– Pero es que son las notas de mi tesis. Son irreemplazables. Yo ya tengo mi tesis escrita y encuadernada, pero las notas las iba a utilizar para escribir otro libro. La policía no lo entiende, dice que es imposible investigar todos los robos que hay en la ciudad y puesto que no han desaparecido objetos de valor…, bueno, el único objeto de valor que tengo es mi ordenador.
– ¿Y cómo entraron los ladrones?
– Por la puerta de atrás. Aunque había puesto una reja, lograron entrar sin que ninguno de los vecinos oyera nada. Se supone que Hyde Park es un barrio de gente progre pero todo el mundo desaparece a la primera señal de un problema -añadió en tono amargo.
– ¿Dónde está usted ahora? -le pregunté.
– En casa de una amiga. No podía quedarme en medio de todo aquel caos y tampoco quería ordenar las cosas hasta que alguien que se tomara en serio el problema las viese.
Anoté la dirección de su amiga y le dije que Mary Louise o yo nos pasaríamos por allí en un par de horas. Intentó convencerme de que fuese antes, pero le expliqué que los detectives de urgencia éramos como los fontaneros: teníamos que hacer un hueco entre todas las demás calderas rotas para poder atender su avería.
Terminé mi tortilla pero no me comí las patatas fritas, que son mi debilidad, porque si me como una, me las como todas y después me sentiría demasiado pesada y no podría pensar deprisa. Y el día que tenía por delante tenía todo el aspecto de requerir un discernimiento propio de Einstein. No esperé a que me trajesen la cuenta. Dejé quince dólares sobre la mesa y subí la calle Racine trotando hacia mi coche.
Tenía que hacer un par de recados en el distrito financiero antes de ir a mi oficina. Mientras iba en el coche hacia el centro, llamé a Mary Louise para preguntarle si podía trabajar más horas aquella tarde y pasarse a ver el apartamento de Amy Blount. Estuvo bastante seca conmigo, pero le dije que dentro de poco estaría allí y que entonces podría soltarme todas sus quejas en persona.
Pero ya que estaba al lado del Ayuntamiento, entré en busca del despacho del concejal Durham. Por supuesto que tenía otro despacho en el sur de la ciudad, en su distrito, pero sus esbirros se pasaban la mayor parte del tiempo en el Loop, que es donde está el dinero y el poder.
Garabateé una nota en una de mis tarjetas: En relación con el óbolo de la viuda y con Isaiah Sommers. Después de esperar apenas quince minutos, la secretaria me coló por delante de otras personas que también querían ver a Durham y que me dirigieron unas miradas asesinas.
Estaba en su despacho acompañado por un joven que llevaba la chaqueta azul marino con la insignia de su movimiento: un ojo bordado con hilo dorado con la palabra OJO debajo. El concejal llevaba una chaqueta de Harris Tweed y una camisa a rayas de un verde muy pálido, haciendo juego con el tono verde de la chaqueta.
Me estrechó la mano cordialmente y me hizo una seña para que me sentara.
– ¿Así que tiene algo que decir sobre el óbolo de la viuda, señora Warshawski?
– ¿Está al tanto de toda esta historia, concejal? ¿Sabe que Margaret Sommers siguió su consejo, que llamó al agente de seguros Howard Fepple y que le insistió para que les recibiera, todo para acabar entrando en su oficina y encontrárselo muerto?
– Cómo lo siento. Tiene que haber sido un shock para ella.
– Esta mañana ha tenido otro peor. Han detenido a su marido para interrogarlo. La policía recibió un soplo y ahora piensan que él asesinó a Fepple porque le había robado el óbolo a su tía, por decirlo de algún modo.
Asintió lentamente con la cabeza.
– Comprendo que la policía sospeche de él, pero estoy seguro de que Isaiah no mataría a nadie. Lo conozco hace años, ¿sabe?, años, porque su tía, bendita sea, tenía un hijo que fue miembro de mi organización hasta que murió. Isaiah es un buen hombre, un hombre que va a la iglesia. No creo que sea un asesino.
