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– En el Departamento de Reclamaciones. La copia que usted se quedó en su oficina sigue intacta -no añadí que a Ralph su sexto sentido le decía que en aquellos papeles había algo raro.

– O sea que usted jamás vio la documentación del agente -dijo Rossy, sin tomar en cuenta mi insinuación-. ¿Ni siquiera cuando estuvo en su oficina después de su muerte?

Dejé cuidadosamente el tenedor y el cuchillo sobre el filo dorado de mi plato.

– ¿Y cómo está usted al tanto de que he ido a la oficina de Fepple tras su muerte?

– Esta tarde hablé desde Springfield con Devereux y me dijo que usted le había llevado una especie de documento de la oficina del agente.

La doncella sustituyó los platos usados por otros también con filo de oro, con una mousse de frambuesa rodeada por los mismos frutos, pero frescos.

– La madre del difunto me dio una llave de la oficina y me pidió que fuera a ver si encontraba algo que la policía hubiese pasado por alto. Cuando entré, me encontré un trozo de un papel que parece un documento muy antiguo escrito a mano. La única razón por la que lo asocié con esa controvertida reclamación es que en él figura el nombre del tomador de la póliza, aunque no sabría decir si tiene algo que ver con la reclamación o se trata de otra cosa.

Laura Bugatti volvió a aplaudir.

– Esto es emocionante: un documento misterioso. ¿Sabe quién lo escribió o cuándo lo hizo?

Negué con la cabeza. Aquel interrogatorio me estaba haciendo sentirme incómoda y ella no tenía por qué saber que yo había llevado el papel a analizar.

– ¡Qué desilusión! -dijo Rossy dirigiéndome una sonrisa-. ¡Yo que había alardeado tanto de sus dotes sobrenaturales! Seguro que, al igual que Sherlock Holmes, usted será capaz de reconocer cincuenta y siete tipos diferentes de papel por sus cenizas.

– ¡Ay! -dije yo-. Mis poderes son imprevisibles. Son más aplicables a las personas y a sus motivaciones que a los documentos.

– Y, entonces, ¿por qué preocuparse siquiera? -me preguntó Fillida, mientras sus dedos se afirmaban alrededor del pesado mango de la cuchara que no había utilizado.

En su tono suave y distante había un aire de superioridad que me hizo sentir ganas de contestar de forma agresiva.

– Se trata de la reclamación de una familia afroamericana pobre del sur de Chicago. Si Ajax le pagara sus diez mil dólares a la inconsolable viuda, aprovecharía una magnífica oportunidad para poner en práctica toda esa retórica que Preston Janoff ha manifestado hoy.

– O sea que está actuando simplemente por nobleza de corazón y no porque tenga ninguna prueba -dijo el banquero, con un tono que sugería que sus palabras no encerraban ningún cumplido.

– Y ¿por qué intenta implicar en ello a la empresa de Bertrand? -añadió la novelista.

– No sé quién cobró el cheque que extendió Ajax en 1991 -dije volviendo a utilizar el inglés para estar segura de que me expresaba con claridad-. Pero hay dos razones por las que pienso que o bien fue el agente o bien alguien de la compañía de seguros: por lo que he averiguado acerca de la familia que ha presentado la reclamación y por el hecho de que el expediente original haya desaparecido. No sólo el de la agencia, sino también el de la compañía de seguros. Puede que quien se los llevó no se diera cuenta de que todavía quedaba otra copia en el despacho del señor Rossy.

– Ma il corpo -dijo la mujer del banquero-. ¿Usted vio el cuerpo? ¿Es cierto que la postura, el lugar en el que estaba el arma y todo eso hicieron que la policía creyera que se trataba de un suicidio?

– La signara Bugatti tiene razón -dije yo-. A los europeos les encanta conocer los detalles de la violencia en Estados Unidos. Desgraciadamente, la madre del señor Fepple no me dio la llave de la oficina hasta después del asesinato de su hijo, así que no puedo darle detalles sobre la posición del cuerpo.

Rossy frunció el ceño.

– Lamento que le parezcamos unos cotillas pero, como ya ha oído, en Europa las madres se preocupan por sus hijas y por sus nietos. Aunque, quizás podríamos hablar de cosas menos sangrientas.

Filuda asintió.

