– Hay un servicio que suelo utilizar cuando necesito un guardaespaldas o tengo que vigilar algún lugar. ¿Quieres que pregunte si tienen a alguien que pueda quedarse en la casa hasta el día de tu partida?
Pude sentir cómo respiraba aliviada al otro lado del teléfono.
– Tengo que consultárselo a Max, pero sí. Sí, hazlo, Vic.
Cuando colgamos, sentí un gran cansancio. Si Radbuka se convertía en un merodeador iba a resultar un auténtico problema. Llamé al buzón de voz de los Hermanos Streeter y expliqué lo que necesitaba. Los Hermanos Streeter forman un grupo de chicos muy curiosos: lo mismo realizan trabajos de vigilancia, que mudanzas o hacen de guardaespaldas. Tom y Tim Streeter dirigen un grupo de nueve personas, que cambian continuamente y que, en los últimos tiempos, incluye a dos mujeres bastante musculosas.
Cuando acabé de dejar el mensaje ya habíamos dejado atrás la zona industrial. La carretera se ensanchó y el cielo recuperó su brillo. Al salir de la autopista, me hallé de pronto ante un hermoso día de otoño.
Capítulo 22
Una madre afligida
Howard Fepple había vivido con su madre a unas pocas manzanas de la avenida Harlem. Aquél no era un barrio de gente adinerada sino de clase media trabajadora, con casitas de una sola planta construidas sobre pequeñas parcelas y donde los niños del vecindario jugaban en los patios de unos y de otros.
Cuando me detuve frente a la casa de Fepple sólo había un coche en la entrada, un Oldsmobile viejo de color azul marino. No había periodistas ni vecinos presentándole sus condolencias a Rhonda Fepple. Los perros intentaron salir del coche tras de mí. Cuando vieron que los dejaba allí encerrados, se pusieron a ladrar para mostrar su descontento.
Un camino de losetas de piedra formaba una curva entre la entrada para coches y la puerta' situada en el lateral de la casa. Algunas de las losetas estaban agrietadas y cubiertas de hierba. Cuando toqué el timbre vi que la pintura de la puerta estaba descascarillada.
Después de esperar largo rato, Rhonda Fepple abrió la puerta. Su rostro, igual de pecoso que el de su hijo, tenía esa expresión de vacío y aturdimiento de una persona que acaba de recibir un duro golpe. Era más joven de lo que había supuesto. A pesar del dolor que la carcomía por dentro, apenas tenía unas pocas arrugas alrededor de los enrojecidos ojos y todavía tenía una abundante melena rubia rojiza.
– ¿Señora Fepple? Siento molestarla, pero soy una detective de Chicago y quisiera hacerle una serie de preguntas sobre su hijo.
Aceptó mi identidad sin preguntarme siquiera por mi nombre ni pedirme nada que sirviera para identificarme.
– ¿Han descubierto quién lo mató? -me preguntó.
– No, señora. He oído que usted les dijo a los agentes del turno de la mañana que el señor Fepple no tenía pistola.
– Yo quería que se comprase una, si iba a seguir en ese edificio viejo y apestoso, pero él se reía y decía que en la agencia no había nada que robar. Siempre odié ese edificio con tantos pasillos y tantos recovecos en los que cualquiera podía esconderse y asaltarte.
– Creo que a la agencia no le iba muy bien últimamente. ¿Era más rentable cuando vivía su marido?
– ¿No estará sugiriendo lo mismo que me han dicho esta mañana, verdad? Eso de que Howie estaba tan deprimido que se suicidó. Porque él no era esa clase de chico. Bueno, de hombre. Una se olvida de que los hijos crecen -se secó los lagrimales con un pañuelo de papel.
Era bastante consolador saber que hasta un espécimen tan patético como Howard Fepple tenía a alguien que llorase su muerte.
– Señora, sé que en las presentes circunstancias, con la pérdida de su hijo tan reciente, es muy duro para usted tener que hablar de él, pero me gustaría investigar una tercera posibilidad, aparte de la del suicidio o la de un robo fortuito. Me pregunto si no habrá alguna persona que haya tenido algún enfrentamiento concreto con su hijo. ¿No le comentó últimamente que tuviese algún conflicto con algún cliente?
Se quedó mirándome con la expresión en blanco. Le resultaba difícil barajar nuevas ideas en medio de su agotamiento emocional. Volvió a meter el pañuelo en el bolsillo de la vieja camisa amarilla que llevaba.
– Supongo que será mejor que pase.
La seguí hasta el salón, donde se sentó en el borde de un sofá con un estampado de rosas que originalmente debieron de ser moradas y habían perdido el color. Cuando me senté en un sillón a juego, colocado en ángulo recto con el suyo, unas motas de polvo salieron disparadas hacia las paredes. El único mueble nuevo era un sillón reclinable Naugahyde color tostado, colocado delante de un televisor de treinta y cuatro pulgadas, que con toda probabilidad había pertenecido a Howard.
