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Así que decidió renunciar a andarse con tantos rodeos. Encontró a Neil Greenham y se le lanzó directamente a la yugular.

Estaba solo en el aula de informática, trabajando en una de las páginas web de los chicos. Como era típico en los usuarios de Coloso, la página era negra y mostraba gráficos góticos.

– Neil, ¿qué hiciste el día ocho? -le preguntó.

Neil apuntó algo en el bloc que tenía junto al ratón. Ulrike vio que un músculo de su mandíbula rechoncha se tensaba.

– A ver, Ulrike. Me imagino que querrás saber si estaba asesinando a un pobre crío en el bosque.

Ella no dijo nada. Que pensara lo que quisiera.

– ¿Has preguntado a los demás? -le preguntó-. ¿O yo soy el afortunado?

– ¿No puedes responder la pregunta simplemente, Neil?

– Sí puedo, por supuesto. Pero que quiera hacerlo es otro tema.

– Neil, no es nada personal -le dijo-. Ya he hablado con Robbie Kilfoyle. Y tengo intención de hablar también con Jack.

– ¿Qué hay de Griff? ¿O es que él no aparece en la pantalla de tu radar de asesinos? Ahora que haces de soplona para la policía, pensaba que querrías empezar a practicar la objetividad.

Ulrike notó que se ponía colorada. Humillación, no ira. Pensaba que habían tenido cuidado. Nadie puede saberlo, le había dicho a Griff. Pero al final no había importado. Cuando permitías que la tontería venciera a la prudencia, no hacía falta colgar un anuncio precisamente.

– ¿Piensas contestar a mi pregunta? -le dijo.

– Sin duda -respondió-, cuando me pregunte la policía. Y supongo que me preguntará. Te asegurarás de ello, ¿verdad?

– Esto no tiene que ver conmigo -le dijo-. No tiene que ver con nadie. Tiene que ver con…

– Coloso -Neil terminó la frase por ella-. Bien, Ulrike. Siempre tiene que ver con Coloso, ¿verdad? Ahora, si me disculpas, tengo cosas que hacer. Pero, si quieres un atajo, llama a mi madre. Será mi coartada. Claro que soy su ojito derecho, así que puede ser que le haya dicho que mienta cuando venga alguien a husmear y hacer preguntas. Pero es el riesgo que correrás con todos nosotros, de todos modos. Que tengas un buen día.

Se puso a trabajar de nuevo con el ordenador. Su rostro, ya usualmente rubicundo, se puso todavía más rubicundo.

Con Jack Veness fue más sencillo.

– Miller and Grindstone. Mierda, Ulrike, es donde estoy siempre. ¿Por qué diablos haces esto de todas formas? ¿No tenemos ya suficientes problemas?

Así era. Estaba empeorando las cosas, pero no podía evitarse. Tenía que tener algo para darle a la policía. Aunque eso significara comprobar todas las coartadas ella misma: el padre de Robbie, la madre de Neil, el dueño del Miller and Grindstone… Estaba dispuesta a hacerlo, y era capaz de hacerlo porque no tenía miedo. Tenía que serlo porque había mucho en juego…

– ¿Ulrike? ¿Qué ha pasado? Pensaba que había dicho cinco minutos.

Griff había ido a la recepción. Parecía confuso, ya podía estarlo, puesto que siempre que le había dicho cuándo aparecer en su órbita, ella había estado allí como un satélite dependiente.

– Tenemos que hablar -dijo-. ¿Tienes tiempo? -Claro. Los chicos están trabajando en el círculo de confianza. ¿Qué sucede? Jack habló.

– Ulrike lo ha retomado donde lo dejó la poli. -Ya basta, Jack -dijo Ulrike, y a Griff-: ven conmigo. Él la siguió hasta su despacho y cerró la puerta. Ni el enfoque indirecto ni el directo habían tenido éxito sin que nadie se ofendiera, así que pensó que no importaba cómo tratara el tema con Griff. Abrió la boca para hablar, pero él se adelantó.

– Me alegro de que me pidieras que habláramos, Rike -dijo a la vez que se pasaba los dedos por ese cabello suyo-. Quería que habláramos.

– ¿De qué? -dijo antes de pensarlo bien. Rike, le susurraba eso al oído. Un gemido que acompañaba al orgasmo: Rike, Rike.

