Выбрать главу

Max se frotó los ojos.

– Todos tenemos momentos inconfesables en nuestras vidas. Puede que Lotty haya creído que era responsable de la pérdida o muerte de esa tal Sofie Radbuka, ya fuese una prima o una paciente. Cuando Lotty creyó que iba a morir… Bueno, entonces todos teníamos unas vidas muy difíciles, trabajábamos mucho, tuvimos que soportar la pérdida de nuestras familias. En Inglaterra también sufrimos muchísimas penurias después de la guerra. Tuvimos que limpiar de escombros nuestros propios barrios bombardeados. Había escasez de carbón, hacía mucho frío, nadie tenía dinero y seguía habiendo racionamiento de comida y de ropa. Puede que Lotty se derrumbase por el estrés y acabase identificándose con esa mujer llamada Radbuka.

»Recuerdo cuando Lotty regresó después de su enfermedad -continuó diciendo-. Era en invierno. Tal vez, en febrero. Había adelgazado mucho. Pero trajo del campo una docena de huevos y un cuarto de kilo de mantequilla y nos invitó a cenar a Teresz, a mí y a todos los demás del grupo. Hizo un revuelto con todos los huevos y la mantequilla y nos dimos un festín maravilloso. En determinado momento Lotty proclamó que nunca más permitiría que su vida se convirtiese en un rehén del destino. Estaba tan furiosa que todos evitamos hacer cualquier comentario. Por supuesto que Cari se había negado a ir. Pasaron muchos años antes de que él volviese a dirigirle la palabra.

Le hablé acerca del tablón de anuncios que había encontrado en Internet con el mensaje del Escorpión Indagador.

– Por lo tanto, es verdad que existió alguien, en los años cuarenta y en Inglaterra, que tenía ese nombre -le dije-. Pero me parece que la respuesta de Paul Radbuka fue tan desmedida que Escorpión ni le contestó. Yo le dejé un mensaje a Escorpión diciéndole que podía ponerse en contacto con Freeman Cárter si quería discutir algún tema confidencial.

Max se encogió de hombros en un gesto de impotencia.

– No sé. No sé qué significa todo esto. Lo único que me gustaría es que Lotty me dijera qué es lo que la atormenta o, si no, que dejara de comportarse de esa forma tan melodramática.

– ¿Has hablado con ella desde el domingo por la noche? Yo lo intenté anoche y casi me arranca la cabeza.

Max gruñó por lo bajo.

– Ésta ha sido una de esas semanas en las que me pregunto qué nos hace seguir siendo amigos. Ella es una cirujana importante; siente mucho no haberse encontrado bien en mi deliciosa fiesta, pero ahora ya está mejor, muchas gracias, y tiene que ocuparse de sus pacientes.

Sonó el timbre. Había llegado Tim Streeter. Era un tipo alto y delgado con un bigotazo estilo prusiano y una sonrisa encantadora. Max llamó a Agnes, que inmediatamente se relajó al ver el aire confiado y tranquilo de Tim, mientras que Calia, después de un momento de incertidumbre, anunció sin reparos que Tim era una «mosra» porque tenía aquellos bigotes gigantescos y le dijo que le iba a tirar un pescado. Tim la hizo llorar de risa resoplando por debajo de sus bigotes de morsa. Max se marchó al hospital mucho más tranquilo.

Tim recorrió la casa para estudiar dónde estaban los puntos más vulnerables y luego cruzó al parque con Calia para que la niña pudiese jugar con los perros. Calia se llevó a Ninshubur y enseñó orgullosa a Mitch y a Peppy que su perro también tenía placas como ellos.

– Ninshubur es la mamá de Mitch -proclamó.

Después de ver la forma tan habilidosa con que Tim se interponía entre cualquier peatón y Calia, haciendo que pareciese parte de un juego en lugar de alarmar a la niña, Agnes regresó a la casa a ordenar sus cuadros. Cuando los perros agotaron toda su energía, le dije a Tim que tenía que marcharme.

– No hay ninguna amenaza inmediata, según tengo entendido -me dijo arrastrando las palabras.

– Se trata de un tipo con una emotividad exacerbada que anda rondando por aquí. No ha amenazado a nadie directamente pero crea unas situaciones muy incómodas -dije, confirmando su diagnóstico.

