– ¿Y usted lo creyó?
– Le di una semana. Me convenció de que iba en serio y de que merecía una semana para resolverlo.
– ¿Y entonces qué está haciendo aquí? -le pregunté-. ¿Por qué no les da unas vacaciones a sus chicos?
– Ha venido a ayudarme -me espetó Paul Radbuka, sonrojado por la agitación, y empezó a atacarme tan intempestivamente como me había apoyado unos segundos antes-. Sólo porque usted no quiera que yo vea a mi familia y haya contratado a ese…, a ese camisa parda para impedir que yo hable con mi primita, eso no quiere decir que no sean parientes míos. No está mal que Max Loewenthal se dé cuenta, de una vez por todas, de qué es lo que se siente cuando le hacen a uno el vacío.
– Paul, de verdad, tiene que entender que Max no está emparentado con usted. No sólo está usted amargándole la vida a la familia del señor Loewenthal, sino que está arruinando la suya y, además, está corriendo el riesgo de que lo detengan. Créame, la vida en la cárcel es horrible.
Radbuka torció el gesto.
– Max es el que debería estar en la cárcel por tratarme con ese desprecio.
Lo miré, intentando descubrir cómo traspasar aquella densa cortina de resentimiento.
– Paul, ¿quién era realmente Ulrich?
– Mi padre adoptivo. ¿Está intentando hacerme confesar que era mi verdadero padre? ¡No lo haré! ¡No lo era!
– Pero Rhea dice que no se apellidaba Ulrich.
Su rostro pasó del sonrojado al rojo intenso.
– No se atreva a sugerir que Rhea miente. La mentirosa es usted. Ulrich dejó unos documentos en clave. Demuestran que mi verdadero nombre es Radbuka. Si tuviese confianza en Rhea, entendería la clave, pero usted no confía en ella. Intenta destruirla, intenta destruirme a mí, pero no se lo permitiré, ¡no, no y no!
Vi cómo empezaba a temblar, preguntándome, alarmada, si no estaría teniendo alguna especie de ataque. Cuando avancé para intentar ayudarlo, Posner me gritó que no me acercase, que él no permitiría que una mujer tocara a uno de sus seguidores, aunque ni el propio Radbuka fuese consciente del peligro que implicaba el contacto con una mujer. El y León llevaron a Radbuka hasta un banco que había en la parada del autobús. Me quedé mirando por si acaso, pero parecía que Radbuka se iba tranquilizando. Dejé que los hombres se ocuparan del asunto y subí la calle lentamente hasta el hospital, con la esperanza de poder intercambiar impresiones con Max antes de volver a mi oficina.
– Esa idea de Posner de que Rossy sobornase a Durham para que organizara una contramanifestación no es tan descabellada -le dije a Max, después de que su agotada secretaria le convenciera para que me recibiese cinco minutos-, pero, de verdad, debe de estar tan loco como Paul Radbuka para organizar una manifestación aquí. ¿Cómo van las cosas con tus mecenas?
Max no suele aparentar la edad que tiene, pero aquella tarde tenía la piel de los pómulos gris y tensa.
– No entiendo nada de lo que está pasando, Victoria. Anoche vino a casa Don Strzepek, el amigo de Morrell. Le dejé mirar mis apuntes con toda confianza, pensé que creía en su veracidad. Estaba convencido de que un amigo de Morrell no abusaría de mi confianza.
– Pero esos apuntes no dicen nada sobre la familia Radbuka que pueda servir para decir si ese tipo, Paul, es pariente de ellos o no. A no ser que haya algo en tu carpeta que yo no viera…
Hizo un gesto de cansancio.
– Sólo la carta de Lotty, que ya has leído. Don no habrá sido capaz de utilizarla para animar a Paul a creer que son parientes, ¿no?
– No lo creo, Max -le dije, pero tampoco estaba tan convencida. Recordé cómo le brillaban los ojos a Don cuando miraba a Rhea Wiell-. Pero puedo intentar hablar con él esta noche, si quieres.
– Sí, hazlo -estaba desplomado en su asiento, tras la mesa de despacho, inexpresivo como una efigie-. Nunca pensé que me sentiría aliviado al despedir a la única familia que me queda, pero me alegraré mucho cuando vea a Calia y a Agnes subir a ese avión.
