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Posner no podía parecer indeciso delante de sus tropas.

– Aceptaré hablar con usted lejos del hospital, sólo para evitar que difame a mi movimiento por televisión. Pero no lo haré a solas.

Llamó a otro hombre para que le acompañase, ordenándole al resto del grupo que esperase junto al autobús hasta que regresara. Los equipos de televisión observaron atónitos cómo los manifestantes se fueron alejando hacia al aparcamiento y después se abalanzaron sobre Posner y sobre mí en medio de un murmullo de preguntas atropelladas. ¿Qué le había hecho suspender la manifestación?

– Ya hemos logrado nuestros objetivos por el día de hoy -declaró con grandilocuencia-. Hemos conseguido que el hospital comprenda que incluso instituciones apoyadas por los judíos pueden estar igual de expuestas que las laicas a caer en el desinterés y en la indiferencia ante las necesidades de la comunidad judía. De todos modos, volveremos: Max Loewenthal y Charlotte Herschel pueden estar seguros de ello.

– ¿Y usted qué opina, doctora Herschel? ¿Tiene algo que decir sobre la afirmación de que está usted apartando al señor Radbuka de su familia?

Lotty torció el gesto.

– Soy una cirujana que me dedico plenamente a mi trabajo. No tengo tiempo para historietas. De hecho, este hombre ya me ha apartado de mis pacientes durante demasiado tiempo.

Giró en redondo y se metió en el hospital.

Los periodistas se me echaron encima, preguntándome qué le había dicho a Posner. ¿Quién era mi cliente? ¿Sospechaba de alguna acción fraudulenta dentro del grupo de Posner o en el hospital? ¿Quién financiaba aquellas manifestaciones?

Le dije a Beth y a los demás periodistas que, en cuanto tuviese alguna información interesante, la compartiría con ellos, pero que, por el momento, no sabía de ningún fraude relacionado con Posner ni con el hospital.

– Pero, Beth -pregunté-, ¿qué te ha traído a ti por aquí?

– Nos enteramos porque alguien nos llamó por teléfono, ya sabes cómo funciona todo esto, Warshawski -me dirigió una sonrisa picara-. Pero no fue él. Fue una mujer la que llamó al canal. Aunque podía haber sido cualquier otra persona.

Posner, molesto porque yo había acaparado la atención de los periodistas, me gruñó que fuera con él si es que quería que hablásemos. No disponía del día entero para andar perdiendo el tiempo con una tonta que tenía la cabeza llena de fantasías. Se alejó a toda prisa por la entrada de coches con el esbirro que había elegido como acompañante. Apreté el paso para alcanzarlo.

Un par de periodistas iniciaron una persecución poco entusiasta. Radbuka, que no se había ido al autobús con los otros manifestantes, empezó a gritar que Max era su primo, pero que no quería reconocerlo y que yo era la bestia de Babilonia que impedía que Max hablase con él. Pero los periodistas ya conocían esa historia, no les interesaba quedarse a la repetición. Si yo no les iba a suministrar carne fresca, ya no tenían motivos para seguir en las inmediaciones del hospital Beth Israel. Así que los equipos recogieron sus cosas y se dirigieron hacia sus unidades móviles.

Capítulo 35

El sabueso amateur

La multitud empezó a dispersarse al ver que se había acabado el espectáculo y que las cámaras habían desaparecido. Cuando Posner y yo llegamos a la esquina de Catalpa, los accesos al hospital ya estaban casi vacíos. Me reí para mis adentros: debería enviarle a Max una factura por aquello.

Me volví para ver qué estaba haciendo Radbuka. Se había quedado solo delante del hospital. El enorme pesar de verse abandonado, tanto por Posner como por las cámaras, ensombrecía su expresivo rostro. Miró a su alrededor con aire vacilante y, de repente, se echó a correr calle abajo hacia nosotros.

Volví a girarme hacia Posner, que estaba dando unos golpecitos impacientes sobre su reloj.

– Pues bien, señor Posner. Hablemos de usted y de Bertrand Rossy.

– No tengo nada que decir sobre él -dijo, adelantando el mentón con aire altanero: el Gladiador no le tiene miedo a la Muerte.

