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Entonces, cuando la besó, ella no rechazó su abrazo. Su boca encontró la de ella, y luego su lengua la obligó a abrir la boca.

Ulrike se apoyó en la mesa, y Griff se movió con ella, por lo que notó su reclamo duro y ardiente contra su cuerpo.

– Déjame volver, Rike -le susurró.

Ella le pasó los brazos alrededor del cuello y lo besó con avidez. El peligro estaba en todas partes, pero no le importaba. Posó sus manos en el pelo de él para sentir su sedosidad entre los dedos.

La boca de él besaba su cuello mientras buscaba sus pechos con las manos. Su cuerpo la aplastaba, y el deseo de tenerlo también, combinado con la indiferencia absoluta por que los descubrieran.

«Iremos deprisa», se dijo. Pero no podían separarse hasta que…

Cremalleras, ropa interior y el gemido de placer de ambos cuando la subió a la mesa y la penetró. Su boca en la de él, sus brazos enredados, los de él colocaban su cadera en posición, y, a continuación, llegaba el empuje brutal de su cuerpo que nunca sería lo bastante fuerte ni lo bastante brutal. Y entonces Ulrike sintió la contracción y la descarga y, un momento después, el gemido de placer de Griff. Y se apretaron el uno contra el otro como tenía que ser, a salvo, en menos de sesenta segundos.

Se separaron despacio. Ulrike vio que él se había sonrojado. Sabía que ella también.

Griff respiraba deprisa y parecía atónito.

– No quería que pasara esto -dijo él.

– Yo tampoco.

– Es lo que somos juntos.

– Sí. Lo sé.

– No puedo dejar que termine. Lo he intentado. Lo reconozco. Pero no funciona porque te veo y…

– Lo sé -dijo ella-. Yo siento lo mismo.

Se vistió. Ya lo notaba saliendo de ella, y sabía que llevaba en todo el cuerpo el olor a su sexo. Debería importarle, pero no era así.

Él sentía lo mismo. Tenía que sentirlo porque la atrajo hacia él y la besó.

– Voy a encontrar la manera -dijo entonces.

Ella lo besó.

El resto de Coloso no existía, ahí fuera, tras la puerta de su despacho.

Al final, Griff apartó los labios de los de ella. Siguió abrazándola, apretando su cabeza contra el hombro.

– Estarás a mi lado, ¿verdad? -le dijo-. Siempre lo estarás, ¿verdad, Rike?

Ella levantó la cabeza.

– Me parece que no voy a ningún lado -contestó.

– Me alegro. Ahora estamos juntos. Siempre.

– Sí.

Le acarició la mejilla. Volvió a apoyarle la cabeza en su hombro y la abrazó.

– ¿Lo dirás?

– Aja.

– ¿Rike? ¿Dirás que…?

Ella levantó la cabeza.

– ¿Qué?

– Que estamos juntos, que queremos estar juntos, sabemos que no está bien, pero no podemos evitarlo. Así que, cuando tengamos la oportunidad, nada importará. El momento, el día, lo que sea. Haremos lo que tenemos que hacer.

Ulrike vio sus ojos serios y el detenimiento con el que la miraban, y notó que el aire se volvía frío.

– ¿De qué estás hablando?

Griff se rió como un amante, tierno e indulgente. Ella se apartó.

– ¿Qué pasa? -preguntó él.

– ¿Dónde estabas? -le dijo Ulrike-. Dime dónde estabas.

– ¿Yo? ¿Cuándo?

– Ya sabes cuándo, Griffin. Porque todo va de esto. -Con la mano, los señaló a ellos, al despacho, al interludio que acaban de interpretar-. De ti, Dios mío, siempre va de ti. De tenerme tan loca por ti que haría lo que fuera. La policía viene aquí, y la última persona a la que quiero que investiguen es el hombre al que me estoy follando a escondidas.

Griff la miró con incredulidad, pero ella no se dejó engañar. Ni tampoco la conmovió la inocencia herida que la sustituyó. Dondequiera que estuviera el día ocho, necesitaba una coartada. Y había supuesto alegremente que ella se la proporcionaría; tenía la certidumbre de que eran los amantes desventurados que el destino había querido que fueran.

– Cabrón egocéntrico de mierda -le dijo.

