– Y Michael está viniendo para Chicago porque Agnes le llamó después del último incidente y quiere estar con ellas hasta que se vayan a Inglaterra el sábado. En estos momentos está volando. Creo que aterriza en O'Hare dentro de una hora, más o menos.
– Aun así, creo que deberías quedarte ahí, aunque lo más probable es que no exista ya ningún riesgo para Calia -le dije-. Pero por si ese fanático de primera que es Posner decide tomar el relevo de su discípulo caído en combate.
Coincidió conmigo, pero añadió que cuidar niños era un trabajo más duro que hacer mudanzas.
– Prefiero cargar un piano hasta un tercer piso. Por lo menos, cuando lo colocas, sabes dónde está y has terminado tu jornada laboral.
Transferí mi línea telefónica al servicio de contestador mientras me enjabonaba una y otra vez obsesivamente. Me froté el pecho con la esponja como si la sangre se me hubiese filtrado por los poros. Me di champú en el pelo varias veces hasta sentirme lo suficientemente limpia como para salir de la bañera.
Envuelta en un albornoz, volví al salón. Al llegar a mi apartamento, como iba a toda prisa, había dejado el archivador sobre la banqueta del piano. Durante un buen rato me quedé mirando el rostro pintarrajeado de Ulrich, que había adquirido un aspecto aún más repugnante por la sangre que había impregnado el papel.
Llevaba queriendo ver aquellos papeles desde el domingo anterior, cuando Paul se había presentado en casa de Max y, ahora que los tenía al alcance de la mano, casi no me atrevía a leerlos. Eran como el regalo sorpresa de mi cumpleaños cuando era niña: a veces algo maravilloso, como el año en que me regalaron los patines; a veces una desilusión, como el año en que me moría de ganas de tener una bicicleta y me regalaron un vestido para ir a los conciertos. Pensé que no podría soportar abrir el archivador y encontrarme con, bueno, otro vestido.
Al final acabé desatando la cinta negra. Dos libros encuadernados en piel cayeron al suelo. En las tapas de ambos, grabado en unas letras doradas algo deslucidas, ponía Ulrich Hoffman. Ésa era la razón por la que Rhea había puesto aquella sonrisa: Ulrich era su nombre de pila. Podía haber llamado a todos y cada uno de los que se apellidaban Ulrich en Chicago y jamás habría dado con el padre de Paul.
Uno de los libros tenía un marcapáginas de cinta negra. Dejé el otro a un lado y abrí aquél por la marca. Tanto el papel como la letra se parecían mucho al trozo que había encontrado en la oficina de Fepple. «De una persona muy sibarita -me había dicho la experta de los Laboratorios Cheviot-, de las que usan un papel caro para sus asuntos contables». ¿Sería un matón de andar por casa, que sólo reinaba sobre el diminuto imperio de su hijo? ¿O un miembro oculto de las SS?
En la página que estaba marcada había una lista de unos veinte o treinta nombres. A pesar de la dificultad para entender la letra, uno de los nombres, a mitad de página, me llamó la atención:
Al lado, apretando tan fuerte que había traspasado el papel, Paul había escrito en rojo Sofie Radbuka, mi madre, que lloró por mí, que murió por mí y que reza por mí en el cielo.
Se me puso la piel de gallina. Casi no me atrevía a mirar aquella página. Tenía que enfrentarme a ella como si fuera un enigma, una adivinanza, como cuando, estando en la oficina del defensor de oficio, tuve que defender a un hombre que había desollado a su propia hija. El día del juicio, Dios santo, conseguí salir adelante gracias a que fui capaz de disociar mis sentimientos de mi razonamiento.
¿Significaba aquello que habían muerto en 1943 o en 1941? Con 72 o con 45, ¿qué?
Todas las anotaciones tenían el mismo formato: un año, un signo de interrogación y un número. La única diferencia era que algunas tenían una cruz seguida de un signo de «visto» y otras solamente una cruz.
Abrí el segundo libro. Contenía una información similar a la del fragmento que había encontrado en la oficina de Fepple, columnas con fechas, escritas al estilo europeo, la mayor parte con el signo de «visto», y algunas con un espacio en blanco. ¿Qué hacía Howard Fepple con un trozo del viejo y costoso papel suizo de Ulrich Hoffman?