– Sí, creo que ya se ha hablado de demasiados asuntos sangrientos en mi mesa. ¿Por qué no volvemos al salón para tomar el café?

Mientras el resto del grupo se sentaba en los mullidos sofás de color pajizo, le di las gracias a Fillida Rossy y me excusé.

– Una serata squisita. Lamento tener una cita mañana temprano, lo que me obliga a marcharme sin tomar café.

Ni Fillida ni su marido hicieron el menor esfuerzo para que me quedara un rato más, aunque Fillida dijo algo sobre ir juntos una noche a la ópera.

– A pesar de que no puedo creer que se pueda cantar Tosca fuera de La Scala. Me parece una herejía.

Bertrand me acompañó hasta la puerta repitiendo con tono cordial que mi compañía había sido un placer. Esperó en el umbral hasta que llegó el ascensor. Oí que, en el interior, la conversación giraba en torno a Venecia, a cuyo festival de cine habían asistido Fillida, Laura y Janet.

Capítulo 32

El cliente en chirona

Mi rostro reflejado en el espejo del ascensor tenía un aspecto salvaje y descuidado, como si hubiera pasado años en la selva, lejos de todo contacto con los seres humanos. Me pasé un peine por mi abundante cabellera con la esperanza de que mis ojeras fueran un mero efecto de la luz.

Saqué un billete de diez dólares de mi cartera y me lo coloqué doblado en la palma de la mano. Cuando llegué al vestíbulo del edificio, le dediqué al portero una sonrisa que pretendía ser encantadora e hice un comentario sobre el tiempo.

– Está agradable para esta época del año -dijo, coincidiendo con mí comentario-. ¿Necesita un taxi, señora?

Le dije que no iba lejos y añadí:

– Espero que no sea difícil conseguir taxis más tarde, porque me da la impresión de que los demás invitados de los Rossy están dispuestos a quedarse toda la noche.

– Ah, sí. Sus fiestas son muy cosmopolitas. La gente suele quedarse hasta las dos o las tres de la madrugada.

– La señora Rossy es una mujer que se preocupa mucho por sus hijos. Creo que mañana le va a resultar difícil levantarse a la vez que ellos -comenté al recordar la forma en que los había abrazado y besado antes de que se fueran a la cama.

– No, si es la niñera quien los lleva al colegio, pero si quiere saber mi opinión, serían más felices si se preocupara menos por ellos. Al menos, el niño. Siempre está tratando de que no le abrace tanto en público. Supongo que el chico ha visto que en los colegios estadounidenses las madres no abrazan a sus hijos ni están todo el tiempo arreglándoles la ropa.

– Es una dama que tiene una forma de hablar muy suave, sin embargo me da la impresión de que es ella quien lleva las riendas allí arriba.

Le abrió la puerta a una señora mayor que salía con un perrito, al tiempo que le comentaba lo bonita que estaba la noche para dar un paseo. El perrito enseñó los dientes bajo una mata de pelo blanco.

– ¿Va a trabajar con ellos? -me preguntó cuando se habían marchado.

– Oh, no. No. Tengo negocios con el señor Rossy.

– Estaba a punto de decirle que yo no trabajaría allí arriba ni por todo el oro del mundo. La señora tiene una visión muy europea de lo que debe ser el servicio, incluyéndome a mí. Para ella yo soy como un mueble que le consigue taxis. Según he oído, la del dinero es ella. El señor se casó con la hija del jefe y todavía hoy sigue bailando al ritmo que le marca la familia. Bueno, eso es lo que he oído.

Soplé un poquito más la brasa.

– Pero supongo que debe de ser bueno trabajar con ella porque, si no, Irina no se hubiese venido desde Italia para seguir a su servicio.

– ¿De Italia? -preguntó mientras le abría la puerta a una pareja de adolescentes, aunque con ellos no habló-. Irina es polaca. Con toda probabilidad está aquí de manera ilegal. Todo el dinero que gana se lo manda a su familia en Polonia, como casi todos los inmigrantes. No, lo que la señora trajo de Italia fue una niñera para que cuidase a los niños y para que no olvidaran el italiano mientras estaban aquí. Una estirada que no te da ni la hora -añadió con aire resentido. Cotillear sobre los jefes es lo que convierte un trabajo aburrido en interesante.