– Espere un momento -le dije-. Cuando hemos empezado a hablar, me ha acusado usted de haber mandado a la policía a por su marido. ¿Qué le hace creer eso?
No pensaba decírmelo, pero al final me soltó que la policía había recibido una llamada telefónica.
– Dijeron que había sido un hombre, un negro, pero estoy segura de que eso lo dicen para ponerme nerviosa. No conozco a ningún hermano que pueda acusar a mi marido de asesinato.
Podía ser que los detectives la hubieran tomado con ella y con Isaiah, pero también podía ser que hubiera sido un hermano el que había dado el soplo por teléfono. Lo dejé pasar: en el estado en que se encontraba, Margaret Sommers necesitaba echarle la culpa a alguien. Y ese alguien bien podía ser yo.
Volví a preguntarle sobre su visita a la oficina de Fepple el sábado.
– Cuando estuvieron en la oficina de Fepple, ¿buscaron el expediente del tío del señor Sommers? ¿Se llevaron algún papel?
– ¡Oh, no! ¿Después de entrar y verle allí tirado? Con la cabeza… ¡Ay! ¡Si no me atrevo siquiera a decirlo! Nos fuimos lo más rápido posible.
Pero habían tocado lo suficiente. Mi cliente debía de haber dejado huellas dactilares en algún lugar de la oficina. Y, gracias a mí, la policía había dejado de considerar la muerte de Fepple como un suicidio. Así que Margaret Sommers tampoco andaba tan desencaminada: yo había provocado la detención de su marido.
Capítulo 33
Confusión
Nada más colgar, me puse a aporrear algunos acordes agudos al piano. Lotty suele criticarme por lo que denomina mi búsqueda despiadada de la verdad, y dice que en el camino paso por encima de las personas sin detenerme a pensar en sus deseos ni en sus necesidades. Si hubiese sabido que por ser un lince en el caso de la muerte de Fepple iba a conducir a Sommers a la cárcel… Pero era inútil reprocharme por haber ayudado a que la policía llevara a cabo una investigación con todas las de la ley. Eso ya estaba hecho, ahora tenía que ocuparme de las consecuencias.
Pero ¿y si hubiese sido Isaiah Sommers el que había matado a Fepple? El lunes me había dicho que tenía una Browning sin licencia, lo cual no impedía que también tuviese una SIG sin licencia. Aunque es una pistola cara y no es el tipo de arma que alguien se compra para tener en casa.
Toqué dos teclas juntas del piano con tal fuerza que Peppy se alejó de mí. ¿Y si después hubiese organizado todo para que la muerte de Fepple pareciese un suicidio? Demasiado complicado para mi cliente. Quizás lo hubiese organizado su mujer, ella sí que tenía un carácter fuerte. Me la podía imaginar poniéndose lo suficientemente furiosa como para matar a Fepple, a mí o a cualquiera que se le pusiera por delante.
Negué con la cabeza. La bala que había matado a Fepple no había sido disparada en un ataque de furia. Alguien se había acercado lo bastante a Fepple como para meterle una pistola en la boca. Primero tenía que haberle dejado sin sentido o haber contado con un cómplice que lo hiciera. Vishnikov me había dicho que aquel asunto tenía pinta de haber sido hecho por un profesional. Eso no encajaba con el perfil furioso de Margaret Sommers.
Me había olvidado de preparar el desayuno mientras hablaba con ella. Ya eran las diez de la mañana y, de pronto, me entró un hambre atroz. Fui hasta la esquina de casa, a la cafetería Belmont, el último vestigio de las tiendas y de los restaurantes del viejo barrio obrero de Lakeview. Mientras esperaba a que me trajeran una tortilla española, llamé a mi abogado, Freeman Cárter. Lo que Isaiah Sommers necesitaba con más urgencia en aquel momento era la ayuda de un buen abogado y, antes de colgar, le había prometido a Margaret Sommers que se lo conseguiría. Al principio se enfadó cuando me ofrecí a ayudarla y dijo que tenían un abogado muy bueno en la iglesia que podía ocuparse de Isaiah.
– ¿Qué es lo que más le importa? ¿Salvar a su marido o salvar su orgullo? -le pregunté. Después de una elocuente pausa, farfulló que lo mejor sería que le echasen un vistazo a mi abogado, pero que si no les inspiraba confianza, nada más verlo, no lo contratarían.
Freeman entendió enseguida la situación.
– Está bien, Vic -me dijo-, de momento tengo un ayudante que puede acercarse hasta el Distrito Veintiuno. ¿Tienes alguna teoría alternativa sobre quién pudo cometer el asesinato?
– La última cita que tuvo Fepple el viernes por la tarde fue con una mujer de la compañía de seguros Ajax, que se llama Connie Ingram -la verdad es que no quería echársela a los lobos pero tampoco iba a dejar que el fiscal acusase injustamente a mi cliente. Le informé a Freeman de la situación en torno a los documentos de la póliza de los Sommers-. Hay alguien en la compañía que no quiere que esos papeles anden por ahí, pero es imposible que mi cliente haya robado la microficha de los archivos del Departamento de Reclamaciones de Ajax. Claro que pueden decir que la he robado yo, pero ya cruzaremos ese puente cuando llegue la ocasión.
– ¿Y la has robado tú, Vic? -preguntó Freeman con tono seco.
– No, Freeman. Palabra de scout. Tengo tantas ganas de ver esos documentos como cualquier otra persona en esta bendita ciudad, pero hasta el momento sólo he llegado a ver una versión expurgada. Seguiré buscando pistas sobre el asesinato, en caso de que suceda lo peor y tengamos que ir a juicio.
Barbara, la camarera más antigua de la cafetería Belmont, me trajo la tortilla justo cuando colgaba.
– Pareces una yuppie más de Lakeview con esa cosa pegada a la oreja, Vic.
– Gracias, Barbara. Es que intento adaptarme a mi entorno.
– Bueno, pues no te acostumbres. Aquí estamos pensando en prohibirlo. Estoy harta de ver a la gente hablando a gritos de sus asuntos a una mesa vacía.
– ¿Qué quieres que te diga, Barbara? Cuando tienes razón, tienes razón. ¿Puedes ponerme la comida un momento en el calientaplatos mientras salgo a hacer otra llamada?
Soltó un gruñido y se fue a atender otra mesa. Era la hora en que la gente hace un alto para tomarse un café, a media mañana, y el lugar empezaba a llenarse de los mecánicos y el personal de mantenimiento del barrio, que se ocupaban de hacerle la vida más cómoda a los yuppies que residían allí. Me comí la mitad de la tortilla a toda velocidad para matar el hambre antes de llamar a Amy Blount. Contestó una mujer que me preguntó mi nombre antes de pasarle el teléfono a la señorita Blount.
Al igual que Margaret Sommers, Amy Blount estaba furiosa, pero se controlaba un poco más. Le hubiera gustado que hubiese contestado antes a su llamada. Estaba sometida a una gran presión y no le gustaba tener que estar pendiente de mi llamada. ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar a Hyde Park?
– No lo sé, ¿cuál es el problema?
– Ay, es que ya lo he contado tantas veces que me había olvidado de que usted no lo sabe. Han entrado a robar en mi apartamento.
La noche anterior había vuelto a casa a las diez, después de dar una clase en Evanston, y se había encontrado todos sus papeles desparramados, el ordenador roto y sus disquetes habían desaparecido. Cuando llamó a la policía, no se lo tomaron muy en serio.