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Masoud pensó en las dos preguntas.

– Sería… ¿Hará unos siete meses? ¿Hacia finales de junio? Creo que sí. El caballero… Lo lamento, pero no recuerdo cómo se llamaba… La quería para las vacaciones de agosto, me dijo. Supuse que tenía intención de hacer un viajecito, aunque no me lo aclaró.

– ¿Cómo pagó?

– Bueno, no pedía mucho por la furgoneta, por supuesto. Era vieja, nada fiable, como ya les he dicho. Había que arreglarla, y pintarla también. Quería darme un cheque personal, pero, como no lo conocía, requerí que el pago se hiciera en efectivo.

Se marchó, pero regresó con el dinero el mismo día. Completamos la transacción y eso fue todo. -Masoud ató cabos él solo mientras acababa su explicación-. Debe de ser la furgoneta que buscan, claro. Ese caballero la compró expresamente para fines ilegales, así que no la registró a su nombre. Y esos fines eran… ¿Es el ladrón de Clapham?

Lynley negó con la cabeza.

– El ladrón era un adolescente -le dijo a Masoud-. El comprador de la furgoneta seguramente es el asesino de ese chico.

Masoud dio un paso hacia atrás desolado.

– ¿Mi furgoneta…? -dijo, y no pudo seguir hablando.

– ¿Puede describirnos a ese tipo? -preguntó Nkata-. ¿Recuerda algo de él?

Masoud estaba aturdido, pero contestó despacio y pensativamente.

– Fue hace tanto tiempo… ¿Un señor mayor? Más joven que yo, quizá, pero mayor que usted. Era blanco, inglés, calvo. Sí. Sí. Estaba bastante calvo porque hacía calor, le sudaba la cabeza y se la secaba con un pañuelo. Un pañuelo raro para un hombre, porque tenía encaje en los bordes. Lo recuerdo porque me fijé, y él me dijo que tenía un valor sentimental. Era el pañuelo de su esposa que hacía encajes.

– Encajes -murmuró Nkata, y le dijo a Lynley-: Como la tela que dejó sobre el cuerpo de Kimmo, jefe.

– Era viudo como yo -dijo Masoud-. A eso se refería con lo de valor sentimental. Y sí, esto lo recuerdo: no estaba muy bien de salud. Vinimos caminando de la casa al garaje y, a pesar de que era una distancia muy corta, llegó jadeando. No quise comentárselo, pero pensé que a un hombre de su edad no debería costarle tanto respirar.

– ¿Recuerda algo más? -preguntó Nkata-. ¿Era calvo y qué más? ¿Llevaba barba, bigote? ¿Era gordo, delgado? ¿Tenía alguna marca?

Masoud miró al suelo como si fuera capaz de hacerse una imagen mental del hombre.

– No llevaba ni bigote ni barba -dijo. Pensó en aquello con el ceño fruncido por el esfuerzo de recordar. Al fin, dijo-: No puedo decirles más.

Calvo y jadeante: no había nada con lo que continuar.

– Nos gustaría hacer un retrato robot de ese hombre. Mandaremos a alguien para que trabaje con usted.

– Para que dibuje su cara, ¿quiere decir? -dijo Masoud sin convicción-. Haré lo que pueda, pero me temo… -Dudó mientras parecía buscar una forma adecuada de decir lo que quería decir-. Hay tantos ingleses que me parecen iguales. Y era muy inglés, muy… normal.

«Como la mayoría de asesinos en serie», pensó Lynley Era su don: se confundían entre la multitud sin que nadie advirtiera su presencia. Sólo en las películas fantásticas eran hombres lobo.

Masoud volvió a meter la furgoneta en el garaje. Lo esperaron y regresaron a la casa.

Cuando estaban a punto de marcharse, a Lynley se le ocurrió otra pregunta que había que hacer.

– ¿Cómo llegó el hombre hasta aquí, señor Masoud?

– ¿Qué quiere decir?

– Si tenía planeado irse a casa con la furgoneta, necesitaría transporte para llegar hasta aquí. No hay estación de tren cerca. ¿Vio qué medio de transporte utilizó?

– Oh, sí. Venía en un taxi. Esperó en la calle durante la transacción. Estaba aparcado delante de la casa, de hecho.

