Выбрать главу

Ira. Su fuego le abrasaba hasta tal punto los músculos de la garganta que rompería a gritar, porque quien lo buscaba realmente no había aparecido ante las cámaras de televisión, sino que había mandado a subalternos en su lugar, como si Fu fuera una araña que pudiera aplastar fácilmente de un pisotón.

Había mirado y allí lo había encontrado el gusano, subió por la silla donde estaba sentado, penetró en su nariz, se enroscó detrás de sus ojos hasta nublarle la vista y, luego, se metió en su cráneo y allí se quedó. Para mofarse, para demostrar…

«Patético, patético, patético, patético. Capullo estúpido, cerdo asqueroso. ¿Te crees alguien? ¿Crees que alguna vez serás alguien? Inútil… Ni se te ocurra volver la cara cuando te hable.»

Fu se apartó, se volvió. Ahí se quedó.

«¿Quieres fuego? Te enseñaré qué es fuego. Dame las manos. He dicho que me des las putas manos. Aquí. ¿Te gusta?»

Había apoyado la cabeza en la silla y había cerrado los ojos. El gusano comió con gula de su cerebro, y él intentó no sentirlo o reconocerlo. Intentó quedarse donde estaba, haciendo lo que sólo él había sido capaz de hacer.

«¿Me oyes? ¿Me conoces? ¿A cuántas personas tienes intención de mandar a la tumba antes de quedarte satisfecho?»

«Las que haga falta -pensó al fin-, hasta saciarme.»

Entonces había abierto los ojos y había visto el boceto en la pantalla de televisión. Era su cara y no lo era en absoluto. La memoria de alguien que intentaba sacar una imagen de la nada. Había examinado su descripción y se había reído. Se había desabrochado la camisa y se había expuesto al odio que estaría dirigiéndose a esa imagen desde todos los rincones del país.

«Vamos -le había dicho-. Come de mi tejido.»

«¿Eso es lo que crees que harán? ¿Por ti? Mierda, estás lleno de mierda, ¿verdad, chico? Nunca he visto un caso como el tuyo.»

Nadie lo había visto, pensó Fu. Nadie volvería a verlo. El mercado de Leadenhall lo prometía.

Se detuvo delante de una fila de tres tiendas que quedaba justo en la entrada de Gracechurch Street: dos carnicerías y una pescadería, rojas, doradas y color crema como una Navidad de Dickens. Encima de cada tienda y extendiéndose a lo largo, colgaban tres hileras de barras de hierro del siglo XIX de las que salían una miríada de ganchos. Era ahí donde se exponían las aves de caza hace cien años, pavos y más pavos, y faisanes y más faisanes, una tentación para el transeúnte según fuera la temporada. Ahora sólo eran un resto antiguo de un tiempo pasado; pero estaban diseñados para servirle.

Era ahí adonde los llevaría a los dos, prueba y testigo simultáneamente. Decidió que sería una crucifixión, por así decirlo, con los brazos extendidos en los raíles de las aves de caza y el resto del cuerpo inmovilizado en los espacios que quedaban entre los propios raíles. Sería la más pública de sus exposiciones. Sería la más audaz.

Paseó por la zona mientras hacía sus planes. Había tres modos distintos de entrar en el mercado de Leadenhall, y cada uno representaba un reto distinto. Pero todos tenían una cosa en común, y era algo que compartían prácticamente todas las calles de la City.

Había cámaras de circuito cerrado por todas partes. Las de

Leadenhall Place custodiaban el Lloyds de Londres; en Whittingdon Avenue vigilaban un Waterstone's y el Royal & Sun Alliance que había al otro lado de la calle; en Gracechurch Street vigilaban el Barclay's Bank. La mejor posibilidad era el callejón de Lime Street, pero incluso aquí una cámara más pequeña colgaba sobre una verdulería por la que tendría que pasar cuando entrara en el mercado. Era como elegir el Banco de Inglaterra para realizar su siguiente «depósito». Pero el reto suponía la mitad del placer. La otra mitad la obtenía con el propio crimen.

Decidió utilizar el callejón de Lime Street, esa cámara pequeña e insignificante sería la más fácil de alcanzar e inutilizar.

