– Se lo pasé a un ayudante nuevo que tengo, puesto que parecía algo sencillo y él ha procedido como en cualquier suicidio rutinario, basándose en que la víctima se metió la pistola en la boca. Pero estoy viendo que no comprobó si había rastros de pólvora en las manos. El cadáver todavía está aquí, le voy a echar un vistazo antes de irme. ¿Tienes algún indicio de que pueda tratarse de un asesinato?
– Todo esto es muy rocambolesco, pero por un lado tengo a un chico que le dijo a su madre que había descubierto algo importante y, por el otro, a un visitante misterioso que fue a verle a su oficina. Me encantaría que el fiscal del Estado me permitiese ver el registro de llamadas telefónicas de Fepple.
– Si encuentro algo que cambie el veredicto, te lo comunicaré. Hasta luego, Vic.
Me pregunté si mi cliente no habría ido a amenazar a Fepple con una pistola, pero Isaiah Sommers no me parecía el tipo de persona que hubiera maquinado una trampa compleja. Si a Fepple lo asesinó la persona que le llamó el viernes cuando yo estaba en su oficina, debía de tratarse de alguien que ya tenía planeado matarlo y había pensado cómo evitar que lo viesen. Había entrado y salido del edificio entre grupos de gente lo suficientemente numerosos como para que no se fijaran en él. Le había dicho a Fepple lo que debía hacer para desembarazarse de mí. No era el estilo de Isaiah Sommers.
Me olvidé de los perros durante un rato y llamé a Información para que me dieran el número de Sommers. Contestó Margaret, con su tono hostil pero, al final, fue a buscar a su marido, después de haber dudado un momento y no haber encontrado ninguna excusa razonable para no hacerlo. Le comuniqué la muerte de Fepple.
– Revisé la oficina y su casa y no pude encontrar ni rastro del expediente de su tío -le dije-. La policía dice que se trata de un suicidio pero yo creo que lo mataron y me parece que lo mataron para hacerse con ese expediente.
– Pero ¿quién iba a hacer una cosa así?
– Puede ser que el que cometió el fraude hubiese dejado un rastro que no quería que nadie encontrara. Puede ser que alguien estuviese tan cabreado con el tipo, por cualquier otra cosa, que acabara matándolo.
Cuando hice una pausa, Sommers estalló:
– ¿Me está acusando de haber ido allí y matarlo? Mi esposa tenía razón. El concejal Durham tenía razón. Usted nunca tuvo la más mínima…
– Señor Sommers, he tenido un día muy largo. Ya no me queda nada de paciencia. No creo que usted haya matado a ese tipo. Aunque está claro que explota usted por cualquier cosa. Podía ser que su esposa o el concejal le hubieran convencido de que dejase ya de esperar a que yo averiguase algo y de que fuese usted mismo a ver a Fepple. Podía ser que la actitud de desidia y autosuficiencia de Fepple le hubieran incitado a actuar.
– Pues no. No fue así. Le dije que esperaría el resultado de sus investigaciones y estoy esperándolo. A pesar de que el concejal piense que estoy cometiendo un gran error.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué recomienda él?
Peppy y Mitch vinieron hacia mí dando saltos. Los olí antes de verlos, unas formas oscuras recortadas contra el claro del bosque donde me encontraba. Se habían estado revolcando sobre algo que olía a demonios. Tapé el auricular con la mano y les ordené que se sentaran. Peppy obedeció, pero Mitch intentó saltar encima de mí. Lo aparté con un pie.
– Ese es el problema. Que no tiene ningún plan que seguir. Lo que quiere es que interponga una demanda contra Ajax pero, como ya le dije una vez, ¿y quién va a pagar todo eso? ¿Quién tiene tiempo para ocuparse de eso? El hermano de mi esposa se metió en una demanda gigantesca que lo llevó de tribunal en tribunal durante trece años. Yo no quiero esperar trece años para que me devuelvan mi dinero.
