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Decidió pasar de Jack Veness por el momento y fue a buscar a Griff. Por la ventana de la sala de orientación vio que estaba reunido con su grupo nuevo de chicos y el rotafolios indicaba que estaba evaluando su última actividad. Le hizo una señal cuando la miró. ¿Podemos hablar?, decía. Griff le mostró cinco dedos y una media sonrisa que transmitía lo equivocado que estaba respecto por qué Ulrike quería hablar con él. Daba igual, pensó. Que pensara que quería engatusarle para llevarlo a la cama otra vez. Quizás así lograría que se mostrara menos receloso de hablar con ella, lo cual estaba bien. Asintió con la cabeza y fue a buscar a Neil Greenham.

Pero, en su lugar, encontró a Robbie Kilfoyle, en la cocina de prácticas, preparando una clase de cocina. Estaba sacando cuencos y sartenes de los armarios del aula, siguiendo la lista que le había dado el instructor. Ulrike decidió empezar por él. Le preguntó qué sabía de Robbie aparte de que, tiempo atrás, había tenido problemas con la ley por mirón, según había revelado el control de la Oficina de Antecedentes Delictivos. Lo había aceptado de voluntario de todos modos porque lo necesitaban, y los voluntarios nunca salían de la nada. En aquel momento, se había convencido a sí misma de que la gente podía cambiar. Pero ahora lo miraba con ojos más críticos y se dio cuenta de que llevaba una gorra de béisbol…, igual que el retrato robot del asesino en serie.

«Dios mío, Dios mío, Dios mío», pensó, temerosa de haber llevado a un asesino allí…

Pero, si ella sabía cómo era el retrato robot del posible asesino porque lo había visto en el Evening Standard y también en Alerta criminal, ¿no era razonable pensar que Robbie Kilfoyle también lo sabía? Y, si lo sabía y era el asesino, ¿por qué diablos iba por ahí con esa gorra de Eurodisney? A menos, claro estaba, que la llevara porque sabía lo raro que parecería dejar de llevarla justo después de que se emitiera Alerta criminal. O quizá realmente era el asesino y, como creía que no iban a pillarlo, era tan gallito que había decidido aparecer delante de ella y de lodos los demás con la gorra de Eurodisney en la cabeza, como si agitara un pañuelo rojo delante de un toro… O quizás era increíblemente estúpido… o no miraba la televisión ni leía el periódico o… Dios mío… Dios mío…

– ¿Pasa algo, Ulrike?

La pregunta de Robbie la obligó a volver en sí. El dolor se había trasladado de las muelas al pecho: otra vez el corazón. Tenía que hacerse una revisión a fondo, de la cabeza a los pies.

– Lo siento. ¿Me he quedado mirándote?

– Bueno… sí. -Robbie dejó unos cuencos grandes sobre la encimera, espaciándolos para que los chicos de la clase tuvieran espacio-. Van a preparar pudín de Yorkshire -le dijo a la vez que señalaba con la cabeza la lista que había colocado en la tabla de corcho que había encima del fregadero-. Mi madre lo cocinaba todos los domingos. ¿Y tú?

Ulrike aprovechó la oportunidad.

– No lo probé hasta que llegamos a Inglaterra. Mi madre no lo preparaba en Sudáfrica. No sé por qué.

– ¿No hacía rosbif?

– La verdad es que no me acuerdo. Seguramente no. ¿Te ayudo?

Miró a su alrededor. Pareció desconfiar. Ulrike podía entenderlo, puesto que era la primera vez que se ofrecía. Ni siquiera había hablado nunca con él, aparte de al principio, cuando lo había aceptado en Coloso. Anotó mentalmente que debía hablar desde ese momento en adelante al menos una vez al día con todo el mundo.

– No hay mucho que hacer, pero supongo que podría conversar un poco.

Ulrike se acercó a la tabla de corcho y miró la lista: huevos y harina, aceite, sartenes, sal y leche. Sin duda, no hacía falta ser un genio para preparar pudín de Yorkshire. Volvió a anotar mentalmente que tenía que hablar con el instructor para que planteara retos mayores a los chicos.

