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– ¿Has estado luchando con un zorrillo, Warshawski? -me preguntó Don.

– Vas a ver qué divertido, Don. Venga, que nunca haces ejercicio. Ayúdame a bañar a estos preciosos animales.

Entré por la cocina y me hice con una bolsa de basura para meter la ropa que llevaba puesta. Me cambié y me puse una camiseta vieja y unos pantaloncitos cortos para bañar a los perros. Mi sugerencia de que me ayudase a lavarlos hizo desaparecer a Don. Me divertí mucho bañando a Mitch y a Peppy. Después me di yo una ducha. Cuando estuvimos limpios los tres, Morrell ya me estaba esperando en la cocina con una copa de vino.

La proximidad de la partida tenía a Morrell con los nervios a flor de piel. Le hablé sobre Fepple y sobre la vida tan deprimente que parecía haber tenido; le conté que los perros habían estado revolcándose sobre algo tan apestoso que habían hecho que un guardia forestal saliera huyendo. Se mostró sorprendido y divertido en los momentos claves de mi relato, pero tenía la cabeza en otro lado. Me guardé para mí la noticia de que Radbuka había estado merodeando delante de la casa de los Loewenthal y no le conté nada del comportamiento de Lotty, que tan preocupada me tenía. Morrell no tenía por qué llevarse consigo mis problemas al mundo de los talibanes.

Don se iba a quedar en casa de Morrell mientras trabajaba en su proyecto con Rhea Wiell, pero Morrell me contó que esa noche no había desaparecido porque le hubiera acobardado bañar a los perros, sino porque él se lo había ordenado. Había mandado a Don a un hotel para que pudiésemos pasar aquella última noche los dos solos.

Hice unas brochetas pequeñas con peras y gorgonzola, luego organicé una fritatta, poniendo muchísimo esmero e incluso caramelicé las cebollas. Abrí una botella de reserva especial de Barolo. Una cena hecha con amor; una cena hecha con desesperación: recuérdame, recuerda que mis cenas te hacen feliz y regresa a mí.

Como cabía esperar, Morrell lo tenía todo organizado y ya había preparado su equipaje, que consistía en dos bolsas livianas. Había dado aviso de que no le trajesen el periódico todas las mañanas, de que me enviasen su correo a mi dirección y había dejado dinero para pagar los recibos. Estaba nervioso e inquieto. Aunque nos fuimos a la cama poco después de cenar, no paró de hablar hasta casi las dos de la madrugada. Habló de él, de sus padres, a los que rara vez mencionaba, de su infancia en Cuba, adonde su familia había emigrado desde Hungría, y de sus planes para el viaje que estaba a punto de emprender.

Cuando estábamos tumbados el uno junto al otro en la oscuridad, Morrell me estrechó en un fuerte abrazo.

– Victoria Iphigenia, te amo por tu implacable y apasionado apego a la verdad. Si me pasase algo, cosa que espero no suceda, ya sabes quién es mi abogado.

– No te va a pasar nada, Morrell.

Mis mejillas estaban húmedas. Nos dormimos así, abrazados el uno al otro.

Cuando sonó el despertador pocas horas después, saqué a los perros a dar una vuelta rápida a la manzana mientras Morrell preparaba el café. La noche anterior ya me había dicho todo lo que quería decir, así que hicimos el camino hasta el aeropuerto en silencio. Los perros notaban nuestro estado de ánimo y gimoteaban, nerviosos, en el asiento trasero del coche. Morrell y yo sentimos una gran aversión por las despedidas largas, así que lo dejé en la terminal y arranqué inmediatamente, sin esperar siquiera a que entrase en el edificio. Si no lo veía marcharse, era como si quizás no se hubiese ido.

Capítulo 24

La morsa guardiana

A las ocho y media de la mañana el tráfico de entrada a la ciudad estaba colapsado. Después de lo vivido la noche anterior no podía soportar la idea de otro embotellamiento. Don no iría a casa de Morrell hasta la tarde, así que podría quedarme allí y descansar un poco. Decidí no escoger ninguna autopista y meterme en el otro atasco matutino: el de los niños que van al colegio y el de la gente que entra a trabajar en las pequeñas tiendas de ultramarinos y en los cafés que pueblan la zona. Todo aquello aumentó mi sensación de inestabilidad. Morrell se había ido y había dejado un agujero en mi vida. ¿Por qué no viviría yo en una de esas casitas de paredes blancas y me dedicaría a enviar a mis niños al colegio y a tener un trabajo común y corriente?