– ¿Se fijó en el conductor? -Lynley miró a Nkata.

– Lo siento, no. Se quedó sentado en el coche delante de la casa y esperó. Sin duda, no parecía interesado en nuestra transacción.

– ¿Era joven o viejo? -preguntó Nkata.

– Más joven que nosotros, diría.

Fu no cogió la furgoneta para ir al mercado de Leadenhall. No hacía falta. No le gustaba sacarla del aparcamiento de día y, además, tenía otro medio de transporte que parecería, al menos al observador ocasional, más lógico para esta zona.

Intentó decirse que los últimos días por fin le había demostrado su poder. Pero, mientras otros comenzaban a verlo como hacía tiempo que quería que lo vieran, le pareció que el control de la situación empezaba a escapársele de las manos. Aquella preocupación no tenía sentido, pero aun así se descubrió queriendo gritar desde un lugar público: «Estoy aquí, es a mí a quien buscáis».

Sabía cómo funcionaba el mundo. A medida que crecía ese saber, también lo hacía el riesgo. Había abrazado esa posibilidad desde el principio. Incluso la había buscado. Lo que no había esperado era cómo se alimentaría la necesidad que sentía en él una vez que, al fin, había recibido el reconocimiento. Ahora aquello comenzaba a consumirlo.

Entró en el viejo mercado Victoriano por Leadenhall Place, donde el extravagantemente moderno Lloyds de Londres le proporcionaba la protección de lo común: su presencia aquí pasaría inadvertida y, si una de las innumerables cámaras de circuito cerrado grababa su imagen, nadie pensaría nada en ese lugar y a esa hora del día.

Dentro del mercado y debajo del techo abovedado de hierro y cristal, los grandes dragones se erguían majestuosos por encima de él en cada esquina: las garras largas y la lengua roja, con las alas plateadas desplegadas para alzar el vuelo. Debajo, la vieja calle central adoquinada estaba cerrada al tráfico, y las tiendas que la flanqueaban ofrecían sus artículos a los trabajadores de la City, así como a los turistas que -en otras épocas del año más benignas- incluían aquel lugar en sus excursiones a la Torre de Londres o Petticoat Lane. Estaba diseñado exactamente para ese tipo de cliente, con pasillos estrechos que ofrecían de todo, desde pizzas a revelado de fotos en una hora, codo con codo con carnicerías y pescaderías que vendían mercancía fresca para la cena de la noche.

A mediados de invierno, el lugar era casi perfecto para lo que Fu tenía en mente. Estaba prácticamente desierto por el día, excepto durante la hora de comer de los trabajadores de la City y a última hora de la noche cuando retiraban las balizas de ambos extremos de la calle principal y los pocos vehículos que la cruzaban lo hacían de modo intermitente.

Fu atravesó el mercado hacia la entrada principal en Gracechurch Street. Las tiendas estaban abiertas, pero apenas había gente, y parecía que el mayor volumen de negocios se realizaba en el interior de la Lamb Tavern, detrás de cuyas ventanas traslúcidas se movían periódicamente las siluetas de los bebedores. Frente a este establecimiento, un chico limpiabotas trabajaba con desgana, lustrando los zapatos negros de un tipo con aspecto de banquero que leía un periódico serio mientras le sacaban brillo al calzado. Fu miró el diario cuando pasó por delante del hombre. Cabría esperar que un tipo como aquél leyera con atención el Financial Times, pero no, era el Independent, y la portada mostraba la clase de titular que los periódicos serios reservan en general para los dramas reales, las pesadillas políticas y los actos de Dios. Las palabras «número seis» formaban parte del mismo. Debajo había una fotografía granulada.

Fu sintió una necesidad distinta al ver aquello. No consistía en satisfacer el deseo que crecía en su interior, sino en una necesidad que, si careciera de control, habría provocado que se lanzara sobre el banquero y ese periódico como un colibrí hambriento hacia una flor para revelarse, para ser comprendido.

En lugar de eso, apartó la mirada. Era demasiado pronto. Sin embargo, reconocía en él la misma sensación que había experimentado mientras veía el programa de televisión sobre él de la noche anterior. Y qué raro era nombrar la sensación por lo que era, porque no era en absoluto la que había esperado.