Выбрать главу

Querido Cari: Voy a dejar el Hospital de la Beneficencia por baja médica. Te deseo mucho éxito en Edimburgo.

Intenté pensar en una despedida más dulce, en algo que hiciera referencia a las noches encaramados en el paraíso del Teatro de la Ópera, a los largos paseos por la orilla del Támesis, al placer de compartir la estrecha cama que tenía en el albergue antes de que empezara a ganar el suficiente dinero como para permitirse tener un piso. Pero todo aquello me parecía entonces algo tan lejano como mi Orna y mi Bobe. Así que sólo añadí mi nombre y eché la carta en el buzón de correos que hay en el exterior de la estación de Waterloo antes de tomar el tren para Axmouth.

Capítulo 25

Siguiendo el rastro de papel

Nada más llegar a casa de Morrell, devolví la llamada a Nick Vishnikov. Contestó con su habitual tono brusco y entrecortado.

– Vic, ¿eres bruja o tenías alguna prueba?

– O sea, que no ha sido un suicidio -dije apoyada en la encimera de la cocina y dejando escapar una gran bocanada de aire.

– El primer indicio fue que no había restos de pólvora en la mano y el segundo, un golpe en el cráneo que debió de dejarle aturdido el tiempo suficiente para que el asesino pudiera dispararle. El ayudante nuevo, el que hizo la primera autopsia, no se molestó en buscar otras posibles heridas, pero ¿tú qué habías observado?

– Ah, lo del golpe en la cabeza -dije como sin darle importancia-. No, la verdad es que me fijé en los detalles de su vida, no en los de su muerte.

– Bueno, pues, sea como sea, felicidades, aunque el comisario Purling del Distrito Veintiuno no está muy contento. Como su gente no se dio cuenta de eso in situ, no quiere que sea un homicidio. Pero, como ya le he dicho, las fotografías demuestran que el arma se encontró justo debajo de la mano de la víctima. Si se hubiera disparado él mismo, el arma se le habría caído de la mano desde la altura de la cabeza y hubiera quedado lejos, no justo debajo de la mano. Así que Purling ya ha asignado el caso. Bueno, tengo que dejarte porque tengo prisa.

Antes de que pudiera colgar, le pregunté a todo correr si tenía la seguridad de que había sido la SIG Trailside que se había encontrado allí la que había acabado con la vida de Fepple.

– ¿Más brujerías, Warshawski? Se lo preguntaré a los del laboratorio, pero más tarde.

Mientras llenaba un cuenco con agua para los perros, estuve dudando sobre si debía llamar al comisario Purling para informarle de lo que sabía. Pero era tan poca cosa -la misteriosa llamada de teléfono y el misterioso visitante del viernes por la tarde- que la policía obtendría la misma información del guardia de seguridad y del listado de llamadas del teléfono de Fepple. Y, además, si le llamaba, en el mejor de los casos, significaría pasarme varias horas explicando por qué estaba involucrada en ello. Y, en el peor de los casos, podría encontrarme metida en más líos de los necesarios por haber examinado la escena del crimen por mi cuenta.

Y, además, aquel caso no era mío, así que tampoco era mi problema. Mi único problema era intentar que Ajax pagara a la familia Sommers lo que les debían por el seguro de vida de Aaron. Aquel Aaron Sommers cuyo nombre aparecía, con dos cruces al lado, en una vieja página de un cuaderno de contabilidad que estaba en el portafolios de Howard Fepple.

Llamé a los Laboratorios Cheviot y pregunté por Kathryn Chang.

– Ah, sí. Barry me dio su hoja. Le he echado un vistazo preliminar. Por la filigrana del papel yo diría que es de manufactura suiza, de la papelera Baume de Basilea. Tiene un tipo de trama de algodón que no se fabricaba durante la Segunda Guerra Mundial por la escasez de materia prima, o sea que se podría datar entre 1925 y 1940. Le podré dar datos más precisos cuando haya estudiado la tinta. Entonces me resultará más fácil precisar cuándo se escribió el texto. Pero no le puedo dar prioridad sobre otros encargos que tengo entre manos antes que el suyo. Tardaré, por lo menos, una semana.

– Está bien. Por ahora, con eso me basta -le contesté con lentitud, mientras intentaba procesar aquella información en mi mente-, pero ¿sabe usted si ese papel se usaba… únicamente en Suiza?