Después de tomar aquella decisión, se sintió en paz. Volvió sobre sus pasos, se adentró en el mercado y luego caminó en dirección a Leadenhall Place y al Lloyds de Londres que estaba detrás. Fue entonces cuando oyó que lo llamaban.

– Usted, señor, disculpe, señor, si puede esperar…

Se detuvo y se volvió. Vio a un hombre con cuerpo en forma de pera que se acercaba a él con charreteras en los hombros. Fu dejó que su rostro adoptara la expresión que, al parecer, relajaba a la gente en su presencia. También le ofreció una sonrisa socarrona.

– Lo siento -dijo el hombre mientras lo alcanzaba. Jadeaba, lo cual no le sorprendió. Era obeso, y los pantalones y la camisa no le sentaban como deberían. Llevaba el uniforme de un guardia de seguridad, y en la chapa de su nombre ponía que se llamaba B. Stinger. Fu se preguntó cuántas veces se habrían burlado de su nombre, o si era su verdadero nombre, en realidad.

– Son los tiempos que corren -dijo B. Stinger-. Lo siento.

– ¿Pasa algo? -Fu miró a su alrededor como buscando algún indicio de aquello-. ¿Algún problema?

– Es sólo que… -B. Stinger hizo una mueca de arrepentimiento-. Bueno, lo hemos visto en los monitores… de seguridad, ¿sabe? Nos pareció… Les he dicho que seguramente buscaba una tienda, pero han dicho… Da igual. Lo siento, pero ¿puedo ayudarle a encontrar algo?

Fu reaccionó como le pareció natural. Miró a su alrededor buscando cámaras, más cámaras de las que había visto por fuera del mercado.

– ¿Qué? -dijo-. ¿Me han visto en las cámaras de circuito cerrado?

– Terroristas -dijo el guardia encogiéndose de hombros-. El IRA, integristas islámicos, chechenos, grupos así. No parece uno de ellos, pero cuando vemos a alguien merodeando…

Fu abrió más los ojos, le lanzó una mirada de sorpresa.

– ¿Y ha pensado que yo…? -dijo, y sonrió-. Lo siento. Estaba mirando. Pasó por aquí delante todos los días y nunca había entrado. Es fantástico, ¿verdad?

Señaló los detalles que más le gustaban: los dragones plateados, los carteles de letras sobre fondo granate oscuro, el artesonado decorativo. Se sintió como un crítico de arte de mierda, pero siguió parloteando entusiasmado. Al final, dijo:

– Bueno, en cualquier caso me alegro de no haber traído la cámara. Podrían haberme metido en la trena por eso. Pero hace su trabajo. Lo sé. ¿Quiere ver mi carné o algo? De todos modos, ya me iba.

B. Stinger levantó las manos, las palmas hacia fuera, como diciendo «es suficiente».

– Sólo tenía que hablar con usted. Les diré que es inofensivo. -Y luego añadió como haciendo un aparte confidencial-: Son unos paranoicos. Subo y bajo esas escaleras al menos tres veces cada hora. No es nada personal.

Fu habló afablemente.

– No he pensado que lo fuera.

B. Stinger le dijo adiós con la mano y Fu se despidió de él con un movimiento de cabeza. Prosiguió su camino de regreso a Leadenhall Place.

Pero allí se detuvo. Sintió que la tensión le bajaba por el cuello y los hombros, como una sustancia que le brotara de los oídos. Todo aquello no había servido para nada, y perder el tiempo ahora que el tiempo era crucial… Quería localizar al guardia de seguridad y cogerlo a él de premio, por muy imprudente que fuera aquel acto. Porque ahora tendría que comenzar de nuevo, y hacerlo cuando su necesidad era tan grande era peligroso. Le ponía en situación de ser descuidado. No podía permitírselo.

«¿Te crees especial, imbécil? ¿Crees que tienes algo que alguien querría?»

Apretó la mandíbula. Se obligó a mirar los hechos fríamente. Aquel lugar no serviría para su propósito, y era una bendición que el guardia de seguridad hubiera aparecido para demostrárselo. Era evidente que había más cámaras dentro del mercado de las que había visto, escondidas en el techo abovedado, sin duda, debajo del ala extendida de algún dragón, incrustadas en el artesonado intrincado para que parecieran que formaban parte de él… Daba igual. Lo que contaba era que lo sabía y, por tanto, podía buscar otro lugar.