– Rike…

– Sal de aquí. Sal de mi vida.

– ¿Qué? ¿Me estás despidiendo?

Ella se rió, un sonido duro cuya carcajada iba dirigida sólo a ella y su estupidez.

– Siempre se reduce a eso, ¿verdad?

– ¿A qué se reduce?

– A ti. No, no te estoy despidiendo. Sería demasiado fácil. Quiero que estés aquí, donde pueda controlarte. Quiero que saltes cuando yo lo diga. Pienso vigilarte.

– Pero ¿le dirás a la policía que…? -dijo aún por increíble que pareciera.

– Créeme. Les diré lo que quieran saber.

Lynley decidió que le debía a Havers estar en el segundo interrogatorio a Barry Minshall, puesto que ella era quien le había echado el guante.

Así que fue a buscarla al centro de coordinación, donde estaba investigando los antecedentes del vendedor de sales de baño del mercado de Stables. Sólo le dijo que lo acompañara. Mientras bajaban por las escaleras al aparcamiento subterráneo, la puso al corriente.

– Apuesto a que busca un trato -le dijo Barbara cuando Lynley le contó que Barry Minshall estaba dispuesto a hablar-. Ese tipo tiene tantos trapos sucios que lavar que va a necesitar una fábrica entera de detergente para que quede limpia. Acuérdese de lo que le digo. ¿Se lo ofrecerá, señor?

– Eran niños, Havers, recién salidos de la infancia. No quitaré valor a sus vidas dándole a su asesino más opción que la que tiene: cadena perpetua en un entorno muy desagradable donde los pederastas son los internos menos populares.

– Podré vivir con ello -le dijo Havers.

Pese a que Havers estaba de acuerdo con él, Lynley sintió la necesidad de decir más, como si estuvieran debatiendo algo. Le parecía que sólo golpeando fuerte se podría erradicar la enfermedad que comenzaba a asolar la sociedad.

– En algún momento, Havers, tendremos que ser un país sin niños malogrados. Tenemos que superar eso de ser un sitio donde pasa de todo y nada importa. Créeme, estaré encantado de utilizar al señor Minshall para dar una lección a aquellos que creen que los chicos de doce y trece años son mercancía desechable parecida a los envases de curry para llevar. -Se detuvo en uno de los descansillos y, luego, la miró-. Vaya sermón -dijo arrepentido-. Lo siento.

– Tranquilo. Tiene derecho. -Levantó la cabeza para señalar los pisos superiores del edificio Victoria-. Pero, señor… -Parecía indecisa, algo totalmente impropio de ella. Se lanzó-: Ese Coisico…

– El periodista incrustado de Hillier. No podemos hacer nada. No atiende a razones, como ha hecho desde el principio.

– El tipo no sobrepasa los límites -le tranquilizó-. No es eso. No está mirando nada y las únicas preguntas que hace son sobre usted. Hillier ha dicho que sólo va escribir artículos sobre la gente, pero creo que…

Pareció inquieta. Lynley veía que quería fumar, lo cual era, desde hacía tiempo, la forma que tenía Havers de armarse de valor. Lynley acabó su idea:

– No es buena idea. Que se abra un foro público sobre los investigadores.

– No hay derecho -dijo Barbara-. No quiero que este tipo husmee en el cajón de mis bragas.

– Le he dicho a Dee Harriman que le suelte tal rollo sobre mí que estará días ocupado rastreando los detalles de mi deshonroso pasado, que le he ordenado que adorne tanto como quiera: Eton, Oxford, Howenstow, mis muchas aventuras amorosas, actividades de la flor y nata, como navegar, cazar faisanes, zorros…

– No me joda que usted…

– Claro que no. Bueno, una vez cuando tenía diez años, y no me gustó nada. Pero Dee puede hablarle de eso así como de las docenas de bailarinas que danzan según me plazca, si hace falta. Quiero que este tipo no se meta en la vida de nadie más por un tiempo. Si Dios quiere, y si Dee hace su trabajo y las personas con las que Corsico hable captan la jugada, habremos resuelto el caso antes de que se ponga a escribir un artículo sobre nadie más.

– No querrá que su careto aparezca en la portada de The Source -le dijo ella mientras seguían bajando las escaleras.