El sandwich resultó ser un bollo grande de pan con unas escasas rodajitas de berenjena y pimiento. Parte del pan lo desmigué para los gorriones que revoloteaban esperanzados a mis pies. De pronto, sin saber de dónde, aparecieron una docena de palomas intentando apartar a los pajarillos.
El tipo que estaba a mi lado enfrascado en el libro me miró con asco.
– Lo único que está haciendo es fomentar bichos nocivos, ¿sabe?
Dobló la punta de la página que estaba leyendo y se puso de pie.
– Pues a lo mejor tiene razón -le contesté poniéndome de pie yo también-. Siempre había pensado que mi trabajo consistía en mantenerlos a raya, pero a lo mejor ha dado usted en el clavo.
Su gesto de disgusto dio paso a otro de inquietud, giró y se dirigió a toda prisa hacia el edificio de oficinas que teníamos detrás. Desmigué el resto del pan para echárselo a los pájaros. Ya casi era la una. Morrell estaría en ese momento sobrevolando el Atlántico, lejos de la tierra, lejos de mí. Sentí como un vacío en el estómago y apresuré el paso como si, con ello, pudiera dejar atrás el sentimiento de soledad.
Cuando entré en la consulta de Rhea Wiell había una mujer joven sentada en la sala de espera que sostenía nerviosa una taza con una infusión de hierbas entre las manos. Me senté y me puse a observar los peces que había en el acuario, mientras la mujer me lanzaba una mirada de desconfianza.
– ¿A qué hora tiene usted la cita? -le pregunté.
– A la una y cuarto… ¿A qué hora la tiene usted?
Si mi reloj iba bien, todavía no era la una y diez.
– No tengo cita. Espero que la señora Wiell tenga algún hueco libre esta tarde. ¿Lleva usted mucho tiempo con ella? ¿Le está sirviendo de algo?
– Ah, de mucho -dijo, y luego permaneció en silencio durante un minuto, pero como yo continué mirando los peces y el silencio se hizo muy denso, añadió-: Rhea me ha ayudado a cobrar conciencia de fragmentos de mi vida que antes tenía bloqueados.
– A mí nunca me han hipnotizado -dije-. ¿Qué se siente?
– ¿Le da miedo? A mí también me lo daba antes de la primera sesión, pero no es como aparece en las películas. Es como ir descendiendo en un ascensor hacia tu propio pasado. Puedes bajarte en diferentes plantas y explorarlas con la tranquilidad de saber que Rhea está a tu lado, en vez de estar sola o con esos monstruos que estaban allí cuando tuviste que vivir aquello en su momento.
La puerta que daba a la otra habitación se abrió. La mujer que estaba hablando conmigo se giró inmediatamente para mirar a Rhea, que apareció en el umbral de la puerta con Don Strzepek. Estaban riéndose como si existiese bastante familiaridad entre ellos. Don tenía aire de estar muy despierto y Rhea, en vez de la chaqueta y los pantalones sueltos del otro día, llevaba un vestido rojo con el busto ceñido. Al verme, se sonrojó y se separó ligeramente de Don.
– ¿Ha venido a verme? Tengo otra persona citada ahora mismo -me dijo y, por primera vez en nuestra breve relación, la calidez de su sonrisa parecía auténtica. No me lo tomé como una deferencia personal, sabía que era por Don, pero provocó que yo le respondiera con naturalidad.
– Ha surgido algo bastante serio. Puedo esperar a que acabe, pero creo que deberíamos hablar.
Se volvió hacia la paciente que estaba esperándola y le dijo:
– Isabel, no vamos a empezar tarde, pero tengo que hablar un momento a solas con esta señora.
Cuando entré con ella en su despacho, Don me siguió.
– Paul Radbuka ha empezado a acosar a la familia del señor Loewenthal. Me gustaría hablar con usted sobre las posibles estrategias que podemos emplear para manejar esta situación.
– ¿Acosar? Me parece un comentario algo excesivo. Puede que esté malinterpretando su actitud, pero, aunque así fuera, no hay duda de que tenemos que hablar -se sentó tras su mesa para mirar el calendario-. Puedo hacerle un hueco de quince minutos a las dos y media.
