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La compañía aseguradora Ajax se quedó el importe del seguro de vida de su marido hace diez años. La semana pasada, cuando él murió, enviaron a su diligente detective para acusar a la hermana Sommers de haber robado el dinero.

Supuse que era para poder incluir mi nombre, si volvían a considerarme la mala de la película. Metí el panfleto en mi maletín.

A las doce en punto el ordenanza de la planta de los directivos me pasó a la sala de visitas de Ralph. Él aún no había salido de una reunión en la sala de juntas, pero su secretaria le llamó por el interfono. Ralph apareció tras una brevísima espera pero, esta vez, me dirigió un simple saludo con la cabeza, sin sonrisas ni abrazos.

– ¿A ti siempre te persiguen los problemas, Vic? -me dijo cuando ya estábamos en su despacho con la puerta cerrada-. ¿O es que simplemente surgen y saltan para morderme cuando te acercas a mí?

– Si de verdad sólo dispones de cinco minutos, no los malgastes echándome la culpa por las manifestaciones de protesta del concejal Durham -dije sentándome en una de aquellas sillas tubulares tan duras, mientras él se apoyaba en el borde de su escritorio-. He venido a sugerirte que paguéis la totalidad del seguro a la familia Sommers y así podréis hacer una magnífica labor de relaciones públicas resaltando el gran respeto que sentís ante el dolor de la viuda…

Me cortó en seco.

– Ya pagamos diez mil dólares en 1991. No vamos a pagar dos veces un seguro de vida.

– La cuestión es quién recibió el dinero en 1991. Yo, personalmente, no creo que nadie de la familia Sommers viera ese dinero jamás. El cheque inició y terminó su recorrido en las puertas de la agencia.

Cruzó los brazos con gesto intransigente.

– ¿Tienes alguna prueba?

– Ya sabes que Howard Fepple está muerto, ¿verdad? No hay nadie…

– Se suicidó porque la agencia iba de mal en peor. Figura en el boletín interno de noticias de esta mañana.

Negué con la cabeza.

– Noticia atrasada. Le han asesinado. El expediente sobre la familia Sommers ha desaparecido y ya no queda nadie en la agencia que pueda explicar lo que ha ocurrido en realidad.

Ralph se quedó mirándome entre enfadado e incrédulo.

– ¿Qué quieres decir con que le han asesinado? La policía encontró su cuerpo y una nota de suicidio. Lo dicen los periódicos.

– Ralph, escúchame: no hace ni una hora que he hablado con el forense y me ha dicho que la autopsia revela que se trata de un asesinato. ¿No te parece curioso que el expediente de la familia Sommers haya desaparecido al mismo tiempo que alguien ha matado a Fepple?

– ¿Qué intentas con todo esto? ¿Supones que me lo voy a creer simplemente porque tú me lo digas?

– Llama al forense -dije, encogiéndome de hombros-. Llama al comisario de guardia del Distrito Veintiuno. No intento hacer nada más que ayudar a mi cliente y proporcionarte un camino para acabar con la manifestación de ahí abajo, en la calle Adams.

– Muy bien, pues te escucho -el ceño fruncido acentuaba la incipiente flacidez de sus mejillas.

– Paga la totalidad a la familia Sommers -repetí sin dejar de mirarlo e intentando que no saliese a relucir el pronto de mi carácter-. Sólo son diez mil dólares. Es lo que cuesta el billete de ida y vuelta a Zurich de un miembro de vuestro comité ejecutivo, pero para Gertrude Sommers y para el sobrino que pagó de su bolsillo el funeral representa la diferencia entre vivir en la penuria o con cierto desahogo. Paga y saca de ello un gran revuelo publicitario. ¿Qué podrá hacer Durham después? Puede decir que fue él quien te forzó a tomar esa medida, pero no podrá andar por ahí diciendo que robas a una viuda.

– Lo pensaré, pero no me parece que sea la mejor idea.