Capítulo 36
Galimatías: otra palabra para la misma historia de siempre
Me dirigí anclando despacio hasta mi coche y conduje de regreso a mi oficina respetando todos los límites de velocidad y todas las señales de tráfico. El paroxismo de aquella mañana, alimentado por la adrenalina, había desaparecido. Miré el montón de mensajes que me había dejado Mary Louise y luego llamé a Morrell a su hotel de Roma, donde eran las nueve de la noche. La conversación me levantó el ánimo y me deprimió, al mismo tiempo. Me dijo todo lo que queremos oír del ser amado, especialmente cuando el ser amado está a punto de internarse en territorio talibán durante ocho semanas. Pero después de colgar, me sentí más desamparada que nunca.
Intenté echar una cabezadita en el camastro del cuarto trasero, pero mi mente se negaba a desconectar. Al final, acabé por levantarme y me puse a revisar los mensajes y a contestar las llamadas. Entre los mensajes había uno que decía que llamase a Ralph en Ajax: la compañía había decidido cubrir todo el dinero del seguro de los Sommers. Lo llamé de inmediato.
– Que te quede claro, Vic, que ésta es una excepción -me advirtió Ralph Devereux nada más ponerse al teléfono-. No sueñes con que se convierta en una costumbre.
– Es una noticia maravillosa, Ralph, pero ¿de quién ha sido la idea? ¿Tuya? ¿De Rossy? ¿Te ha llamado el concejal Durham y te ha presionado para que lo hagas?
No me hizo caso.
– Ah, y otra cosa. Te estaría muy agradecido si la próxima vez que decidas echarle la policía encima a uno de mis empleados me lo hicieses saber.
– Tienes toda la razón, Ralph. Estaba en medio de una emergencia en un hospital pero te debería haber llamado. ¿Han detenido a Connie Ingram?
Mary Louise me había dejado un informe escrito a máquina sobre Sommers y otro sobre Amy Blount, que estaba intentando leer por encima mientras hablaba. Gracias a los contactos policiales de Mary Louise y a la habilidad de Freeman Cárter, el Estado había puesto en libertad a Isaiah Sommers, aunque dejando bien claro que era el principal sospechoso. El problema, en sí, no había surgido porque descubrieran sus huellas en la puerta. Finch había dicho que los técnicos del 911 habían confirmado lo que los polis de la comisaría del Distrito Veintiuno le habían dicho a Margaret Sommers: que habían recibido una llamada anónima, probablemente de un hombre de raza negra, y por eso se habían puesto a investigar las huellas digitales que había en la oficina.
– No. Pero se han presentado aquí, en el edificio, para interrogarla.
– ¿En el mismísimo templo sagrado de Ajax?
Después de que farfuñase una protesta para que me dejara ya de sarcasmos, porque tener a los polis en el edificio había perturbado la jornada laboral de todo el mundo, añadí:
– Connie Ingram tiene mucha, mucha suerte, de ser mujer y blanca. Tal vez sea desagradable que los polis vengan a interrogarte a la oficina, pero a mi cliente lo sacaron esposado del lugar donde trabaja. Se lo llevaron a la comisaría de la Veintinueve y Prairie para charlar con él en un cuarto sin ventanas, con un puñado de tipos que le observaban a través de esos cristales que sólo permiten ver desde el lado de fuera. Esta noche cenará en casa gracias a que le he contratado al mejor abogado criminalista de la ciudad.
Ralph hizo caso omiso a mi comentario.
– Karen Bigelow, la supervisora de Connie, ¿te acuerdas de ella?, Karen asistió al interrogatorio con uno de nuestros abogados. Connie estaba muy alterada, pero parece que la policía la creyó o, por lo menos, no la han detenido. El problema es que la policía obtuvo el registro de llamadas de la oficina de Fepple y encontró que varias se habían hecho desde la extensión de Connie, una de ellas el día anterior a su muerte. Ella dice que le había llamado varias veces para pedirle que le enviara por fax las copias de los documentos de Sommers. Pero Janoff está cabreado porque la policía ha entrado en el edificio, Rossy también está cabreado y, francamente, Vic, yo tampoco estoy muy contento.