En aquel momento no tenía tiempo suficiente para mirar en los libros y papeles, sobre todo porque no sabía qué era lo que tenía que buscar. Más tarde, si conseguía que Paul se ausentara de su casa el tiempo suficiente, les pediría a Mary Louise y a los hermanos Streeter que echaran una ojeada.
La bici de montaña de color plateado de Radbuka estaba en el vestíbulo principal, un espacio revestido de azulejos. O sea que había vuelto a casa después de haber raptado a Ninshubur. Tal vez las intensas emociones de la mañana le habían dejado exhausto y se había metido en la cama con el perrito de peluche azul.
Subí a la segunda planta por una escalera de madera tallada y empecé por mirar en las habitaciones que quedaban en el extremo del pasillo donde daba la escalera. En la mayor de ellas, estaba el típico juego de gruesos cepillos de plata con las iniciales grabadas con muchas florituras: una U y una H o una K -debió de ser de Ulrich-. La cama y el armario eran unos muebles enormes de madera tallada y podían tener trescientos años de antigüedad. ¿Se habría traído Ulrich desde Alemania todos aquellos muebles tan historiados de algún provechoso saqueo efectuado durante la guerra? ¿O los habría comprado como demostración palpable del éxito que había alcanzado en el Nuevo Mundo?
El olor a humedad y a cerrado me hizo dudar de que Paul hubiera cambiado las sábanas alguna vez desde la muerte de su padre, hacía seis o siete años. Me puse a revolver en el armario y en los cajones del tocador pensando que tal vez Ulrich se hubiese dejado algo en los bolsillos o bajo su austero pijama. Empecé a desanimarme: seguro que ni un año les bastaría a siete doncellas con siete escobones para limpiar y organizar de arriba abajo una vieja casa como aquélla, llena de cosas acumuladas durante tres décadas sin orden ni concierto.
Crucé el pasillo con el ánimo por los suelos. Por fortuna, aquella habitación y la siguiente estaban vacías. Ni siquiera tenían camas: los Ulrich no recibían invitados. El dormitorio de Paul era el último de la izquierda, la única habitación de la casa con muebles nuevos. Paul -tal vez para diferenciarse de su padre- se había esforzado en decorarlo con los muebles más rectilíneos y sencillos del diseño danés actual. Lo miré todo con sumo cuidado, pero no vi a Ninshubur. ¿Habría vuelto a salir, para ir a ver a Rhea, y se habría llevado el perrito de peluche como trofeo?
Un cuarto de baño separaba su dormitorio de una habitación con forma hexagonal que daba al descuidado jardín trasero. Pesados cortinajes de color bronce apagado impedían que entrase la luz del exterior. Encendí la lámpara del techo y me encontré con una visión extraordinaria.
Sobre una de las paredes se hallaba pegado un enorme mapa de Europa. Tenía clavadas banderitas rojas. Cuando me acerqué lo suficiente para leer lo que estaba rotulado vi que servían para marcar los campos de concentración de la época nazi, desde los más grandes, como Treblinka y Auschwitz, hasta otros, como Sobibor y Neuengamme, de los que nunca había oído hablar. Otro mapa más pequeño, que estaba al lado de aquél, mostraba los recorridos de los Einsatzgruppen por la Europa del Este, y los Einsatzgruppen B estaban marcados con un círculo y subrayados en rojo.
Sobre otras paredes había muchas de esas fotografías del horror a las que estamos acostumbrados: cuerpos escuálidos con uniformes de rayas tendidos sobre tablones; rostros de niños, con los ojos desorbitados por el miedo, hacinados en vagones de tren; guardias con casco y perros alsacianos gruñendo a gentes encerradas tras alambradas de púas; la espeluznante humareda de las chimeneas de los hornos crematorios.
Estaba tan impresionada por aquel despliegue que, hasta el final, no me apercibí de lo más espantoso. Creo que mi cerebro lo registró en principio como una pieza más de aquella monstruosa exhibición, pero era absolutamente reaclass="underline" encogido sobre el suelo, al pie de los cortinajes broncíneos, con la cara boca arriba y chorreando sangre por el brazo derecho, estaba el cuerpo de Paul Radbuka.