Me dejé caer sentada en la banqueta del piano. Ulrich Hoffman. Rick Hoffman. ¿Era aquel Hoffman el padre de Paul Radbuka? ¿Aquel Hoffman, antiguo agente de la Agencia Midway con su Mercedes y con los libros que siempre llevaba consigo para anotar quién le pagaba? ¿El Hoffman cuyo hijo había recibido una enseñanza carísima pero que nunca había llegado a nada? Pero ¿es que también había vendido seguros en Alemania? El dueño de aquellos libros era un inmigrante.
Busqué dentro del maletín el número de teléfono de Rhonda Fepple. Sonó seis veces antes de que saltara el contestador automático con la inquietante voz de Howard diciendo que dejara un mensaje. Le recordé a Rhonda que era la detective que había estado en su casa el lunes y le pedí que me llamara lo antes posible, dejé el número de mi móvil y volví a mirar aquellos libros. Si Rick Hoffman y Ulrich eran la misma persona, ¿qué tenían que ver aquellos libros con los seguros? Intenté casar las entradas con lo poco que sabía sobre pólizas de seguros, pero nada tenía sentido para mí. La primera página del primer libro estaba llena de nombres que formaban una lista muy larga, junto con otros datos que no podía descifrar.
Aquella lista continuaba a lo largo de páginas y más páginas. Sacudí la cabeza. Entrecerré los ojos por lo difícil que se me hacía aquella caligrafía llena de florituras y traté de interpretar lo que decía. ¿Qué era, entre todo aquello, lo que habría hecho pensar a Paul que Ulrich estaba en los Einsatzgruppen? ¿Qué había allí sobre el apellido Radbuka que le hubiera persuadido de que era su nombre auténtico? «Los papeles estaban en clave», me había gritado el día anterior, en las inmediaciones del hospital y que, si yo confiara en Rhea, lo entendería. ¿Qué habría visto ella cuando Paul le enseñó aquellas páginas?
Y, para terminar, ¿quién era la tal Use Bullfin que le había disparado? ¿Sería producto de su imaginación? ¿Habría sido un desvalijador de viviendas común y corriente al que Paul había tomado por un miembro de las SS? ¿O se trataría de alguien que quería aquellos libros? ¿Había algo más en la casa? ¿Algo que él, o ella, hubiera encontrado entre todos aquellos papeles y se hubiera llevado?
Ni siquiera me sirvió de ayuda sentarme a la mesa del comedor y poner por escrito aquellas preguntas en un bloc, aunque me permitió estudiar todo aquel material con mayor sosiego. Al final, dejé los cuadernos a un lado para ver si en el archivador había alguna cosa más. Un sobre contenía los documentos de inmigración y nacionalización de Ulrich, empezando por el permiso para desembarcar, fechado el 17 de junio de 1947, en Baltimore, con su hijo Paul Hoffman, nacido el 29 de marzo de 1941 en Viena. Paul había tachado aquello con una cruz y, al margen, había puesto Paul Radbuka, al que raptó en Inglaterra. En los documentos también constaba el nombre del barco holandés en el que habían llegado, un certificado de que Ulrich no era nazi, los permisos de residencia, con sus renovaciones a intervalos regulares, y los papeles de la obtención de la ciudadanía, otorgada en 1971. En ellos Paul había garabateado Criminal de guerra nazi: revocar y deportar por crímenes contra la humanidad. Por la televisión Paul había dicho que Ulrich quería un niño judío para conseguir entrar en los Estados Unidos, sin embargo allí, en los documentos, no había ninguna referencia a la religión de Paul ni a la de Ulrich.
Mi cerebro trabajaría mejor si descansase un poco. El día se me había hecho muy largo después del trance de encontrarme a Paul herido y descubrir su desconcertante refugio. Pensé de nuevo en él como cuando era un niño, encerrado y aterrorizado dentro de aquel vestidor, y en su forma de venganza, tan débil como si todavía siguiese siendo un niño.