Volví a tomar sus manos.
– Lotty, tú nunca has sido una persona en quien no se pueda confiar. Te conozco desde que tenía dieciocho años. Siempre has estado a mi lado, siempre has sido cariñosa, comprensiva y una verdadera amiga. Te estás flagelando por un pecado que no has cometido.
– Es cierto que somos amigas desde hace mucho tiempo, pero tú no eres Dios. Tú no conoces todos mis pecados, igual que yo no conozco los tuyos -me lo dijo con un tono seco, no con esa sequedad de la ironía sino como si se hallara demasiado exhausta como para experimentar ningún sentimiento-. Pero, si ese hombre que cree ser un Radbuka está amenazando a Calia… Calia es el vivo retrato de Teresz. Cuando la miro, veo a Teresz. Era la belleza de nuestro grupo. Y no sólo eso, también tenía un gran encanto. Incluso a los dieciséis años, cuando todas las demás éramos unas jovencitas torpes. Cuando miro a Calia es como si volviera a ver a Teresz. Si hubiera pensado que le podría ocurrir a Calia algo realmente malo…
No acabó la frase. Si pensara que a Calia le podría ocurrir algo realmente malo, ¿acabaría por contarme la verdad? ¿O qué?
Se hizo un silencio y entonces miré el reloj, vi la hora que era y, sin más preámbulos, dije que tenía que irme a una cena. No me gustó la tensión que vi en el rostro de Lotty mientras me acompañaba otra vez al ascensor. Corriendo por Lake Shore Drive hacia casa de los Rossy, pensé que en realidad yo sí que era una amiga en la que no se podía confiar.
En aquel momento, en un salón atestado de esculturas de bronce, tapicerías de seda, enormes cuadros al óleo, mientras escuchaba una charla superficial sobre el esquí y sobre si una ciudad como Chicago era capaz de representar ópera de primera, me sentí totalmente ajena al mundo que me rodeaba.
Capítulo 31
Gustos caros
Me alejé de la charla y me acerqué a los ventanales de la terraza. Estaban abiertos, de modo que los invitados podían cruzar tras los pesados cortinones para salir fuera. Frente a mí, el lago Michigan se extendía como un agujero negro en medio de la tela de la noche, perceptible únicamente como una enorme mancha entre las luces parpadeantes de los aviones que se dirigían a O'Hare y los faros de los coches de la calle que tenía debajo. Me recorrió un escalofrío.
– ¿Tiene frío, signora Warshawski? No debería estar ahí, al aire de la noche -oí decir a Bertrand Rossy, que había salido por el ventanal detrás de mí.
Me di la vuelta.
– No suelo tener la oportunidad de disfrutar de esta vista.
– Ya que he sido negligente a la hora de atender a mis invitados, no puedo censurarla por evitarlos, pero espero que ahora quiera acompañarnos -dijo sosteniendo la cortina sin dejarme otra alternativa salvo la de volver a la reunión.
– Irina, una copa de vino para la señora Warshawski -dijo dirigiéndose en inglés a una mujer con el típico uniforme de las doncellas.
– Según parece se ha pasado usted el día ahorrando millones de dólares para sus accionistas -le dije, cambiando también del italiano al inglés-. Tiene que haber sido muy gratificante haber conseguido que la Asamblea Legislativa les apoyara con tanta rapidez.
Al reírse se le volvieron a formar los hoyuelos en las mejillas.
– Oh, yo sólo he ido como observador. Preston Janoff me ha dejado impresionado, muy impresionado. Sabe mantener la sangre fría cuando le atacan.
– Una votación de once a dos en el comité me suena como el ataque de los pitufos.
Volvió a reírse.
– ¡El ataque de los pitufos! ¡Qué modo tan original de expresarse tiene usted!
– ¿Qué pasa, caro? ¿Qué te hace reírte tanto? -le preguntó Fillida, que venía a traerme la copa de vino ella misma, mientras se agarraba del brazo de su marido.
Rossy repitió mi comentario. Fillida sonrió dulcemente y lo dijo de nuevo en inglés.