Me quedé petrificada durante un segundo interminable, antes de abalanzarme entre los papeles desparramados por el suelo para arrodillarme junto a él. Estaba ligeramente apoyado sobre el costado izquierdo. Respiraba con dificultad, dando leves boqueadas y emitiendo un sonido ronco, mientras por la boca le salían unas burbujas sanguinolentas. El lado izquierdo de su camisa estaba empapado en sangre y, por debajo de su cuerpo, se estaba formado un charco. Fui corriendo al dormitorio y agarré el edredón y una sábana. Yo también tenía las rodillas manchadas de sangre, al igual que la mano derecha, después de haberme apoyado en el suelo para poder tomarle el pulso. Volví a su lado, lo cubrí con el edredón y le fui girando suavemente para poder ver de dónde manaba la sangre.
Al rasgarle la camisa, de su interior cayó Ninshubur, el perrito de peluche, teñido de un marrón verdoso por la sangre. Rasgué una tira larga de la sábana, hice una especie de compresa y la presioné contra su pecho. Continuaba sangrando de una herida que tenía en el lado izquierdo, pero era sólo un hilillo, no salía a chorros: no se trataba de una arteria. Al levantar la compresa pude ver un corte profundo y feo cerca del esternón, ese tipo de desgarrón irregular que revela que una bala ha penetrado en la carne.
Rasgué otra tira de la sábana, hice como una almohadilla, se la coloqué sobre la herida apretando con fuerza y, a continuación, se la sujeté con otra tira más larga. Lo arropé bien con el edredón desde la cabeza hasta los pies, dejando fuera únicamente un poco de su cara para que pudiera apresar suficiente oxígeno en su desesperado intento por seguir respirando.
– Mantente calentito hasta que vengan los de la ambulancia, chico.
El único aparato de teléfono que recordaba haber visto era el del salón. Bajé a todo correr las escaleras, dejando un rastro de sangre en la alfombra, y llamé al 911.
– Es muy urgente -les dije-. La puerta principal estará abierta. Herida de bala en el pecho, víctima inconsciente, respiración débil. Hay que subir por la escalera hasta el segundo piso, al fondo del pasillo.
Esperé a que me confirmaran que iban para allá, quité el cerrojo de la puerta principal y volví corriendo arriba, junto a Radbuka. Aún respiraba, haciendo ruido al exhalar y boqueando al inhalar el aire. Toqué la almohadilla. Parecía que funcionaba. Al colocarle mejor el edredón, noté un bulto en el bolsillo que me pareció que podía ser su cartera. La saqué, pensando si llevaría en ella alguna tarjeta con la que enterarme de su apellido anterior.
No contenía ningún carnet de conducir. Había una tarjeta para usar en el cajero automático del Fort Deaborn Trust, a nombre de Paul Radbuka. Otra tarjeta, una MasterCard, del mismo banco y también al mismo nombre y otra en la que figuraba que, en caso de accidente, se debía llamar a Rhea Wiell a su consulta. No había ninguna tarjeta del seguro médico ni nada que me permitiese ver su anterior identidad. Volví a deslizar la cartera con suavidad en su bolsillo.
De pronto caí en la cuenta de que, en esos momentos, no presentaba mi mejor aspecto con los guantes de goma cubiertos de sangre y las ganzúas colgando del cinturón. Si la policía llegaba con los de la ambulancia, no me apetecía mucho tener que contestar a las embarazosas preguntas de cómo había entrado allí. Me fui a toda prisa al cuarto de baño, me lavé las manos con los guantes puestos, apresurada pero concienzudamente, y abrí una ventana del dormitorio de Paul. Tiré las ganzúas a un arbusto espeso y sin podar del jardín, de donde salió huyendo un gato, que desapareció entre dos tablones rotos de la valla trasera, soltando tal maullido que, por poco, no me da un infarto.
Volví al cuarto en el que estaba Paul y me llevé a Ninshubur.
– ¿Has sido tú el que le has salvado la vida, pobre perrito ensangrentado? ¿Cómo lo has hecho?