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Elizabeth George

Sin Testigos

Lynley 13

Titulo originaclass="underline" With no one as witness (2005)

Traducción: Escarlata Guillén

Para la señorita Audra Isadora, con amor.

Cuando miras al abismo, el abismo te mira a ti.

FRIEDRICH NIETZSCHE

Prólogo

A Kimmo Thorne, la Dietrich era la que más le gustaba: el pelo, las piernas, la boquilla, el sombrero de copa y el frac. Era lo que él llamaba «La más grande» y, en su opinión, era insuperable. Sí, podía ser la Garland si insistían. La Minnelli era fácil y, sin duda, estaba mejorando con la Streisand. Pero si le daban a elegir -y por lo general así era, ¿verdad?-, imitaba a la Dietrich. La sensual Marlene. Su chica número uno. Podía resucitar a los muertos cuando cantaba, ¿verdad, Marlene?, que a nadie le cupiera la menor duda.

Así que mantuvo la pose al final de la canción no porque el número lo requiriera, sino porque le encantaba cómo quedaba. La apoteosis de Falling in Love Again terminó y él permaneció inmóvil como una estatua de Marlene, con un pie en la silla, con su zapato de tacón, y la boquilla entre los dedos. La última nota se perdió en el silencio y contó hasta cinco -exultante con Marlene y consigo mismo porque ella era buena y él era bueno, era muy muy bueno en realidad- antes de moverse. Entonces, apagó el karaoke. Se quitó el sombrero y meneó el frac. Hizo una gran reverencia a su público de dos personas. Y la tía Sal y la abuela, siempre tan fieles ellas, reaccionaron apropiadamente, como sabía que harían.

– ¡Bravo! ¡Bravo, muchacho! -gritó la tía Sally.

– Ese es nuestro chico -dijo la abuela-. Talento puro, nuestro Kimmo. Espera a que mande las fotos a tu madre y a tu padre.

Eso sí que los haría venir corriendo, sin duda, pensó Kimmo con sarcasmo. Pero puso el pie sobre la silla una vez más, sabiendo que la abuela lo decía con buena intención, aunque tuviera los plomos un poco fundidos respecto a lo que creía sobre sus padres.

– Muévete hacia la derecha. Sácale el perfil bueno -le indicó la abuela a la tía Sally.

Y unos minutos después las fotografías estaban tomadas y el espectáculo había acabado.

– ¿Adonde vas esta noche? -Le preguntó la tía Sally a Kimmo mientras éste iba hacia su habitación-. ¿Estás saliendo con alguien especial, Kim?

No, pero no tenía por qué saberlo.

– Con Blinker -le dijo alegremente.

– Bueno, pues no os metáis en líos.

Kimmo le guiñó un ojo y entró en el cuarto.

– Nunca, nunca, tía -mintió. Cerró la puerta con cuidado y echó el pestillo.

Lo primero era ocuparse de la ropa de Marlene. Kimmo se desvistió y la colgó antes de sentarse al tocador. Ahí se miró detenidamente la cara y, por un momento, se planteó quitarse un poco de maquillaje. Pero al final desechó la idea encogiéndose de hombros y buscó en el armario ropa adecuada. Escogió una sudadera con capucha, las mallas que le gustaban y las botas planas de media caña de terciopelo. Le divertía la ambigüedad del conjunto. ¿Chico o chica?, se preguntaría quien lo observara. Pero sólo se sabría si hablaba. Porque su voz había cambiado al fin, y cuando abría la boca, salía la vibración grave.

Se puso la capucha de la sudadera y bajó las escaleras con aire despreocupado.

– Me voy -gritó a su abuela y a su tía mientras cogía la chaqueta que estaba colgada junto a la puerta.

– Adiós, tesoro -contestó la abuela.

– Ve con cuidado, tesoro -añadió la tía Sally.

Les lanzó un beso y ellas se lo devolvieron.

– Te queremos -dijeron ellas.

– Os quiero -dijo Kimmo a la vez.

Fuera, se abrochó la cremallera de la chaqueta y desató la bicicleta de la barandilla. La llevó hasta el ascensor, pulsó el botón y, mientras esperaba, comprobó las alforjas para asegurarse de que tenía todo lo que necesitaba. Había hecho una lista mental de la que iba tachando las herramientas: martillo de emergencia, guantes, destornillador, palanqueta, linterna de bolsillo, funda de almohada, una rosa roja. Le gustaba dejar esto último como tarjeta de visita. No se debería coger nada sin dejar algo a cambio.