Buscó en su cabeza algo que supiera de Robbie, aparte del hecho de que fuera un ex acechador.

– ¿Cómo va el trabajo? -le preguntó.

El la miró con sarcasmo.

– ¿Te refieres al reparto de sandwiches? Es una forma de ganarme la vida. Bueno -dijo entonces con una sonrisa-, es casi una forma de ganarme la vida. No me importaría dedicarme a algo mejor, sinceramente.

Ulrike se tomó aquello como una indirecta. Se veía que buscaba un trabajo fijo en Coloso. Un trabajo remunerado. No podía culparlo.

Robbie pareció leerle el pensamiento. Dejó de verter la harina de una bolsa en un gran cuenco de plástico.

– Soy capaz de trabajar muy bien en equipo, Ulrike -dijo-, si me dieras una pequeña oportunidad.

– Sí. Sé que es lo que quieres. Lo estamos estudiando. Cuando abramos el centro al otro lado del río, estás el primero de la lista para realizar las orientaciones.

– No me tomas el pelo, ¿verdad?

– ¿Por qué debería hacerlo?

Robbie dejó la bolsa de harina en la encimera.

– Mira, no soy estúpido. Sé lo que pasa aquí. La poli ha hablado conmigo.

– Han hablado con todo el mundo.

– Sí, vale. Pero también han hablado con mis vecinos. Llevo toda la vida viviendo allí, así que los vecinos me han contado que la poli había ido a verlos. Supongo que están a un paso de vigilarme.

– ¿Vigilarte? -Ulrike intentó que su tono pareciera natural-. ¿A ti? No puede ser. ¿Adonde vas que quieran vigilarte?

– A ningún sitio. Bueno, hay un hotel cerca que tiene un bar. Es a donde voy cuando necesito perder de vista a mi padre. Ni que fuera delito o algo.

– Padres -dijo ella-. A veces, uno necesita alejarse de ellos, ¿verdad?

Robbie frunció el ceño. Dejó de hacer lo que estaba haciendo y se quedó un momento en silencio

– ¿Alejarse? -dijo entonces-. ¿Por qué lo dices?

– Por nada. Es sólo que mi madre y yo discutimos, así que supongo que he pensado… Bueno, supongo que es el rollo de ser del mismo sexo. Dos adultos del mismo sexo en la misma casa empiezan a desquiciarse el uno al otro.

– Mientras veamos la tele, papá y yo no tenemos ningún problema -la informó.

– Vaya, qué suerte. ¿Lo hacéis mucho? Ver la tele, quiero decir.

– Sí. Vemos los reality shows. Estamos enganchados. De hecho, la otra noche vimos…

– ¿Qué noche fue?

Se percató de que había formulado la pregunta demasiado deprisa. De repente, una expresión de astucia que no había visto nunca apareció en el rostro de Robbie. Cogió los huevos de la nevera, y se puso a contarlos con cuidado como si se concentrara en desplegar su diligencia. Ulrike esperó a ver si contestaba.

– La noche antes de que encontraran a ese chico en el bosque -dijo al fin con mucha educación-. Vimos el programa ese del yate. Navegantes. ¿Lo conoces? Lo pasan en la televisión por cable. Apostamos a ver a quién expulsan. ¿Tú tienes cable, Ulrike?

Tuvo que admirar de mala gana el modo en el que había descartado ofenderse para colaborar. Le debía algo.

– Lo siento, Rob -dijo Ulrike.

Robbie se tomó su tiempo antes de encogerse de hombros.

– No pasa nada, supongo. Pero lo que sí me pregunto es por qué has venido a hablar conmigo.

– Estás en la lista para un trabajo remunerado, en serio.

– Ya, vale -dijo-. Será mejor que acabe con esto.

Ulrike dejó que Robbie continuara con lo que estaba haciendo. Se sentía incómoda, pero llegó a la conclusión de que no podía permitirse el lujo de dejar que le importaran los sentimientos de la gente, ni siquiera los suyos. Más adelante, cuando las cosas volvieran a la normalidad, rectificaría. Ahora, había preocupaciones más urgentes.