La policía no se había tomado la molestia de apagar el ordenador. Usando un Kleenex para no mancharme los dedos, di a la tecla Intro y el sistema volvió a activarse. No podía soportar la idea de sentarme en la silla de Fepple, ni siquiera tocarla, así que me incliné sobre el escritorio para manejar el teclado. Incluso en aquella postura tan incómoda no me llevó más que unos minutos volver a tener la agenda en pantalla. El viernes tenía una cita para cenar con Connie Ingram e incluso había añadido dice que quiere hablar sobre Sommers, pero me parece que está cachonda.
Imprimí la anotación y me largué de la oficina lo más deprisa que pude. Todo aquello -la repugnante escena, la fetidez del aire y la horrible idea de que Fepple pensara que Connie Ingram estaba cachonda- hizo que sintiera ganas de vomitar otra vez. Encontré un aseo de señoras, pero estaba cerrado. Metí la llave de la oficina de Fepple pero no abría, aunque sirvió para que alguien que estaba dentro me abriera. Fui tambaleándome hasta uno de los lavabos, me lavé la cara con agua fría, me enjuagué la boca y traté de alejar las peores imágenes de mi mente… y de mi estómago.
Connie Ingram, la concienzuda administrativa de cara redonda del Departamento de Reclamaciones, cuya lealtad a la empresa no me permitió ver los archivos… ¿O es que era tan leal que se citó con un agente repugnante para tenderle una trampa?
Un sentimiento súbito de ira, culminación de toda una semana de frustraciones, me invadió. Rhea Wiell, el propio Fepple, mi indeciso cliente y hasta Lotty. Estaba harta de todos ellos. Y, sobre todo, estaba harta de Ralph y de Ajax, de las broncas que me habían echado por la manifestación de Durham, de que me tomaran el pelo cada vez que pedía que me dejaran ver la copia del expediente de Aaron Sommers y de que hubieran organizado aquella charada, para luego hacer la chapuza de robar la agenda de bolsillo de un tipo y no borrar la anotación que seguía en el ordenador.
Di un empujón a la puerta del aseo para salir y me fui a la caza del ascensor con la sangre hirviéndome en la cabeza. Salí zumbando hacia Lake Shore Drive, dando bocinazos de impaciencia a todos los coches que se atrevían a girar delante de mí y atravesando los semáforos a toda pastilla mientras se estaban poniendo en rojo; en fin, comportándome como una demente idiota. Ya en Lake Shore Drive hice los ocho kilómetros hasta el semáforo de Grant Park en cinco minutos. Al llegar al parque ya se había formado el atasco de la hora punta. Me gané un pitido furioso de un guardia de tráfico cuando hice un giro temerario por delante de un montón de coches para meterme en una de las calles laterales y salir pisando el acelerador para llegar a Inner Drive.
Al llegar al cruce de Michigan con Adams tuve que dar un frenazo: la calle era una masa de coches parados tocando la bocina. Y ahora, ¿qué? Con aquel atasco no iba a poder acercarme al edificio Ajax en el coche. Hice un peligroso giro de ciento ochenta grados, totalmente ilegal, y me volví, con un chirrido de ruedas, hacia Inner Drive. Para entonces ya había estado a punto de dármela tantas veces que estaba recobrando el juicio. Podía oír a mi padre soltándome un sermón sobre los peligros de conducir estando furiosa. De hecho, en una ocasión en la que me cazó, me obligó a ir con él a sacar de un coche el cadáver aplastado de un adolescente al que el volante le había atravesado el pecho. El recuerdo de aquello hizo que recorriera las siguientes manzanas más relajadamente. Dejé el coche en un aparcamiento subterráneo y me dirigí al edificio Ajax.
A medida que me acercaba a Adams, la congestión iba en aumento. No era la multitud normal de trabajadores que vuelven a casa sino una muchedumbre que estaba parada. Me fui abriendo paso entre la gente con dificultad, pegándome a los edificios. A través del gentío oía megáfonos. Los manifestantes habían vuelto a la carga.