Fuera, en la calle, la noche era fría y a Kimmo no le apetecía el paseo. Odiaba tener que ir en bicicleta y aún lo odiaba más cuando la temperatura rozaba los cero grados. Pero como ni la abuela ni la tía Sally tenían coche y como tampoco tenía carné de conducir que enseñarle a la poli con su sonrisa más encantadora si lo paraban, no le quedaba más remedio que pedalear. Ir en autobús era más o menos imposible.

La ruta lo llevó por Southwark Street hasta el tráfico denso de Blackfriars Road hasta que, serpenteando, llegó a los alrededores de Kennington Park. De ahí, con o sin tráfico, estaba a tiro de piedra de Clapham Common y su destino finaclass="underline" una vivienda de tres pisos de ladrillo rojo no adosada, lo cual era perfecto, que había observado detenidamente durante el último mes.

A estas alturas, conocía tan a fondo las idas y venidas de la familia que la habitaba que bien podría haber vivido allí él mismo. Sabía que tenían dos hijos. Mamá cubría su cupo de ejercicio yendo en bicicleta al trabajo, mientras que papá cogía el tren en Clapham Station. Tenían una au pair que se tomaba regularmente dos noches libres a la semana, y una de esas noches -siempre la misma- mamá, papá y los niños se marchaban juntos como una familia a… Kimmo no lo sabía. Suponía que iban a cenar a casa de la abuela, pero también podía ser perfectamente que asistieran a un servicio religioso largo, a una sesión con el terapeuta o a clases de yoga. La cuestión era que salían por la noche, hasta tarde, y que cuando volvían a casa, tenían que arrastrar indefectiblemente a los pequeños adentro porque se habían quedado dormidos en el coche. En cuanto a la au pair, las noches libres salía con otras dos chicas que trabajaban de lo mismo. Se alejaban juntas charlando en búlgaro o lo que fuera que hablaran, y en caso de regresar antes de que amaneciera, siempre era muy pasada la medianoche.

Las señales indicaban que esta casa en particular era propicia. Conducían el mayor Range Rover del mercado. Tenían un jardinero una vez a la semana. También tenían contratado un servicio de limpieza, y sus sábanas y fundas de almohada las lavaban, planchaba y devolvía un profesional. Esta casa en particular, había llegado a la conclusión Kimmo, estaba a punto y a la espera.

Lo que hacía que fuera todo tan bonito era la casa de al lado con su cartel de SE ALQUILA colgando alicaído de un poste situado junto a la calle. Lo que también hacía que fuera todo tan perfecto era el acceso fácil desde la parte trasera: un muro de ladrillo a lo largo de un erial.

Kimmo pedaleó hasta ese punto después de deslizarse por delante de la casa para asegurarse de que la familia se mantenía fiel a su estricto programa. Cruzó el erial dando botes y apoyó la bicicleta en el muro. Con la funda de almohada en la que llevaba las herramientas y la rosa, se subió de un salto al sillín de la bicicleta y, sin dificultad alguna, pasó al otro lado del muro.

El jardín trasero estaba más oscuro que boca de lobo, pero Kimmo había mirado antes por encima del muro y sabía lo que tenía delante. Justo debajo había un montoncito de abono y, más allá, un pequeño huerto de árboles frutales plantados en zigzag decoraba un césped muy bien cortado. A cada lado de éste, anchos parterres hacían de arriates. Uno rodeaba un cenador. El otro decoraba los alrededores de un cobertizo. Por último, en la distancia, justo delante de la casa había un patio de ladrillos irregulares donde el agua de la lluvia se acumulaba tras una tormenta y un alero del que colgaban luces de seguridad.

Se encendieron automáticamente cuando Kimmo se acercó. Les dio las gracias inclinando la cabeza. Las luces de seguridad, había decidido hacía mucho tiempo, tenían que ser la inspiración irónica de un ladrón puesto que, cuando se encendían, todo el mundo parecía suponer que sólo era un gato que había cruzado el jardín. Aún no había oído nunca que un vecino llamara a la poli porque había visto que se encendían unas luces. Por otro lado, había oído contar miles de historias a otros colegas ladrones sobre lo mucho que estas luces les habían facilitado el acceso a la parte trasera de una propiedad.