– Es lo último que quiero. Pero si que mi cara aparezca en la portada de The Source mantiene al periódico alejado de todo lo demás que tiene que ver con este caso, estoy dispuesto a soportar la vergüenza.
Se dirigieron cada uno a su coche; estaba oscureciendo, y la comisaría de Holmes Street se encontraba lo bastante cerca de donde vivía Havers como para que fuera lógico que se marchara a casa después de charlar con Barry Minshall.
Siguió a Lynley por Londres en su Mini renqueante, después de unos momentos llenos de expectación en el aparcamiento preguntándose si el coche arrancaría o no.
En la comisaría de Holmes Street, los estaban esperando. Tuvieron que ir a buscar a James Barty, el abogado de Minshall, lo que supuso esperar con impaciencia veinte minutos en una sala de interrogatorios y decir que no al té de la tarde. Cuando por fin apareció Barty, con migas de bollo en la comisura de su boca, pronto resultó evidente que no tenía ni idea de por qué su cliente había decidido hablar. Sin duda, el abogado no había instado a Minshall a hacerlo. Prefería esperar a ver qué tenía que ofrecer la policía, les informó Barty. En general, siempre había algo detrás cuando se formulaba una acusación de asesinato tan deprisa, ¿no opinaba lo mismo el comisario?
La llegada de Barry Minshall impidió que Lynley respondiera. El mago entró, el sargento de guardia lo había traído de su celda. Llevaba puestas las gafas de sol. Estaba igual que el día anterior, salvo por las mejillas y la barbilla, que mostraban una barba blanca incipiente.
– ¿Qué le parece el alojamiento? -le preguntó Havers-. ¿Ya empieza a gustarle?
Minshall no le hizo caso. Lynley encendió la grabadora, dijo la fecha, la hora y las personas presentes.
– Ha solicitado hablar con nosotros, señor Minshall. ¿Qué es lo que le gustaría decir?
– No soy un asesino. -Minshall sacó la lengua y se la pasó por los labios, un movimiento de lagarto de carne incolora sobre carne incolora.
– ¿En serio cree que esa furgoneta suya no va a darnos ninguna huella de aquí al viernes? -preguntó Havers-. Por no hablar de su piso. ¿Cuándo lo limpió por última vez? Creo que hay más pruebas ahí dentro que en un matadero.
– No estoy diciendo que no conociera a Davey Benton, o a los otros. A los chicos de las fotografías, los conocí y los conozco. Nuestros caminos se cruzaron y nos hicimos… amigos, puede llamarlo; o maestro y alumno; o mentor y… lo que sea. Así que reconozco haberlos llevado a mi piso: a Davey Benton y a los chicos de las fotos. Pero la razón era enseñarles trucos de magia para que, cuando me invitaran al cumpleaños de algún niño, no hubiera duda de que… -Tragó saliva sonoramente-. Miren, la gente no se fía y ¿por qué debería hacerlo? Alguien disfrazado de Papá Noel se sube a una niña a las rodillas y le mete la mano en las bragas. Un payaso va a la unidad de pediatría de un hospital y se lleva a un crío al cuarto de la ropa blanca. Está donde se mire, y necesito una forma de demostrar a los padres que no tienen nada que temer conmigo. Un ayudante siempre tranquiliza a los padres, para eso estaba enseñando a Davey.
– Para que fuera su ayudante -repitió Havers.
– Correcto.
Lynley se inclinó hacia delante, meneando la cabeza con incredulidad.
– Voy a poner fin a esta entrevista… -Miró su reloj y dijo la hora. Apagó la grabadora, se levantó y dijo-: Havers, hemos perdido el tiempo. Nos vemos mañana.
Havers parecía sorprendida, pero también se levantó.
– Muy bien -dijo, y lo siguió hacia la puerta.
– Esperen -dijo Minshall-. No he…
Lynley se dio la vuelta.
– No, espere usted, señor Minshall. Y escúcheme también: posesión y divulgación de pornografía infantil, abusos sexuales, pedofilia, asesinato.
– Yo no…
– No voy a quedarme aquí sentado escuchándole alegar que dirigía usted una escuela para pequeños magos. Lo vieron con ese chico en el mercado y en su casa. Sabe Dios dónde más porque justo acabamos de empezar. Habrá rastros de él relacionados con usted por todas partes, y habrá rastros de usted en su cuerpo.