«¡No se negocia con negreros!», gritaban unos, a la vez que otros chillaban «¡Ni un solo centavo a los genocidas!». La consigna de «Justicia económica para todos» competía con la de «¡Boicot a Ajax!». «¡No se negocia con ladrones!»
Posner había llegado y, por lo que podía oír, lo había hecho pisando a fondo. Y Durham se había presentado, al parecer, para arengar a sus tropas en persona. No era de extrañar que la calle estuviese atestada. Desrizándome entre la multitud subí por la escalera que llevaba hasta el andén del metro en Adams para poder ver qué era lo que estaba pasando.
Capítulo 28
Pelea entre (ex) amantes
El ascensor me llevó hasta la planta sesenta y tres tan deprisa que se me taponaron los oídos pero apenas fui consciente del malestar. ¡Paul Radbuka con Joseph Posner! Pero ¿por qué me sorprendía? En cierto modo era lógico. Eran dos hombres obsesionados por los recuerdos de la guerra y por su identidad judía. Nada podía ser más natural que verlos juntos.
El ordenanza de la planta de los directivos ya se había marchado. Me acerqué a la ventana que tenía detrás de su consola de caoba, desde donde podía ver más allá del Art Institute hasta el lago. El azul claro se perdía en el horizonte entre las nubes, de modo que no podía distinguir dónde acababa el agua y dónde empezaba el cielo. Casi parecía algo artificial, aquel horizonte, como si un pintor hubiese empezado a sobrepintar un cielo blancuzco y hubiera perdido luego el interés por la obra.
Tenía que estar en casa de los Rossy a las ocho. Eran las cinco. Me preguntaba si podría seguir a Radbuka desde allí hasta su casa, aunque, tal vez, aquella noche se fuera a la casa de Posner. A lo mejor había encontrado una familia que le acogiera y le alimentara como parecía que necesitaba. A lo mejor empezaba a dejar a Max en paz.
– ¡Vic! Pero ¿qué estás haciendo aquí fuera? Me has llamado desde el almacén hace quince minutos.
La voz de enfado e inquietud de Ralph me devolvió al presente. Estaba en mangas de camisa, ion el nudo de la corbata flojo y, bajo la fachada de enojo, sus ojos reflejaban preocupación.
– Estoy admirando la vista. Sería maravilloso dejar toda esta agitación y caminar hacia el horizonte, ¿verdad? Yo sé por qué estoy molesta con Connie Ingram, pero no tengo la menor idea de por qué estás tú tan alterado.
– ¿Qué has hecho con la microficha?
– U la lá, vishti banko.
– ¿Qué demonios quiere decir eso? -dijo apretando los labios.
– Tu pregunta tampoco tiene sentido para mí. No conozco a ninguna microficha ni personalmente ni de oídas, o sea que será mejor que empieces por el principio -al llegar a ese punto frené en seco-. ¡No me digas que la microficha de los Sommers se ha dañado!
– Muy bien, Vic, la inocencia sorprendida. Casi me convences.
Entonces perdí la calma, le empujé y me dirigí a apretar el botón del ascensor.
– ¿Adonde vas?
– A mi casa -dije escupiendo las palabras-. Quería preguntarte por qué Connie Ingram fue la última persona que vio a Howard Fepple con vida y por qué le había hecho pensar a Fepple que sería una cita erótica y por qué tras esa cita erótica Fepple fue hallado muerto y por qué el expediente de los Sommers que había en la agencia se ha esfumado. Pero no tengo ninguna necesidad de aguantar que me sigas lanzando mierda encima. Puedo hacerle esas preguntas directamente a la policía. Créeme, hablarán con esa señorita, doña Lealtad a la Empresa, y obtendrán las respuestas de un modo muy persuasivo.
Oí que el ascensor paraba detrás de mí. Antes de poder subirme en él, Ralph me agarró por el brazo.