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– ¡Ah! Que tengas buena suerte cuando hables con esos especímenes -seguí hojeando el resto del material y me sorprendió ver un librito de la historia de la compañía de seguros Ajax de reciente publicación: Ciento cincuenta años de vida y todavía en plena forma escrito por Amy Blount, doctora en Letras.

– ¿Quieres que te lo preste? -dijo Don sonriendo de oreja a oreja.

– No, gracias, ya lo tengo. Hace un par de semanas hicieron una gran fiesta para celebrar el aniversario. Mi mejor cliente pertenece al Consejo de Administración, así que me lo conozco al dedillo… Hasta conocí a la autora -era una mujer joven, delgada, de aspecto adusto, con innumerables coletas rastas recogidas hacia atrás con unos lazos de cinta de seda gruesa, que bebía agua mineral un poco al margen de aquella multitud tan elegantemente vestida. Tamborileé sobre el librito-. ¿Cómo lo has conseguido? ¿Anda Bull Durham detrás de Ajax? ¿O se trata de Posner?

Don volvió a llevarse la mano al bolsillo donde tenía el paquete de cigarrillos.

– Me parece que los dos. Ahora que Edelweiss es la propietaria de Ajax, Posner quiere un listado con todas las pólizas suscritas desde 1933. Y Durham no deja de machacar para que Ajax le enseñe sus libros y así poder ver a quiénes aseguró entre 1850 y 1865. Naturalmente los de Ajax están luchando como locos para que no se apruebe la IHARA ni aquí ni en ningún otro estado, sea con las enmiendas de Durham o sin ellas. Aunque no parece que la legislación de Florida y California, que está en el original del proyecto de ley de Illinois, haya perjudicado a ninguna aseguradora. Apuesto a que ya han calculado cuánto tiempo tendrán que estar dando largas hasta que se muera el último beneficiario… Morrell, voy a matar a alguien si no me meto un poco de nicotina en el cuerpo antes de un minuto. Puedes hacerle arrumacos a Vic mientras salgo fuera. Oiréis mi tos de gran fumador para advertiros de que vuelvo a entrar.

– ¡Pobre tipo! -me dijo Morrell al tiempo que me seguía al dormitorio para cambiarme de ropa-. Mmm, no recuerdo haberte visto ese sostén.

Era uno rosa y plateado que a mí me encantaba. Morrell me acarició la espalda y empezó a juguetear con el cierre. Un minuto después me zafé de sus brazos.

– La tos del fumador nos va a retumbar en los oídos en cualquier momento. ¿Cuándo te has enterado de que iba a venir?

– Me llamó desde el aeropuerto esta mañana. Intenté decírtelo, pero tenías el móvil apagado.

Morrell se hizo con mi falda y mi jersey y los colgó en el armario. Su extraordinario sentido del orden era una de las razones por las que no podía imaginarme viviendo juntos.

Fui al cuarto de baño para desmaquillarme y él se sentó en el borde de la bañera.

– Creo que Don deseaba, sobre todo, tener una excusa para largarse de Nueva York. Desde que esa gran empresa francesa, Gargette, compró la matriz de Envision no lo ha estado pasando demasiado bien. Se han suprimido tantos puestos que teme quedarse sin su trabajo de editor. Quiere ver si todo lo que rodea a las conferencias de la Birnbaum puede llegar a ser argumento suficiente como para escribir un libro.

Volvimos al dormitorio. Me puse unos vaqueros y una sudadera.

– ¿Y tú qué vas a hacer? -le pregunté mientras me recostaba sobre él y cerraba los ojos, dejando que la fatiga contra la que había estado luchando me cayera encima-. ¿Hay alguna posibilidad de que te anulen el contrato para ese libro sobre los talibanes?

– No caerá esa breva, nena -contestó Morrell alborotándome el pelo-. No te hagas ilusiones.

Me sonrojé.

– No pretendía ser tan clara, pero es que… ¡Kabul! Allí un pasaporte estadounidense puede ser un problema tan grande como que una mujer lleve los brazos al descubierto.