Podía oír por detrás la voz de Margaret Sommers preguntándole por qué iba contando su vida privada a todo el mundo. Mitch volvió a embestirme, haciéndome perder el equilibrio. Caí sentada en el suelo, con el teléfono todavía pegado a la oreja. Intenté deshacerme de Mitch sin gritar al teléfono. El perro se puso a ladrar, convencido de que aquél era un juego fantástico. Peppy intentaba quitarlo de en medio. Para entonces, yo ya olía igual de mal que ellos. Les coloqué las correas y me puse en pie.
– ¿Voy a ver alguna vez el resultado de todo esto? -me estaba preguntando Sommers-. Siento mucho lo del agente de seguros, es una forma horrible de morir, pero no tiene ninguna gracia haber tenido que poner todo ese dinero para un entierro, señora Warashki.
– Mañana voy a hablar con la compañía para ver si llegamos a un acuerdo -pensaba plantearle a la compañía que compensase a Sommers a modo de defensa contra Durham y generar una imagen positiva cara al público, pero era mejor que no se lo comentase a mi cliente, si quería seguir manteniendo buenas relaciones con él-. Si le ofreciesen un buen puñado de dólares, ¿le parecería un acuerdo aceptable?
– Yo… Déjeme pensarlo.
– Muy inteligente, señor Sommers -dije, ya cansada de estar de pie en la oscuridad con mis apestosos perros-. Así su mujer tendrá una oportunidad para decirle que estoy intentando robarle. Llámeme mañana. Ah, por cierto, ¿tiene usted un arma?
– Que si tengo… Ah, ya entiendo, quiere saber si estoy mintiendo y sí maté o no a ese agente.
Me pasé la mano por el pelo y en ese momento me di cuenta, aunque ya demasiado tarde, que apestaba a conejo podrido.
– Sólo trato de asegurarme de que usted no pudo haberlo matado.
Hizo una pausa. Podía oírle respirar pesadamente en mi oreja mientras pensaba la respuesta. Acabó admitiendo, a regañadientes, que tenía una Browning Special de nueve milímetros.
– Eso me tranquiliza, señor Sommers. A Fepple lo mataron con un modelo suizo de otro calibre. Llámeme mañana para decirme si está dispuesto a negociar con la compañía. Buenas noches.
Cuando estaba arrastrando a los perros de regreso al coche, un vehículo de la guardia forestal se detuvo en el claro del bosque justo detrás de mi Mustang y nos enfocó con un reflector. Un guardia me dijo por megáfono que me acercara. Cuando nos vio pareció desilusionado de que fuésemos un trío respetuoso de la ley, ambos perros con la correa puesta. A los guardias les encanta ponerle multas a la gente por desobedecer las leyes y llevar a los animales sueltos. Mitch, siempre tan amigable, se abalanzó sobre el guardia, que retrocedió asqueado por el hedor. Parecía estar buscando alguna razón para poder multarnos, pero acabó por decirnos que el parque ya estaba cerrado y que iba a vigilarnos para asegurarse de que nos marchábamos.
– Eres un perro malvado -le dije a Mitch cuando ya íbamos por Denipster y el guardia forestal nos iba siguiendo sin ningún disimulo-. No sólo te has puesto hecho un asco sino que me has pegado ese olor nauseabundo. No estoy yo para andar quemando ropa, ya lo sabes.
Mitch asomó la cabeza desde el asiento de atrás, sonriendo feliz. Abrí todas las ventanas pero, aun así, fue un viaje duro. Había pensado parar en casa de Max para ver cómo estaban e intentar que me contase algo de la historia de Lotty y de la familia Radbuka. Pero en aquel momento lo único que quería era tirar a los perros dentro de una bañera y zambullirme detrás. De todos modos, pasé un minuto por casa de Max antes de dirigirme a la de Morrell. Dejé a Mitch en el coche, me llevé a Peppy y una linterna y dimos un paseo por el parque frente a la casa. Nos topamos con varias parejas de estudiantes que estaban fundidas en amorosos arrumacos y que se apartaron de nosotros con cara de asco pero, al menos, no encontré a Radbuka merodeando por la zona.
Cuando llegué a casa de Morrell até a los perros a la barandilla del porche trasero. Don estaba allí fuera, fumando un cigarrillo. Morrell se encontraba dentro, tocando un concierto de piano de Schumann demasiado alto como para oírme llegar.