com. Cuéntame cosas de Sofie. Tengo que saber si es mi madre o mi tía o, incluso, una hermana cuya existencia desconocía.

No había respuesta, cosa que no me extrañaba nada. El mensaje dejaba traslucir con tanta claridad su histeria que hasta yo hubiese salido corriendo. Busqué si el Escorpión Indagador había dejado una dirección de correo electrónico pero no encontré ninguna.

Regresé a la página de chats y escribí cuidadosamente un mensaje: Querido Escorpión Indagador, si tienes alguna pregunta o información sobre la familia Radbuka que estés dispuesto a tratar con un interlocutor neutral, puedes enviarlas al despacho de abogados de Cárter, Halsey y Weinberg. Aquél era el despacho de mi abogado, Freeman Cárter. Puse su dirección y también los datos de su página web. Después le mandé un correo electrónico a Freeman informándole de lo que había hecho.

Me quedé mirando la pantalla durante un rato como si, por arte de magia, fuese a revelarme alguna otra información, pero después me acordé de que nadie me pagaba para averiguar nada sobre Sofie Radbuka, así que entré en otros buscadores de la Red, lo que constituye gran parte de mi tarea hoy en día. La Red ha transformado el trabajo de investigación, haciendo que, la mayoría de las veces, sea más fácil y más aburrido al mismo tiempo.

Cuando Mary Louise se marchó a mediodía a sus clases, me dijo que las seis pólizas que le había traído de Midway estaban en orden, ya que cuatro de los asegurados habían muerto y los beneficiarios habían cobrado religiosamente. Los otros dos estaban vivos y ninguno había presentado una solicitud de reembolso. Tres de las pólizas estaban emitidas por Ajax y las otras tres pertenecían a dos compañías diferentes. Por tanto, si había habido alguna irregularidad por parte de la agencia en el cobro de la póliza de Sommers, no parecía que fuese una práctica habitual.

Estaba tan exhausta que no podía pensar sobre aquello ni sobre ninguna otra cosa. Cuando Mary Louise se fue, me invadió una gran fatiga. Me dirigí con una gran pesadez de piernas hacia el catre del cuarto trasero, donde me sumí en un sueño febril. Eran casi las tres cuando me despertó el teléfono. Fui hasta mi escritorio a trompicones y farfullé algo ininteligible.

Una mujer preguntó por mí y después me dijo que esperase un momento, que me pasaría con el señor Rossy. ¿El señor Rossy? Ah, sí, el director general de Edelweiss en Estados Unidos. Me froté la frente, intentando que la sangre me fluyera hacia el cerebro, y después, puesto que estaba a la espera, me fui a buscar una botella de agua a la neverita que está en el pasillo y que comparto con Tessa. Cuando volví al teléfono, Rossy estaba repitiendo mi nombre con tono seco.

– Buon giorno -dije, haciendo como que estaba muy despierta-. Come sta? Che pud facerLa?

Soltó una exclamación al oírme hablar italiano.

– Ralph me dijo que hablaba usted italiano con soltura, pero es que, además, lo habla muy bien, casi sin acento. De hecho, por eso la llamo.

– ¿Para hablar italiano conmigo? -no me lo podía creer.

– No, por mi mujer. Tiene nostalgia. Cuando le dije que había conocido a alguien que hablaba italiano y que era aficionada a la ópera, como ella, me dijo que le preguntase si nos haría usted el honor de cenar con nosotros. Sobre todo le fascinó, tal como me imaginaba, que tenga usted su despacho entre los indovine, vedintis -tradujo, pero se corrigió a sí mismo inmediatamente-, ah, no, videntes. ¿Lo he dicho bien, ahora?