– No van a encontrar…
– Claro que sí. Y el abogado que esté dispuesto a aceptar su caso las pasará canutas para explicárselo todo a un jurado ávido por encerrarlo por poner sus sucias manos en un niño pequeño.
– No eran pequeños… -Minshall se contuvo. Se dejó caer contra el respaldo de la silla.
Lynley no dijo nada, Havers tampoco. De repente, la sala se quedó tan silenciosa como la cripta de una iglesia de campo.
– ¿Quieres que hablemos un momento, Barry? -le dijo James Barty.
Minshall negó con la cabeza. Lynley y Havers se quedaron donde estaban. Dos pasos más y estarían fuera de la sala. La pelota viajaba hacia el tejado de Minshall, y el mago no era estúpido. Lynley sabía que tenía que verlo.
– No significa nada -dijo-. No es el tipo de desliz que creen. Esos chicos que han muerto, los otros, no Davey… No encontrarán nada que me relacione con ellos. Juro por Dios que no los conocía.
– ¿Bíblicamente, quiere decir? -preguntó Havers.
Minshall le lanzó una mirada. A su lado, Lynley notó que Barbara se erizaba. Le tocó el brazo para dirigirla de nuevo hacia la mesa.
– ¿Qué tiene que contarnos? -dijo.
– Encienda la grabadora -contestó Minshall.
Capítulo 22
– No es lo que creen -fueron las primeras palabras de Barry Minshall cuando Lynley puso en marcha la grabadora-. A ustedes, los polis, se les mete una idea en la cabeza y luego moldean los hechos para asegurarse de que encajen con esa idea. Pero ¿cómo creen que sucedió? Ahí se equivocan. ¿Y cómo sucedió lo de Davey Benton? También se equivocan. Pero les digo desde ya que no serán capaces de afrontar lo que tengo que decir porque si lo hicieran, seguramente echaría por tierra los esquemas que tienen del mundo. Quiero agua. Estoy muerto de sed y esto va para largo.
Lynley detestaba tener que darle algo a ese hombre, pero hizo una señal con la cabeza a Havers, quien desapareció para ir a buscar la bebida de Minshall.
Regresó en menos de un minuto con un vaso de plástico de agua que parecía haber cogido directamente del servicio de mujeres, que era lo que seguramente había hecho. Lo dejó delante de Minshall, y éste miró el vaso y, luego, a Havers para comprobar si había escupido dentro. Después de considerarla pasable, bebió un sorbo.
– Puedo ayudarles -dijo-. Pero quiero un trato.
Lynley alargó la mano hacia la grabadora otra vez, dispuesto a apagarla y poner fin al interrogatorio una vez más.
– Yo que usted no lo haría -dijo Minshall-. Me necesitan tanto como yo a ustedes. Conocía a Davey Benton. Le enseñé trucos de magia básicos. Lo disfracé para que fuera mi ayudante. Se montó en mi furgoneta y estuvo en mi piso. Pero eso es todo. No lo toqué jamás del modo que piensan, por mucho que él quisiera.
Lynley notó que se le secaba la boca.
– ¿Qué coño insinúa?
– No insinúo nada, se lo digo. Se lo cuento. Les informo. Llámenlo como quieran, al final es lo mismo. El chico era marica. Al menos, él creía que lo era y buscaba una prueba. Una primera vez que le demostrara cómo era el sexo con un hombre.
– No querrá que creamos que…
– Me da igual lo que crean. Les estoy diciendo la verdad. Dudo que yo fuera el primero con el que lo intentaba porque era muy directo. La mano en la entrepierna cuando nadie podía vernos. Me consideraba un solitario, que es lo que soy, reconozcámoslo, y según creía él, era seguro intentarlo conmigo. Es lo que quería hacer y yo le aclaré las cosas. Le dije que yo no me acuesto con menores, y que volviera cuando cumpliera los dieciséis.
– Es usted un mentiroso, Barry -dijo Barbara Havers-. Su ordenador está lleno de pornografía infantil. La llevaba en la furgoneta, por el amor de Dios. ¿Se mete el puño en el culo delante del ordenador todas las noches y quiere que creamos que Davey Benton lo perseguía a usted y no al revés?