– Oh, no, en absoluto. Ahora, la papelera Baume no es muy conocida, pero en los años sesenta era uno de los mayores fabricantes del mundo, tanto de papel de calidad como de papel de oficina. Éste de la muestra, en particular, se utilizaba para agendas de teléfonos, diarios personales y ese tipo de cosas. Es muy poco frecuente verlo utilizado en cuadernos de contabilidad. La persona que lo usaba debe de haber sido…, bueno, digamos que debió de ser muy sibarita. Por supuesto que ver el cuaderno del que se ha sacado esa hoja me serviría de gran ayuda.

– Eso también me serviría de ayuda a mí. Pero hay una cosa más que me gustaría saber: ¿podría decirme cuándo se han hecho las diferentes entradas? No el año exacto, sino… Bueno, lo que quiero saber es si hay algunas más recientes que otras.

– Muy bien, incluiremos ese dato en el informe, señora Warshawski.

Me pareció que había llegado el momento de volver a visitar a Ralph Devereux. Llamé para pedir cita. Su secretaria me recordaba de mi visita de la semana anterior, pero me dijo que Ralph no podía recibirme: no tenía ni un hueco libre en la agenda hasta las seis y media. Sin embargo, cuando le dije que tal vez yo podría hacer que el concejal Durham suspendiera sus manifestaciones de protesta, me contestó que esperase un momento, momento que resultó tan largo como para leerme toda la sección de deportes del Herald Star. Y, cuando volvió a ponerse al teléfono, me dijo que Ralph podría dedicarme cinco minutos a mediodía entre otras dos citas, si estaba allí a las doce en punto.

– Estaré en punto -dije, colgué y me volví hacia los perros-. Eso quiere decir que nos volvemos a casa. Allí podréis tumbaros en el jardín y yo me pondré unas medias. Ya sé que os vais a quedar tristísimos, pero pensadlo bien: ¿quién de los tres lo va a pasar peor?

Eran las diez y media. Me había hecho la ilusión de poder meterme en la cama de Morrell y echar un sueñecito, pero aún tenía que pasarme por casa de Max para darle las fotos de Radbuka a Tim Streeter. Y quería ir a mi propia casa para cambiarme y ponerme algo más apropiado que unos vaqueros para ir a una cita en el Loop. Mientras llevaba a los perros de vuelta al coche, me puse a cantar «La vida es una rueda y yo estoy atrapada entre sus radios». Cuando paré en casa de Max para dejar las fotos de Radbuka, todo seguía tranquilo. Bajé a toda velocidad hasta Belmont, le planté los perros al señor Contreras y subí corriendo las escaleras hasta mi apartamento.

Aquella noche tenía la cena con los Rossy, la oportunidad de charlar en italiano para levantar el ánimo a la mujer de Bertrand que sentía nostalgia de su tierra. Me puse un traje pantalón negro de tela fina que me podía servir tanto para las citas profesionales como para ir a la cena. Cuando llegara a casa de los Rossy podía quitarme el suéter de cuello vuelto, de modo que la blusa de seda rosa que llevaba debajo le diera un toque elegante al conjunto. Metí los pendientes de diamantes de mi madre en un bolsillo y unos zapatos de tacón en la cartera, los de suela de goma de crepé que llevaba cuando fui a la oficina de Fepple… Me detuve sin acabar aquel pensamiento y bajé las escaleras a todo correr. La bolita de pinball estaba de nuevo en acción.

Fui con el coche hasta mi oficina y luego tomé el suburbano hasta el centro. En la calle Adams, frente al edificio Ajax, un pequeño grupo de manifestantes seguía dando vueltas en círculo por la acera junto a la entrada. Sin el concejal Durham para dirigir la carga, sus tropas tenían un aspecto desastroso. De vez en cuando, algunos se animaban cantando alguna consigna a la gente que salía de la oficina para ir a comer, pero la mayor parte se dedicaba simplemente a hablar entre sí, con los carteles descansando sobre los hombros. Parecían los mismos que portaban el viernes anterior -«No a las indemnizaciones a los negreros», «No a las torres de oficinas levantadas sobre los huesos de los esclavos» y cosas así- pero vi que, en el panfleto que un joven me dio cuando iba a entrar en el edificio, habían borrado los ataques en mi contra. Sí, los habían borrado literalmente y donde decía que si yo no tenía vergüenza había un espacio en blanco entre lo de la falta de piedad de Ajax y lo de la falta de compasión de los Birnbaum. El texto ofrecía un aspecto raro: