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Si los cuadros y las pequeñas esculturas que atestaban todas aquellas salas eran suyos, no sólo tenía un gusto exquisito sino una barbaridad de dinero para poder permitírselos. Pero, también, poseía un lado extravagante: junto a una marina pintada por un niño había colocado fotografías de sus hijos en la playa.

Al verlas, Laura exclamó:

– Oh, mira, aquí está el pequeño Paolo en Samos el verano pasado. ¡Qué adorable es! ¿Vas a dejarle ir a nadar al lago Michigan?

– ¡Por favor! -contestó Fillida, alargando una mano para poner derecha la fotografía de su hijo-. El está deseando ir. No se te ocurra ni mencionarlo. ¡Con esa contaminación!

– Cualquiera que pueda enfrentarse al Adriático, puede soportar el lago Michigan -dijo el banquero y todo el mundo acogió el comentario con risas-. ¿No le parece, signora Warshawski?

Yo sonreí.

– La verdad es que yo voy a menudo a nadar al lago, pero puede que mi sistema inmunológico haya generado una tolerancia a nuestra contaminación. Aunque, por lo menos, nosotros nunca hemos sufrido ningún brote de cólera en las aguas costeras de Chicago.

– Ah, pero Samos no es lo mismo que Nápoles -dijo la novelista, la «tía Janet» que había besado a un Paolo reticente hacía unos minutos-. Es algo tan típico de los estadounidenses sentirse superiores sin haber pasado ni siquiera por Europa. Estados Unidos ha de ser siempre el número uno en todo, hasta en la limpieza de las aguas costeras. En Europa la gente se preocupa más por tener una mejor calidad de vida en términos más generales.

– Eso quiere decir que, cuando una empresa alemana se convierte en la mayor empresa editorial de los Estados Unidos o cuando una compañía suiza compra la mayor aseguradora de Chicago, en realidad no pretenden dominar el mercado -dije-, tan sólo es un efecto colateral de la búsqueda de una mejor calidad de vida en términos generales.

El banquero se rió, mientras Rossy, que acababa de volver a reunirse con nosotros, llevando una corbata diferente, de tonos más apagados, dijo:

– Tal vez Janet debería haber dicho que los europeos ocultan bajo una capa de civilización su interés por ganar medallas o por triunfar. Es de mala educación alardear abiertamente de los logros personales. Es mejor mencionarlos, como por casualidad, en medio de una conversación intrascendente.

– En cambio a los estadounidenses nos encanta alardear -continuó insistiendo la novelista-. Nosotros somos ricos, somos poderosos y todo el mundo tiene que hacer las cosas a nuestro modo.

Irina apareció con una crema de champiñones de color marrón claro, con el contorno de un champiñón dibujado con nata por encima. Era una mujer silenciosa y eficiente que supuse había venido de Suiza con los Rossy hasta que me di cuenta de que Filuda y su marido siempre se dirigían a ella en inglés.

En la mesa la conversación se desarrollaba en italiano y versó, durante un rato bastante tenso, sobre las deficiencias, tanto del ejercicio del poder como del comportamiento de los estadounidenses. Sentí que se me ponían los pelos de punta. Es gracioso, pero a nadie le gusta que alguien ajeno critique a su familia, aunque esté formada por una panda de locos y de matones.

– Así que la votación de hoy en la Asamblea Legislativa de Illinois no ha girado en torno a la posible retención de las indemnizaciones derivadas de los seguros de vida que les corresponden a los herederos de las víctimas del Holocausto; ha tratado, simplemente, de evitar que los Estados Unidos impongan sus criterios en Europa, ¿no? -dije yo.

El agregado cultural se inclinó sobre la mesa hacia mí.

– En cierto modo, así es, signora. Ese concejal negro, ¿cómo se llama?, ¿Duram?, a mí me parece que su argumento es muy válido. Los estadounidenses siempre están dispuestos a condenar desde fuera las atrocidades de una guerra, que fue en efecto atroz, nadie lo niega, pero no están dispuestos a examinar las atrocidades que cometieron en su país con los indios o con los esclavos africanos.