– Te echo de menos. No me gusta cómo parece que han acabado las cosas entre nosotros. No me gusta que parezca que las cosas han acabado. Lo que dijiste sobre mí, eso de que había sido un buen polvo, me dolió. Nunca pensé que fuera eso para ti. No se trataba de follar, Rike.

– ¿Ah, no? ¿De qué se trataba entonces? Griff se había quedado junto a la puerta; Ulrike, delante de la mesa. Él se movió, pero no hacia ella, sino que se acercó a la estantería y pareció examinarla. Al final, cogió la fotografía en la que Nelson Mándela estaba entre Ulrike y su padre.

– De ella -dijo-, de esta niña de la foto y todo aquello en lo que creía entonces y sigue creyendo ahora, de su pasión, de la vitalidad que tiene dentro. De eso se trata. -Volvió a colocar la fotografía en su sitio y la miró-. Aún la llevas dentro. Eso es lo que es tan cautivador. Lo fue desde el principio y aún lo es.

Se metió las manos en los bolsillos de atrás de los vaqueros. Eran estrechos, como siempre, y se le ajustaban por la parte de delante. Veía la forma de su pene. Apartó la mirada.

– Las cosas son una locura en casa -prosiguió-. Últimamente no he sido yo mismo, y lo siento. Arabella tiene las hormonas disparadas, la niña tiene cólicos. El negocio de estampación no va muy bien ahora mismo. He tenido demasiadas cosas en la cabeza. Comenzaba a verte como algo más a lo que tenía que enfrentarme, y no te he tratado bien.

– Sí. Así es.

– Pero no quiere decir, no pretendía decir, que no quisiera estar contigo. En ese momento, la complicación…

– La vida no tiene por qué ser complicada -le dijo Ulrike-. Tú has hecho que lo sea.

– Rike, no puedo dejarla. Aún no. No con la niña. No sería bueno para ti ni para nadie. Tienes que entenderlo.

– Nadie te pidió que la dejaras.

– íbamos por ese camino, y lo sabes.

Ulrike se quedó callada. Sabía que tenía que hacer que volvieran al tema de por qué había querido hablar con él, pero aquellos ojos negros la distraían y, a la vez, la arrastraban al pasado, a la sensación de tenerle cerca, al calor de su cuerpo, a aquel momento embriagador en que la penetraba. Eran más que carne con carne, eran alma con alma.

Se resistió a la fuerza de los recuerdos.

– Sí. Bueno. Quizá si íbamos por ahí -dijo.

– Sabes que es así. Veías lo que sentía. Lo que aún siento…

Se acercó a ella. Ulrike sintió el pulso débil y acelerado en la garganta. El fuego crecía en su interior y descendía a sus genitales. Notó la humedad desesperante a pesar de no quererlo.

– Era algo animal -dijo-. Sólo un tonto lo confundiría por amor de verdad.

Tenía a drill lo bastante cerca como para captar su olor. No era la loción. Ni la colonia ni el masaje. Era su olor, la combinación de cabello, piel y sexo.

Griff alargó la mano y la tocó: le rozó la sien con los dedos, describiendo un cuarto de círculo hasta su oreja. Le acarició el lóbulo. Bajó un dedo hasta su mandíbula. Luego, dejó caer la mano.

– Aún estamos bien, ¿verdad? -preguntó-. ¿En el fondo?

– Griff, escucha -dijo ella, pero oyó la poca convicción que había en su voz. El también la oiría. Y sabría lo que significaba. Porque significaba… Oh, estar cerca de él, el olor y la fuerza. Que la sujetara, que sus manos aprisionaran las de ella en el colchón, y su beso, su beso… Sus caderas se movían rítmicamente y luego se ladeaban, porque nada importaba entonces o incluso después, excepto desear, tener y saciarse.

Sabía que él también lo sentía. Sabía que si bajaba la mirada vería la prueba tras el vaquero estrecho.

– ¿Escuchar qué, Rike? -dijo Griff bruscamente-. ¿Mi corazón? ¿El tuyo? ¿Qué nos están diciendo? Quiero que volvamos. Es una locura. Una estupidez. No puedo ofrecerte nada ahora mismo aparte del hecho de que quiero estar contigo. No sé que nos deparará el futuro. Podríamos morir los dos. Pero ahora lo que quiero es estar contigo.