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– ¿No lo ha visto? Será mejor que venga conmigo, comisario.

Capítulo 2

A pesar de lo temprano que se despertó la mañana siguiente, Lynley vio que su mujer ya estaba levantada. La encontró en el lugar que iba a ser el cuarto de su hijo, donde el amarillo, el blanco y el verde eran los colores elegidos, una cuna y un cambiador constituían los muebles que les habían entregado por el momento, y fotografías recortadas de revistas y catálogos indicaban dónde iría colocado todo lo demás: un armario para guardar los juguetes aquí, una mecedora allí y una cómoda que todos los días movían del punto A al punto B. En su cuarto mes de embarazo, Helen no dejaba de cambiar de opinión sobre el cuarto de su hijo.

Estaba delante del cambiador, masajeándose la parte baja de la espalda. Lynley se acercó a ella y le apartó el pelo de la nuca para dejar un sitio desnudo para su beso. Ella se recostó en él.

– ¿Sabes, Tommy? Nunca imaginé que la paternidad inminente fuera un suceso tan político.

– ¿Eso crees? ¿Por qué?

Señaló la superficie del cambiador. Lynley vio que encima estaban los restos del envoltorio de un paquete. Era obvio que había llegado por correo el día anterior y Helen lo había abierto y había extendido el contenido sobre el cambiador. Consistía en prendas blancas para el bautizo de un bebé: faldón, chaquetita y gorrito. Lynley cogió el envoltorio postal de la caja. Vio el nombre y la dirección del remitente. Daphne Amalfini, leyó. Vivía en Italia: una de las cuatro hermanas de Helen.

– ¿Qué pasa? -dijo.

– Se están trazando las líneas de batalla. Detesto decírtelo, pero me temo que tendremos que posicionarnos pronto.

– Ah. Vale. ¿Supongo que esto…? -Lynley señaló la ropita recientemente desempaquetada.

– Sí. Lo manda Daphne. Con una nota bastante tierna, por cierto, pero está claro el mensaje que nos está enviando. Sabe que tu hermana debe de habernos enviado el traje de bautizo ancestral de la familia Lynley, al ser por ahora el único Lynley que va a reproducirse en la presente generación. Pero parece que Daphne piensa que cinco hermanas Clyde procreando como conejos es razón suficiente para que la ropa de la familia Clyde sea apropiada para el bautizo. No, no es eso. No es que sea apropiada para el bautizo. Más bien será el traje obligatorio para el bautizo. Todo esto es ridículo, lo sé, créeme, pero es de esos rollos familiares que acaba saliéndose de madre si no se sabe manejar correctamente. -Lo miró y le ofreció una sonrisa extravagante-. Es totalmente estúpido, ¿verdad? No puede compararse con lo que te enfrentas tú. ¿A qué hora llegaste anoche a casa? ¿Viste que te dejé la cena en la nevera?

– He pensado comérmela para desayunar, en realidad.

– ¿Pollo al ajillo para llevar?

– Bueno, quizá no.

– Entonces, ¿te gustaría aportar alguna sugerencia respecto a la ropa del bautizo? Y no sugieras que no bauticemos al niño, porque no quiero ser responsable de que a mi padre le dé un ataque.

Lynley pensó en la situación. Por un lado, la ropa de bautizo de su familia había guiado a la cristiandad a cinco generaciones de bebés Lynley, si no a seis, así que era una tradición usarlas.

Por otro lado, a decir verdad, empezaba a notarse que cinco o seis generaciones de bebés Lynley habían llevado esa ropa. Y aún por otro lado -imaginando que esta cuestión pudiera tener tres lados-, todos los niños de las cinco hermanas Clyde habían llevado la ropa más reciente de la familia Clyde y, por lo tanto, se estaba iniciando una tradición que sería bonito mantener. Así que… ¿Qué debían hacer?

Helen tenía razón. Era justo la clase de situación idiota que sacaba de quicio a todo el mundo. Hacía falta encontrar una solución diplomática.

– Podemos decir que Correos perdió los dos paquetes -propuso Lynley.

– No tenía ni idea de que fueras un cobarde moral. Tu hermana ya sabe que el suyo ha llegado y, de todos modos, yo miento fatal.

– Pues te dejo que idees una solución salomónica.

– Sería una buena posibilidad, ya que lo mencionas -observó Helen-. Cogemos las tijeras y cortamos con cuidado cada traje por la mitad. Luego aguja e hilo, y todo el mundo contento.