– Tengo que recordar esa frase. El ataque de los pitufos. Y ¿a quién estaban atacando?
Me sentí increíblemente estúpida y me dediqué a dar sorbitos a mi copa de vino, mientras Rossy le explicaba lo de las votaciones en la Asamblea Legislativa.
– Ah, sí, ya me lo dijiste al entrar. ¡Qué lista es usted que conoce de primera mano todos esos asuntos de la Asamblea Legislativa, signora! Yo tengo que esperar a que Bertrand me lo cuente -le enderezó la corbata-. Cariño, este dibujo de centellas es demasiado llamativo, ¿no te parece?
– ¿Y cómo sabía usted el resultado de la votación con tanta exactitud? -me preguntó Rossy-. ¿Más adivinaciones?
– Vi las noticias en la sala de conferencias de Janoff. Sobre otros asuntos mi ignorancia es supina.
– ¿Sobre cuáles? -preguntó Rossy agarrando los dedos de su mujer en un gesto que daba a entender que ella era en realidad el centro de su atención.
– Sobre asuntos como por qué necesitaba Louis Durham encontrarse con usted en su casa después de la votación. No sabía que la directiva de Ajax y él estuvieran en tan buenos términos. O sobre por qué eso debía de importarle a Joseph Posner.
Filuda se giró hacia mí.
– Usted es, sin duda, una indovina, signora. Me reí cuando Bertrand me contó que usted leía la mano, pero es auténticamente sorprendente cómo sabe tanto de nuestros asuntos privados.
El tono de su voz era suave y carente de crítica, pero bajo su mirada distante y serena me sentí incómoda. Me había imaginado que había asestado un golpe audaz, pero en aquel momento me pareció que había sido simplemente burdo.
Rossy extendió las manos.
– Después de todo Chicago no es muy diferente de Berna o de Zurich. Aquí y allí el trato personal con los gobernantes de la ciudad resulta muy útil para el buen funcionamiento de la empresa. Y en cuanto al señor Posner, es comprensible que esté contrariado por la votación de hoy -me dijo dándome una ligera palmada en la espalda cuando Laura Bugatti, la esposa del agregado cultural, se unió a nosotros-. Allora, ¿qué hacemos discutiendo asuntos de los que nadie más entiende nada?
Antes de que pudiera responderle, dos niños de unos cinco y seis años entraron en la sala bajo la mirada vigilante de una mujer con el uniforme gris de las niñeras. Los dos eran muy rubios y la niña tenía una espesa melena que le caía por la espalda. Llevaban unos pijamas que debían de haber mantenido ocupadas a un equipo de bordadoras durante un mes. Filuda se inclinó para darles un beso de buenas noches y les dijo que se despidieran de Zia Laura y Zia Janet. Zia Laura era la mujer del agregado cultural y Zia Janet, la novelista. Las dos fueron a besar a los niños mientras Pulida pasaba los dedos por la larga melena de su hija.
– Giulietta -dijo dirigiéndose a la niñera-, hay que ponerle un poco de loción de romero en el pelo a Marguerita; el viento de Chicago se lo deja muy seco.
Bertrand tomó a la niña en brazos para llevársela a la cama. Filuda dobló bien el cuello del pijama de su hijo y le empujó suavemente hacia la niñera.
– Luego iré a veros, cariños míos, pero ahora tengo que ocuparme de que nuestros invitados coman algo porque, si no, se van a desmayar de hambre dentro de poco. Irina -añadió dirigiéndose, con el mismo tono suave, a la doncella-, haga el favor de servir la cena.
Le pidió al signar Bugatti que me acompañara y a su mujer que le diera el brazo al banquero suizo. Cuando cruzábamos el recibidor rumbo al comedor forrado de madera, me detuve a admirar un antiguo reloj de pie en cuya esfera estaba representado el sistema solar. Mientras lo estaba mirando empezaron a dar las nueve y el sol y los planetas comenzaron a girar alrededor de la Tierra.
– Es una maravilla, ¿verdad? -dijo el signor Bugatti-. Fillida tiene un gusto exquisito.