Morrell me abrazó más fuerte.

– Es más fácil que tú tengas problemas aquí en Chicago que yo en Afganistán. Nunca había estado enamorado de una mujer a la que le dan una paliza y la abandonan medio muerta en la avenida Kennedy.

– Pero tú podías visitarme todos los días mientras estaba convaleciente -objeté.

– Te prometo, Victoria Iphigenia, que si me dejan medio muerto en el Paso de Jíber, conseguiré que Médicos para la Humanidad te lleve hasta allá para que puedas verme todos los días.

Médicos para la Humanidad era una ONG con la que Morrell ya había trabajado en otras ocasiones. Tenía su centro en Roma y estaba intentando organizar un programa de vacunación para los niños afganos antes de que llegara el crudo invierno himalayo. Morrell pensaba ir de un lado a otro hablando con todo el mundo, visitar las escuelas del Estado exclusivas para niños, ver si podía dar con alguna escuela clandestina para niñas y, en general, intentar comprender algo acerca de los talibanes. Hasta había hecho un curso sobre el Corán en una mezquita de Devon Street.

– Me voy a quedar dormida, si no me pongo en movimiento -susurré apoyada en su pecho-. Vamos a preparar algo de cenar. Tenemos los fettuccini que compré el fin de semana. Les ponemos unos tomates, unas aceitunas, un poco de ajo y ya está.

Volvimos al salón, donde Don estaba hojeando un ejemplar de la Kansas City Review en el que venía una crítica de Morrell de algunos libros sobre Guatemala, que se habían publicado hacía poco.

– Buen trabajo, Morrell. Es bastante peliagudo tener que tomar postura sobre las juntas militares. No son más que los mismos perros con distinto collar, ¿verdad? Y también resulta peliagudo decidir qué hacer con lo de la implicación de nuestro gobierno con alguno de esos grupos.

Me distraje un momento mientras ellos hablaban de la política en Sudamérica. Cuando Don anunció que necesitaba fumarse otro cigarrillo, Morrell me siguió a la cocina para preparar la cena juntos. Luego, sentados en los taburetes altos, cenamos sobre el mostrador de la isla de la cocina mientras Don comentaba con tono pesimista los cambios habidos en el mundo editorial.

– Estando yo en Barcelona, mis amos anunciaron en el Journal que consideraban a los escritores como simples proveedores de contenidos. Y, después, sacaron un manual sobre cómo había que presentar mecanografiados los manuscritos, rebajando a los proveedores de contenido a la categoría de meros mecanógrafos.

Pocos minutos antes de las diez Don apartó su taburete del mostrador.

– En las noticias de las diez dirán algo sobre la conferencia de la Fundación Birnbaum. Me gustaría verlo, aunque es probable que las cámaras hayan prestado más atención al jaleo que ha habido fuera.

Ayudó a Morrell a vaciar los platos en el cubo de la basura y, luego, se fue al porche trasero para fumarse otro cigarrillo. Mientras Morrell ponía el lavaplatos, pasaba un trapo húmedo a las encimeras y metía lo que había sobrado en recipientes herméticos, yo me fui al salón y puse el Canal 13 en la televisión, el del Global Entertainment de Chicago. Dennis Logan, el presentador de las noticias de la noche, estaba terminando de enumerar el sumario.

– Durante la conferencia sobre los judíos en los Estados Unidos, que se ha celebrado hoy en el hotel Pléyades, ha habido momentos en que los acontecimientos cobraron un tinte tormentoso, pero la auténtica sorpresa se produjo al final de la tarde y la provocó alguien que ni siquiera figuraba en el programa. Beth Blacksin les contará la historia completa.

Me hice un ovillo en una esquinita del sofá de Morrell. Empecé a dar cabezadas pero, cuando sonó el teléfono, me despabilé y vi a dos mujeres jóvenes en la pantalla elogiando un fármaco para combatir las infecciones causadas por hongos. Morrell, que había entrado en la habitación detrás de mí, quitó el sonido de la televisión y contestó al teléfono.