– Entonces creo que puedo arreglármelas solo. Colocaré mi saco de dormir en esa tenaza acristalada porque, con tanta ventana, es el punto menos seguro. Tienes fotos de ese merodeador, ¿verdad?

Con todo el lío de llevar a Morrell a O'Hare, me había olvidado del maletín en su casa. Dentro tenía varias fotos de Radbuka. Le dije que se las acercaría en una o dos horas, cuando pasase de camino al centro. Calia hizo un mohín de disgusto cuando llamé a los perros para llevármelos, pero Tim resopló haciendo vibrar sus bigotes y soltó algunos ladridos como lo haría una morsa. La niña nos dio la espalda y comenzó a decirle que tenía que ladrar de nuevo si quería que le diera otro pescado.

La historia de Lotty Herschel

Cuarentena

Llegué a la casa de campo un día que hacía tanto calor que ni las abejas podían soportarlo. Un hombre que había hecho conmigo el viaje en autobús desde Seaton Junction me llevó la maleta hasta el camino. Cuando se fue, después de preguntarme ocho o diez veces si estaba segura de que me las iba a poder arreglar sola, me senté agotada en el escalón de piedra que había ante la puerta, sintiendo el calor del sol a través de la tela de mi vestido suelto. Lo había remendado tantas veces que, para aquel entonces, era más un puro zurcido que únatela de algodón.

En Londres también había hecho mucho calor, pero era ese horrible calor de ciudad, con esos cielos amarillentos que te agobian hasta que parece que te va a estallar la cabeza y sientes como si la tuvieras llena de bolas de algodón. Por la noche sudaba tanto que, cuando me levantaba por la mañana, tenía el camisón y las sábanas húmedos. Sabía que debía comer pero, entre el calor y el letargo que me producía mi estado físico, me era difícil conseguir tragar la comida.

Tras examinarme, Claire me había advertido bruscamente que me iba a morir de inanición. «En tus condiciones cualquier infección que pesques en un pabellón del hospital puede acabar contigo en una semana Necesitas comer. Necesitas descansar.»

Comer y descansar… Por las noches, cuando me acostaba en la cama, me consumían unas pesadillas febriles. Seguía viendo a mi madre, demasiado débil por la falta de comida y el embarazo como para bajar las escaleras para decirnos adiós cuando Hugo y yo dejamos Viena. La niña que tuvo mamá murió de desnutrición a los dos meses. La llamaron Nadia, que significa esperanza. No habían perdido la esperanza. Supe que había muerto porque papá me escribió contándomelo en una carta, sólo con las veinticinco palabras autorizadas, que recibí a través de la Cruz Roja en marzo de 1940. Fue la última carta que recibí de mi padre.

Al principio del embarazo de mi madre yo odiaba a aquel bebé porque la apartaba de mí: ya no había más juegos ni más canciones, sólo sus ojos cada vez más grandes en su rostro consumido. Pero, luego, me perseguía la imagen de aquella pobre hermanita mía, a la que jamás llegué a ver, reprochándome los celos de mis nueve años. Por las noches, cuando no paraba de sudar en aquel ambiente sofocante de Londres, oía su débil llanto, que se iba haciendo imperceptible a causa de la falta de alimento.

O veía a mi Orna, con su abundante pelo rubio plateado del que estaba tan orgullosa que se negaba a cortárselo. Yo solía sentarme con ella por la noche, en su piso de la Renngasse, mientras la doncella se lo cepillaba. Lo tenía tan largo que podía sentarse sobre las puntas. Pero en aquellos momentos, en medio de mi desgracia, la veía con la cabeza afeitada, como la había llevado siempre mi abuela paterna bajo su peluca. ¿Qué imagen me atormentaba más? ¿La de mi Orna, con la cabeza afeitada y tan indefensa, o la de la madre de mi padre, mi Bobe, a la que me negué a dar un beso de despedida? Mientras iba adelgazando y debilitándome con el calor de Londres, aquella última mañana en Viena se iba adueñando de mi mente de tal forma que apenas me dejaba espacio para entender lo que pasaba a mi alrededor.