– ¿Y sabe quién puede haberle dado el soplo a la policía, concejal? Los expertos de la policía dicen que están casi seguros de que la llamada telefónica la hizo un hombre afroamericano.
Sonrió con tristeza.
– Y usted se dijo, ¿qué hombre afroamericano conozco? Louis Durham. Al fin y al cabo, los negros son todos iguales. En el fondo no son más que unos animales, ¿verdad?
Le sostuve la mirada.
– Lo que yo me dije fue: ¿quién ha estado manteniendo reuniones secretas con el director europeo de una compañía de seguros que retiene el expediente de Aaron Sommers? Me dije: no entiendo qué interés pueden tener esos hombres en común. ¿Cargarse el proyecto de la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto a cambio de que se suspendan las manifestaciones que están teniendo lugar frente al edificio de Ajax? Pero ¿y si el señor Rossy quisiera algo más? ¿Y si quisiera que Isaiah Sommers cargara con el muerto para poder así darle carpetazo a su reclamación y quitarse ese problema de encima? ¿Y si, a cambio de que usted acabase con las manifestaciones y consiguiese que alguien delatara a Isaiah Sommers, Rossy volase a Springfield y le hiciese el favor de cargarse el proyecto de ley de la IHARA?
– Usted tiene una buena reputación como detective, Warshawski. Esto no es digno de usted -Durham se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. El joven de la chaqueta con el OJO le siguió.
Me vi forzada a ponerme de pie y marcharme.
– No, no lo es. Pero recuerde, Durham, que yo no tengo vergüenza, usted mismo lo escribió en sus panfletos.
Recogí mi coche del aparcamiento que estaba en un extremo del Loop, sintiéndome más incrédula que furiosa después de aquella entrevista. ¿Qué pensaba Durham que iba a decirle para haberme recibido tan rápido? ¿Qué estarían haciendo juntos Rossy y él? ¿Habría sido realmente alguien de su equipo el que hizo la llamada que condujo a la detención de Isaiah Sommers? No lograba hacer encajar las piezas de una forma coherente.
Estaba intentando sortear el congestionado cruce de Armitage, donde confluyen tres calles por debajo de la autopista Kennedy, cuando recibí la llamada de Tim Streeter.
– Vic, no te alarmes, pero tenemos problemas.
Se me paró el corazón.
– ¡Calia! ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás? Oh, socorro, espera, no cuelgues -frené en seco justo debajo de la autopista Kennedy, obligando a frenar a otro coche que estaba girando para entrar en la autopista y que me dio un bocinazo, y me metí en una gasolinera que estaba al otro lado.
– Cálmate, Vic. La niña está aquí, conmigo. Estamos en el Museo de los Niños, en Wilmette. Agnes está bien. El problema está en el hospital. Posner, el tipo ese que ha estado…
– Sí, sí, sé quién es.
– Bien, pues se ha presentado en el hospital con un grupo de manifestantes para protestar contra el señor Loewenthal y la doctora Herschel, acusándoles de separar a las familias judías. Yo había quedado en llevar a la niña por allí para que se tomara un sandwich con el señor Loewenthal, porque la mamá está en la galería mostrando su obra, pero, cuando llegamos al hospital, nos encontramos con el gran despliegue de Posner y su gente.
– Ay, maldito sea, él y todos sus seguidores -tenía tal descarga de adrenalina que estaba dispuesta a salir pitando por la avenida Bryn Mawr y descuartizar a Posner con mis propias manos-. ¿Y está ahí Radbuka?
– Sí. Por eso hemos tenido problemas. Al principio no me di cuenta de qué iba todo aquello. Pensé que sería un problema laboral o una protesta de los antiabortistas. No me enteré de lo que ponían las pancartas hasta que no estuvimos encima. Y entonces Radbuka vio a la niña y empezó a avanzar hacia ella. La saqué de allí a toda pastilla, pero había cámaras de televisión, así que es posible que salga esta noche en la tele. No estoy seguro. Llamé al señor Loewenthal desde el coche y me vine para aquí.