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– Ya que estás aquí, concédeme otros dos minutos. Quiero que hables con una persona de mi Departamento.

– Si pierdo la oportunidad de seguir a un tipo que está en la manifestación, me convertiré en una detective bastante enfadada, así que al grano, Ralph, ¿vale? Y eso me lleva a otra pregunta: ¿por qué estás tan obsesionado con la maldita microficha cuando tu edificio está sitiado?

Pasó por alto mi pregunta y se dirigió caminando muy deprisa por las alfombras de color rosa hasta su despacho. Denise, su secretaría, seguía en su puesto. Connie Ingram y una mujer negra, desconocida para mí, estaban sentadas, muy derechas, en las sillas tubulares. Cuando Ralph entró, lo miraron nerviosas.

Ralph me presentó a la desconocida, Karen Bigelow, la supervisora de Connie en el Departamento de Reclamaciones.

– Simplemente cuéntale a Vic lo que me has contado a mí, Karen.

Ella asintió con la cabeza y se volvió hacia mí.

– Ya estoy informada de todo lo del asunto Sommers. La semana pasada estuve de vacaciones, pero Connie ya me ha explicado que tuvo que dejarle el expediente al señor Rossy y que una detective privada podría intentar sonsacarle datos confidenciales de la empresa, así que cuando la detective, o sea usted, apareció pidiendo ver la ficha, Connie vino directamente a decírmelo. A ninguna de nosotras nos sorprendió demasiado. Como ya sabe, aquí, Connie, se mantuvo firme, pero se quedó preocupada y fue a ver la microficha. La correspondiente al expediente de los Sommers no estaba. No es que alguien la estuviera revisando o algo así. Es que había desaparecido. Y creo entender que usted estuvo sola en la planta durante un rato, señora.

Yo puse mi mejor sonrisa.

– Ya veo, pero tengo que confesarles que no sé dónde se guardan las fichas, en caso contrario podrían tener motivos fundados para sospechar de mí. Para ustedes, que se conocen al dedillo esa madriguera donde trabajan en la planta treinta y nueve, todo es coser y cantar, pero para un extraño ése es un lugar impenetrable. Aunque puede hacer algo muy sencillo: comprueben las huellas dactilares. Las mías figuran en los archivos del Ministerio del Interior porque tengo una licencia de detective y porque soy agente jurado ante los tribunales. Llamen a la policía, traten este asunto como un auténtico robo.

Se hizo un silencio en el despacho. Un minuto después Ralph dijo:

– Sí hubieras abierto ese armario, habrías limpiado las huellas, Vic.

– Mayor razón para buscarlas. Si hay otras huellas, aparte de las de Connie, lo que resulta lógico porque ha estado revisando los cajones, o eso dice, comprobarán que yo no he estado allí.

– ¿Qué quiere decir con lo de «o eso dice», señorita detective? -preguntó Karen Bigelow fulminándome con la mirada.

– Pues eso mismo, señorita supervisora, que no sé qué clase de juego se trae Ajax con la reclamación de la familia Sommers, pero es un juego en el que las apuestas están muy altas ahora que un hombre ha sido asesinado. La madre de Fepple me dio una llave para entrar en la agencia. He estado allí hoy para ver si podía encontrar algo en su agenda de citas.

Hice una pausa para mirar a Connie Ingram, pero su rostro redondo no reflejaba ninguna inquietud especial.

– Quienquiera que matase a Howard Fepple birló el expediente y su agenda electrónica de bolsillo. Pero no se le ocurrió borrar la cita de la agenda del ordenador, o le dio más asco que a mí acercarse al ordenador puesto que estaba cubierto de sangre y de restos de sesos.

Tanto Karen Bigelow como Connie se estremecieron al oírlo, lo cual sólo probaba que no les gustaba la idea de mezclar ordenadores, sangre y sesos.

– Bueno, a ver si averiguan quién tenía una cita con Howard Fepple el viernes pasado por la noche. ¡La joven Connie Ingram, aquí presente!

Su boca se abrió con un gigantesco «Oh» de protesta.

– Jamás. Yo jamás he tenido una cita para verlo. Si puso eso en su agenda, estaba mintiendo.