Asintió mayestáticamente con la cabeza pero, cuando miró a Don, su expresión volvió a dulcificarse. Nos acompañó a la sala de espera y, dirigiéndose a él, dijo:
– Bueno, entonces, te veo a las dos y media.
– Parece que el asunto de tu libro marcha bien -le dije a Don cuando ya habíamos salido al descansillo.
– Su trabajo es fascinante -me contestó él-. Ayer me dejé hipnotizar. Fue maravilloso, era como estar flotando en un océano de agua tibia dentro de un bote absolutamente seguro.
Vi cómo se llevaba la mano con aire pensativo al bolsillo de la pechera mientras esperábamos al ascensor.
– ¿Has dejado de fumar o has recordado secretos enterrados acerca de tu madre?
– No seas sarcástica, Vic. Sólo me puso en un trance ligero, de modo que pudiese ver cómo es el asunto; no me hizo una hipnosis profunda para recuperar recuerdos. De todos modos, nunca utiliza la hipnosis profunda hasta haber trabajado con el paciente el tiempo necesario para estar segura de que existe la suficiente confianza entre ambos y para estar segura de que el paciente es lo bastante fuerte como para soportar todo el proceso. Cuando salga este libro, Arnold
Praeger y la gente de Memoria Inducida van a lamentar haber intentado tirar por tierra la reputación de Rhea.
– Te ha embrujado con algún tipo de hechizo -dije en tono de burla mientras atravesábamos el portal-. Nunca te había visto dejar a un lado tu cautela de periodista.
Se puso colorado.
– Siempre existen motivos legítimos de inquietud ante cualquier método terapéutico. Lo dejaré bien claro en el libro. Esto no es una apología de Rhea sino una oportunidad para que la gente entienda el valor de su trabajo en la recuperación de recuerdos. Incluiré la opinión de la gente de Memoria Inducida, aunque ellos nunca se han tomado el tiempo necesario para comprender los métodos de Rhea.
Don había conocido a Rhea al mismo tiempo que yo, es decir, hacía sólo cuatro días, y ya era un fervoroso creyente. Me preguntaba por qué sería que su hechizo no tenía ningún efecto en mí. Cuando nos conocimos, el viernes pasado, se dio perfecta cuenta de que me acercaba a ella con escepticismo, no con la admiración de Don, pero no intentó seducirme hacia su campo. Se me ocurrió pensar que, tal vez, no empleara su encanto en la misma medida con las mujeres que con los hombres, pero la joven que estaba en la sala de espera también era, sin duda, una incondicional. ¿Tendría razón Mary Louise? ¿No desconfiaríamos la una de la otra porque ambas queríamos dominar la situación? ¿O era mi instinto el que me decía que en Rhea Wiell había algo turbio? No es que yo pensara que era una simple charlatana, pero me preguntaba si la constante dieta de adulación a la que la habían acostumbrado personas como Paul Radbuka se le habría subido a la cabeza.
– ¡Vuelve a la tierra! -oí decir a Don-. Por tercera vez, ¿quieres tomar un café mientras esperamos?
De pronto me di cuenta de que estábamos fuera del ascensor, en la planta baja.
– La hipnosis, ¿es algo así? -le pregunté-. ¿Te sumerges tanto en un espacio propio que pierdes la conciencia del mundo exterior?
Don me llevó afuera para poder encender un cigarrillo.
– Estás preguntando a un novicio, pero creo que consideran que quedarse así de abstraído es algo muy similar a un trance. Le llaman disociación de imágenes o algo así.
Me coloqué donde no me viniera el humo mientras él se fumaba su cigarrillo y aproveché para hacer unas llamadas y comprobar cómo iban las cosas. Llamé primero a Tim Streeter, quien me dijo que no había ninguna novedad y, luego, a mi servicio de contestador. Para cuando terminé de devolver un par de llamadas a unos clientes, Don ya estaba listo para ir a tomar café al hotel Ritz. En la terraza llena de árboles del Ritz conseguí que me hiciera un resumen de las averiguaciones que había llevado a cabo en los últimos cuatro días.