Aproveché que estaba detenida en el semáforo de Golf Road para llamar a mi buzón de voz. Había un mensaje de Nick Vishnikov diciendo que le llamara. Otro de Tim Streeter confirmándome que estaría encantado de proteger a Calia y a Agnes hasta que se marchasen el sábado.

Con toda la agitación que me había provocado la partida de Morrell me había olvidado del extraño comportamiento de Radbuka. Dejé a un lado mis lamentaciones y me dirigí, lo más rápido posible, a casa de Max. Normalmente, a esa hora del día, suele estar ya en alguna reunión, pero cuando llegué su LeSabre se encontraba todavía aparcado a la entrada del garaje. Cuando Max me abrió la puerta, su rostro denotaba una gran preocupación.

– Pasa, Victoria. ¿Morrell ya se ha marchado? -antes de cerrar, miró hacia el otro lado de la calle con expresión de ansiedad, pero lo único que había a la vista era una persona corriendo, una silueta que se desplazaba por la orilla del lago.

– Acabo de dejarle en el aeropuerto. ¿Te ha comentado Agnes que puedo conseguiros un guardia de seguridad?

– Eso sería de gran ayuda. Si hubiese sabido que iba a abrir la cámara de los horrores al participar en esa conferencia de la Birnbaum y que iba a conseguir que Calia corriera estos riesgos…

– ¿Riesgos? -pregunté, interrumpiéndole-. ¿Es que Radbuka ha vuelto a aparecer? ¿La ha amenazado directamente?

– No, no es nada concreto. Pero no puedo entender esa obsesión suya de que es pariente mío… Ni por qué anda merodeando por aquí…

Volví a interrumpirle para preguntarle otra vez si Radbuka había vuelto a aparecer.

– No lo creo. Pero, claro, la casa está tan expuesta, con un parque público enfrente. ¿Crees que mi preocupación es exagerada? Tal vez sí, tal vez sí, pero es que ya no soy tan joven y para mí Calia es lo más importante. Así que, si puedes conseguir a alguien de confianza que venga a quedarse… y, por supuesto, yo me hago cargo de la factura.

Max me condujo hasta la cocina para que pudiera usar el teléfono. Agnes estaba allí sentada, tomando un café y observando preocupada a Calia, que alternaba cada cucharada de cereales con la cantinela de que quería ir al zoológico.

– No, cariño. Hoy nos vamos a quedar en casa y vamos a pintar -repetía Agnes una y otra vez.

Me llevé una taza de café y fui a telefonear. Tom Streeter me prometió que acercaría a su hermano Tim a casa de Max en menos de una hora.

– Con Tim estarás segura allí a donde vayas -le dije a Agnes.

– ¿Es el lobo malo? -preguntó Calia.

– No, es un oso de peluche bueno -le dije-. Ya verás, a mamá y a ti os va a encantar.

Max se sentó junto a Calia intentando disimular mejor que Agnes su preocupación. Cuando le pregunté qué me podía decir acerca de la familia Radbuka que había conocido en Londres, volvió a levantarse y me llevó lejos de la mesa. Mientras hablaba se volvía una y otra vez a mirar a Calia.

– Yo no los conocí. Lo único que sé es que Lotty siempre ha dicho que eran unos simples conocidos suyos y yo no le he dado más vueltas al asunto.

Calia se levantó de la mesa, diciendo que ya había terminado de desayunar, que estaba cansada de estar en casa y que iba a salir ya mismo.

– Cuando tu abuelo y yo acabemos de charlar, tú y yo iremos al parque con los perros -le dije-. Sólo tienes que esperar diez minutos más. La televisión -le dije a Agnes, para que me leyera los labios. Puso cara de disgusto pero llevó a Calia al piso de arriba, donde estaba instalada la niñera universal.