– ¿Ni sobre la reunión que mantuvo anoche con él? ¿Ni sobre cómo Rossy le persuadió de que disolviera la manifestación frente a Ajax y organizara una aquí, en el Beth Israel?

Se detuvo en mitad de la acera.

– Quien le haya dicho que me reuní con él está mintiendo. Tengo mis propios motivos para estar hoy aquí y no tienen nada que ver con Rossy.

– Vamos a no empezar nuestra agradable charla acusándonos de mentirosos. Yo lo vi en la casa de Rossy. Anoche fui a cenar con él y su esposa.

– ¡Pues yo no la vi a usted!

– Bueno, eso ya prueba que estuvo allí -le sonreí con desdén. Posner estaba tan acostumbrado a hacer siempre de padre que pensé que la forma de ponerlo nervioso sería tratarlo como si fuese un niño.

– Rabino Joseph, creo que no debería hablar más con esta mujer -dijo su adlátere-. Está tendiéndole una trampa para que diga algo que nos desacredite. Acuérdese de que Radbuka dijo que es la que le mantiene apartado de su familia.

– Eso tampoco es cierto -dije-. Estoy deseando que Paul encuentre a su verdadera familia. Pero tengo gran curiosidad por saber qué relación existe entre su movimiento a favor de la recuperación de los bienes de las víctimas del Holocausto y la compañía de seguros Ajax. Sé que ustedes saben que Preston Janoff estuvo ayer en Springfield para evitar que la Ley sobre la Recuperación de Bienes saliera adelante, así que ¿por qué dejaron de manifestarse delante de Ajax? Yo hubiera jurado que hoy se enfrentarían a ellos con una contundencia aún mayor. Apuesto a que anoche Bertrand Rossy le prometió algo o le ofreció una bonita suma de dinero para que se marchasen del Loop y se vinieran para aquí.

– Tienes razón, León -Posner se alejó de mí-. Esta mujer no tiene idea de nada. Está intentando sacar de la mentira verdad para evitar que molestemos a sus amigos ricos del hospital.

Aunque ya me estaba cansando de ser «esta mujer» en lugar de tener nombre, mantuve un tono de voz cordial.

– Puede que yo no tenga idea de nada pero, sacando de la mentira verdad, puedo imaginarme cosas que le interesarían a Beth Blacksin, la periodista del canal Global. Y créame, sí que lo vi en casa de los Rossy anoche. Y si se lo cuento a Beth, la tendrá aparcada frente a la puerta de su casa durante una semana.

Posner ya había girado para marcharse pero, al oír eso, se volvió para mirarme, dirigió otra mirada preocupada a León y otra a la calle para ver si las cámaras seguían allí.

Sonreí.

– Sé que estaba furioso cuando llegó a casa de Rossy, así que supongo que era porque usted sabía que estaba reunido con el concejal Durham. Tenía usted miedo de que Ajax fuese a hacer algún trato especial con Durham que debilitara la actuación de su movimiento.

»Al principio, cuando usted se presentó en el vestíbulo del edificio, Rossy se negó de plano a recibirlo -continué diciendo-, pero usted lo amenazó por el telefonillo con denunciar sus manejos con Durham. A pesar de todo, Rossy le dijo que no lo recibiría hasta más tarde para evitar que Durham se enterase de que usted estaba allí. Usted llegó hecho una furia a la casa de Rossy, pero cuando se marchó ya estaban otra vez los dos en muy buenos términos, así que Rossy tiene que haberle dado algo. Tal vez no fuese dinero, sino información. El sabe que usted es muy intransigente con esas instituciones que, a pesar de estar dirigidas por judíos, le parecen demasiado laicas. Así que, tal vez, Rossy le propusiese algo que combinase el asunto de los seguros con el de una de las instituciones judías más importantes de Chicago, el Beth Israel. Le dijo que trajese su manifestación hasta aquí para desviar la atención de los medios de comunicación hacia el hospital y hacia Max Loewenthal.

De pie en la esquina, frente al café Cozy Cup, le di una oportunidad a Posner para que contestara. No dijo nada, pero parecía preocupado y se mordía el interior de la mejilla con gesto nervioso.