– ¿Cuánto tiempo estuvo trabajando su hijo en la agencia, señora Fepple?
Empezó a darle vueltas a su alianza.
– A Howie no le interesaban mucho los seguros, pero mi marido, el señor Fepple, insistió en que aprendiese el negocio. Decía que uno siempre se puede ganar la vida en el mundo de los seguros por muy malos que sean los tiempos. Siempre le repetía a Howie que gracias a eso la agencia sobrevivió a la Gran Depresión, pero Howie quería hacer algo…, bueno, algo más interesante, algo más parecido a lo que hacían los chicos, quiero decir los hombres, con los que fue a la universidad. Informática, finanzas, ese tipo de cosas. Pero nunca tuvo la oportunidad, así que cuando el señor Fepple falleció y le dejó la agencia, Howie pasó a ocupar su lugar e intentó salir adelante. Pero esa zona se ha deteriorado mucho desde la época en que vivíamos allí. Claro que nos mudamos aquí en 1959, pero todos los clientes del señor Fepple eran de la zona sur. A Howie no le entraba en la cabeza que podía seguir atendiéndolos, aunque se mudase de oficina.
– ¿Así que usted vivió en Hyde Park durante su juventud? -pregunté por mantener la conversación.
– En South Shore, para ser más precisa, justo al sur de Hyde Park. Cuando acabé el instituto empecé a trabajar de secretaria para el señor Fepple. El era bastante mayor que yo pero, bueno, ya sabe cómo son estas cosas… y cuando nos dimos cuenta de que Howie estaba en camino, pues nos casamos. Él nunca había estado casado, me refiero al señor Fepple, y supongo que estaba entusiasmado con la idea de tener un hijo que continuara con la agencia, que a su vez había fundado su padre. Ya sabe cómo son los hombres con esas cosas. Cuando nació el niño, dejé de trabajar para cuidarlo. En aquella época no había guarderías como ahora. El señor Fepple siempre decía que yo lo había malcriado, pero para entonces él tenía cincuenta años y los niños no le interesaban demasiado -su voz se fue apagando poco a poco.
– O sea que su hijo no empezó a trabajar en la agencia hasta después de la muerte de su padre -dije de inmediato, para retomar el tema-. ¿Y cómo aprendió a llevar el negocio?
– Ah, pero es que Howie solía trabajar en la agencia los fines de semana y durante los veranos y también trabajó cuatro años con su padre después de acabar la universidad. Estudió administración de empresas en Governors State. Pero, como siempre he dicho: los seguros no eran lo suyo.
Llegado a ese punto, se detuvo y se acordó de que tal vez debería ofrecerme algo de beber. La seguí hasta la cocina, donde sacó de la nevera una CocaCola light para ella y a mí me sirvió un vaso de agua del grifo.
Me senté a la mesa de la cocina y aparté una cascara de plátano que había encima.
– ¿Y qué puede decirme del agente que trabajaba para su marido? Cómo se llamaba… ¿Rick Hoffman? Parecía que su hijo admiraba su forma de trabajar.
Hizo una mueca.
– A mí nunca me gustó. Era tan quisquilloso. Todo tenía que estar exactamente como él quería. Cuando yo trabajaba allí siempre estaba criticándome porque no ordenaba los archivos a su manera. Yo le decía que la agencia era del señor Fepple y que el señor Fepple tenía todo el derecho del mundo a ordenar los archivos como él quisiera, pero el señor Hoffman me insistía para que yo los ordenase según su criterio, como si aquello fuese algo importantísimo. Se dedicaba a ventas pequeñas, pólizas para cubrir los gastos de entierro y ese tipo de cosas, pero actuaba como si estuviera asegurando al Papa -hizo un gesto ampuloso con el brazo, provocando que las motas de polvo salieran de nuevo disparadas en todas direcciones-. Pero ganaba mucho dinero con sus ventas -continuó diciendo-. Un dinero que, sin duda, el señor Fepple nunca ganó. El señor Hoffman tenía un Mercedes grande y un piso elegante en la zona del norte. Cuando le vi aparecer con aquel Mercedes, le dije al señor Fepple que debía de estar haciendo algún chanchullo con los seguros o que pertenecía a la mafia o algo así, pero el señor Fepple siempre revisaba al detalle todos los libros de contabilidad y nunca faltó dinero ni ninguna otra cosa. Con el paso del tiempo, el señor Hoffman se fue volviendo cada vez más raro, según me contaba mi marido. Volvió loca a la chica que me había sustituido después de nacer Howie, cuando ya tuve que quedarme en casa para cuidarlo. La chica decía que él siempre andaba de acá para allá con sus papeles, metiéndolos y sacándolos de los archivos. Creo que al final estaba un poco senil, pero el señor Fepple decía que no le hacía daño a nadie, que le dejasen ir a la oficina y revolver sus papeles.