– A mí, personalmente, me parece una maravilla. Demuestra lo absolutamente fiable que es esta compañía incluso ante una sitúación en absoluto fiable. Hasta podría escribirte un anuncio publicitario.

– Claro, como no es tu dinero…

No pude evitar sonreír.

– ¿Qué pasa? ¿Va a irrumpir aquí Rossy gritando «Oiga, joven, hasta el último centavo va a salir de sus opciones de compra de acciones»?

– Esto no es broma, Vic.

– Ya lo sé. Y la parte que menos gracia tiene es la referente a las conexiones que los malpensados van a establecer al enterarse de que el expediente de los Sommers se ha evaporado. ¿Hizo tu compañía algo hace una década que desee mantener oculto a toda costa?

– No hicimos nada. Rotundamente, no -se detuvo a mitad de su negación, recordando que nos habíamos conocido a causa de un fraude en Ajax-. ¿Es eso lo que cree la policía?

– No lo sé. Puedo extender las antenas pero, si te sirve de consuelo, lo que he oído sobre el tipo que dirige la investigación es que no tiene muchas ganas de ponerse a sudar -me puse de pie y saqué de mi maletín una copia de la vieja hoja del libro de contabilidad-. Éste es el único documento relacionado con los Sommers que había en la oficina de Fepple. ¿Te dice algo?

Ralph lo miró sólo un instante y sacudió la cabeza con impaciencia.

– ¿Qué es esto? ¿Quiénes son estas personas?

– Esperaba que tú me lo dijeras. Cuando estuve aquí la semana pasada, Connie Ingram, esa chica joven de tu Departamento de Reclamaciones, dejó aquí el expediente que tenéis sobre Sommers. Si contiene copias de los documentos de la agencia, tal vez tenga una completa de éste. No sé quiénes son estas personas, pero las dos cruces que hay junto a sus nombres me hacen pensar que han muerto. El original de esta hoja es bastante antiguo. Y aquí hay algo muy curioso, Ralph: en el laboratorio me han dicho que este papel se hacía en Suiza antes de la guerra. Me refiero a la Segunda Guerra Mundial, no a la Guerra del Golfo.

Se puso tenso.

– Será mejor que no estés sugiriendo…

– ¿Edelweiss? Por Dios bendito, Ralph, ese pensamiento casi no ha cruzado por mi mente. El laboratorio me ha dicho que ese papel se vendía a sibaritas de todo el mundo y, por lo visto, era bastante caro, pero… un papel suizo y una pistola suiza, ambas cosas en una agencia de seguros que atrae en estos momentos mucha atención… La mente humana no es racional, Ralph, sólo relaciona los hechos que se suceden uno detrás del otro. Y eso es lo que está haciendo mi mente.

Entonces se puso a mirar el papel como si éste fuera una cobra que le hubiera hipnotizado. El interfono que estaba sobre su escritorio emitió un pitido. Era su secretaria recordándole que iba a llegar tarde a su cita. Apartó la vista del papel con visible esfuerzo.

– Déjame esto. Le diré a Denise que compruebe la carpeta para ver si hay algún documento más con esta letra. Ahora tengo que irme a toda prisa a otra reunión. Una reunión sobre nuestras reservas, sobre la situación ante posibles reclamaciones de supervivientes del Holocausto y sobre otros asuntos que son mucho más importantes que diez mil dólares y que unas acusaciones sin fundamento contra Edelweiss.

Al bajar me detuve en la planta treinta y nueve, donde se examinaban las reclamaciones. A diferencia de la planta de los directivos, en la que había un ordenanza tras una consola de caoba para controlar las entradas y salidas, allí no se veía a ninguna persona a quien preguntar dónde estaba la mesa de Connie Ingram. Tampoco había alfombras chinas de color rosa flotando en un océano de parqué. Eché a andar sobre una estera de sisal duro de color mostaza por un laberinto de cubículos, la mayor parte de ellos vacíos, pues era la hora de comer.