– E inauguramos otra tradición por si fuera poco.

Contemplaron los dos trajes de bautizo y luego se miraron. Helen tenía una mirada maliciosa. Lynley se rió.

– No nos atreveremos -dijo-. Encontrarás una solución, como sólo tú puedes hacerlo.

– ¿Dos bautizos, entonces?

– Vas por buen camino.

– ¿Y tú adonde vas? Te has levantado temprano. Nuestro Jasper Félix me ha despertado con sus ejercicios gimnásticos ahí dentro. ¿Tú qué excusa tienes?

– Me gustaría frenar a Hillier si puedo. El departamento de prensa va a convocar una reunión con los medios de comunicación, y Hillier quiere que Winston esté presente, justo a su lado. No podré convencerle de que no lo haga, pero al menos espero conseguir que sea discreto.

Mantuvo esa esperanza durante todo el trayecto hasta New Scotland Yard. Sin embargo, una vez allí, pronto vio que fuerzas superiores incluso al subinspector Hillier habían entrado en juego; Stephenson Deacon, jefe del departamento de prensa y hombre decidido a justificar su trabajo actual y posiblemente toda su carrera, había hecho grandes planes. Y lo hacía orquestando la primera reunión del subinspector con la prensa, que al parecer no sólo contaba con la presencia de Winston Nkata al lado de Hillier, sino también con una tarima delante de una lona con la bandera del Reino Unido cerca, drapeada ingeniosamente, así como informes detallados para la prensa con una cantidad mareante de desinformación. Al fondo de la sala de conferencias, alguien también había dispuesto una mesa que tenía toda la pinta de estar destinada a un refrigerio.

Lynley examinó todo esto con tristeza. Cualquier esperanza que albergara de convencer a Hillier para que enfocara el caso de un modo más sutil se había perdido del todo. Ahora, la Dirección de Asuntos Públicos estaba metida, y esa división de la policía metropolitana informaba no al subinspector Hillier sino a su superior, el ayudante del inspector jefe. Los subordinados -Lynley entre ellos- pasaban a ser una pieza más del vasto engranaje de las relaciones públicas. Lynley se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer era proteger tanto como pudiera a Nkata de la atención de los medios.

El nuevo sargento ya estaba allí. Le habían dicho dónde sentarse cuando la rueda de prensa comenzara y qué decir si le hacían alguna pregunta. Lynley lo encontró echando humo en el pasillo. El acento caribeño, herencia de su madre antillana, siempre aparecía en momentos de estrés. La c se convertía en una s. «Socio» -pronunciado sosio- era la interjección elegida.

– No me metí en esto para ser un monito de feria -dijo Nkata-. Mi trabajo no consiste en que mi madre encienda la tele y vea mi careto en la pantalla. Ese cree que soy tonto, eso es lo que cree. Estoy aquí para decirle que no lo soy.

– Esto no lo decide Hillier -dijo Lynley, saludando con la cabeza a uno de los técnicos de sonido que entraba en la sala de conferencias-. Mantén la calma y aguántalo por el momento, Winnie. Será ventajoso para ti a largo plazo, dependiendo de lo que quieras hacer con tu carrera.

– Pero ya sabe por qué estoy aquí. Ya lo sabe, maldita sea.

– Atribúyeselo a Deacon -dijo Lynley-. El departamento de prensa es lo bastante cínico como para pensar que la gente llegará al instante a una conclusión predeterminada cuando te vea en la tarima codo con codo con un subinspector de la Met. En estos momentos, Deacon es lo bastante arrogante como para pensar que tu aparición acallará las especulaciones de la prensa. Pero nada de esto es un reflejo de ti, ni personal ni profesionalmente. Debes recordarlo para superar esto.

– ¿Sí? Pues no me lo creo, socio. Y si hay especulaciones en la calle, será por algo. ¿Cuántos muertos más harán falta? Que un negro mate a otro negro sigue siendo eso: delincuencia. Casi nadie quiere investigarlo. Y si al final resulta que es un blanco que mata a negros y no se le ha prestado la atención debida, ponerme a mí de mano derecha de Hillier cuando nosotros dos sabemos que no me habría ascendido si las circunstancias fueran distintas… -Nkata hizo una pausa para tomar aire mientras parecía buscar el discurso preciso para expresar sus observaciones.