– Está claro que alguien miente -dije yo-. Yo estuve con él el viernes por la tarde y alguien muy rebuscado le proporcionó un método simple pero ingenioso para darme esquinazo. Esa misma persona volvió a entrar con él, mezclada entre un grupo de parejas que iban a clase de Lamaze y, luego, también salió entre ellos. Probablemente después de haberle matado. Connie Ingram era el único nombre que figuraba en las citas del viernes y, a su lado, había escrito dice que quiere hablar sobre Sommers, pero me parece que está cachonda -saqué la hoja impresa de mi bolso y se la pasé por delante de las narices.

– ¿Escribió eso sobre mí? Pero si yo sólo hablé con él por teléfono para que volviera a comprobar lo del pago. Y eso fue la semana pasada, justo después de que usted viniera por aquí. Me lo encargó el señor Rossy. Yo vivo en casa, vivo con mi madre. Yo jamás haría… Yo jamás he hecho una llamada telefónica de esa clase -dijo y hundió la cara entre las manos, toda colorada de vergüenza.

Ralph me arrancó la hoja de las manos. La miró y, luego, la echó con desprecio a un lado.

– Yo también tengo una agenda electrónica. Se pueden meter datos después de que haya pasado la fecha; cualquiera puede haberlos metido, incluida tú, Vic, para desviar la atención sobre ti por haberte llevado la microficha.

– Otra cosa más para que la analicen los expertos -solté yo bruscamente-. Se pueden meter citas después de la fecha, pero no se puede engañar a la máquina. Ella te dirá en qué fecha se introdujo esa anotación. Y me parece que ya hemos hablado todo lo que había que hablar aquí. Tengo que comunicarle estos problemas técnicos a la policía antes de que la señorita Inocencia, aquí presente, baje y borre el disco duro.

Las lágrimas corrían por las mejillas de Connie.

– Karen, señor Devereux, de verdad, nunca he estado en esa agencia. Nunca le dije que saldría con él, aunque él me lo pidió, ¿por qué iba a hacerlo? Por teléfono no parecía una persona agradable.

– ¿Le pidió que saliera con él? -pregunté yo interrumpiendo su llanto-. ¿Cuándo fue eso?

– Cuando lo llamé. Después de estar usted aquí la semana pasada, lo llamé, como ya he dicho, porque el señor Rossy y el señor Devereux me lo pidieron, para que averiguara qué era lo que tenía en sus archivos y él me dijo, de esa forma grosera con la que hablaba, «Un montón de asuntos muy jugosos, ¿no te gustaría verlos? Podríamos tomarnos una botellita de vino mientras repasamos el expediente los dos juntos», y yo le dije: «No, señor, sólo quiero que me envíe copias de los documentos más importantes que tenga, para que yo pueda ver cómo es que se extendió un cheque contra esa póliza cuando el tomador del seguro aún estaba vivo». Y, entonces, él siguió diciendo esas cosas que, de verdad, no puedo repetirlas, y parecía que pensaba que lo pasaría bien conmigo pero, sinceramente, ya sé que tengo treinta y tres años y sigo viviendo con mi madre, pero no soy esa clase de virgen desesperada… Bueno, que yo nunca le dije que iba a verlo y si puso eso en su agenda es que era un mentiroso y ¡no siento para nada que esté muerto! ¡Ya está! -y salió corriendo de la habitación, envuelta en llanto.

– ¿Está satisfecha, señorita Detective? -dijo fríamente Karen Bigelow-. Me parece que podría haber encontrado algo mejor que hacer que amedrentar a una chica honrada y trabajadora como Connie Ingram. Perdóneme, señor Devereux, pero será mejor que vaya a ver si está bien.

Empezó a surcar la habitación con paso majestuoso, pero antes de que pudiera salir, me interpuse en su camino.

– Señorita Supervisora de Reclamaciones, es maravilloso cómo se preocupa por la gente de su equipo, pero ha venido usted aquí para acusarme de un robo. Antes de irse a enjugar las lágrimas de Connie Ingram, quiero que me aclare su acusación.

Resopló.

– La chica que la acompañó a la mesa de Connie Ingram me ha dicho que estuvo usted dándose una vuelta por la planta. Puede haber estado en la zona de los archivos.