La doncella retiró los platos de la sopa y trajo lomo de ternera asada acompañado de verduras variadas. Los platos eran de porcelana de color crema y tenían una gran H grabada en oro en el centro. Tal vez fuese la inicial del apellido de soltera de Fillida Rossy, aunque, en ese momento, no se me podía ocurrir ningún apellido italiano que empezase por H.

Laura Bugatti intervino para decir que, a pesar de los atentados de las mafias en Italia y Rusia, la mayoría de los lectores europeos prefería estar al tanto de la violencia en los Estados Unidos que fijarse en la de sus propios países.

– Tienes razón -dijo, interviniendo por primera vez, la esposa del banquero-. Mi familia jamás habla de la violencia en Zurich, pero se pasan todo el tiempo haciéndome preguntas sobre los asesinatos que hay en Chicago. ¿No te pasa a ti lo mismo después del asesinato de ese tipo de la empresa de tu marido, Fillida?

Fillida pasó los dedos suavemente por la elaborada filigrana de su cuchillo. Noté que comía muy poquito, así que no era de extrañar que se le marcase tanto el esternón.

– D'accordo. Supongo que ese crimen salió en los periódicos de Bolonia porque saben que estoy viviendo aquí. Mi madre lleva llamándome varias mañanas seguidas para decirme que mande a Paolo y Marguerita de vuelta a Italia, donde no corren peligro. No sirve de nada que le repita una y otra vez que ese crimen se ha producido a treinta kilómetros de mi casa, en una zona horrible como otras que pueden encontrarse sin duda en Milán. E incluso puede que en Bolonia, aunque, la verdad, me resultaría difícil de creer.

– En tu ciudad natal, no, ¿verdad, cara? -dijo Bertrand-. Si es tu ciudad, tiene que ser la mejor del mundo, no puede existir nada desagradable.

Lo dijo riéndose y levantando su copa en dirección a su esposa, pero ella torció el gesto. El se puso serio, bajó la copa y se volvió hacia la mujer del banquero. Me pareció que el tono suave de Filuda tenía algo de intimidatorio: en aquella mesa no se admitían chistes sobre Bolonia, había que cambiarse de corbata si a ella no le parecía adecuada y variar de tema de conversación si le molestaba.

Laura Bugatti, al notar que Filuda estaba contrariada, preguntó enseguida con un tono de niña ansiosa:

– ¿Un crimen en la empresa de Bertrand? ¿Cómo es que no se me ha informado? Me estás ocultando una información cultural de gran importancia -le dijo a su marido con un mohín.

– Era un agente de seguros que trabajaba para Ajax, a quien encontraron muerto en su oficina -le contestó el banquero-. Ahora la policía ha dicho que se trata de un asesinato y no de un suicidio, como pensaron al principio. Usted trabajaba para él, ¿no es así, signora Warshawski?

– Trabajaba contra él -le corregí-. El tenía la clave de una controvertida… -me quedé pensando en cómo se decía aquello en italiano. Nunca he utilizado ese idioma para hablar de asuntos económicos. Al final, me volví hacia Rossy, que tradujo «reclamación sobre un seguro de vida».

– Bueno, pues él tenía la clave para resolver esa reclamación tan controvertida que se le ha hecho a Ajax, pero no conseguí que me revelara lo que sabía.

– Así que su muerte la ha dejado frustrada -me dijo el banquero.

– Sí, frustrada y perpleja, porque todos los papeles relacionados con ese seguro han desaparecido. Incluso hoy mismo alguien ha estado revolviendo en un archivador de la compañía para llevarse documentos.

Rossy colocó de un golpe la copa que tenía en la mano sobre la mesa.

– Y usted, ¿cómo lo sabe? ¿Por qué nadie me ha informado?

Abrí las manos en señal de ignorancia.

– Usted estaba en Springfield y yo he sido informada porque a su signor Devereux se le ocurrió sospechar que yo podía ser la responsable de ese robo.

– ¿En mi oficina? -me preguntó.