Выбрать главу

– El asesinato como política -dijo Lynley-. Sí. Así es. ¿Es repugnante? Sin duda. ¿Es cínico? Sí. ¿Desagradable? Sí. ¿Maquiavélico? Sí. Pero al fin y al cabo, no quiere decir que tú no tengas que ser, o seas, un buen policía.

Entonces, Hillier salió de la sala. Parecía satisfecho con lo que fuera que Stephenson Deacon había preparado para la reunión informativa con la prensa.

– Compraremos como mínimo cuarenta y ocho horas en cuanto nos hayamos reunido con ellos -le dijo a Lynley y a Nkata-. Winston, recuerda tu parte.

Lynley esperó a ver cómo reaccionaba Winston. Dicho sea en su honor, sólo asintió con la cabeza de modo neutral. Pero cuando Hillier se marchó en dirección a los ascensores, le dijo a Lynley:

– Estamos hablando de críos. Críos muertos, socio. -Winston -dijo Lynley-, ya lo sé.

– ¿Qué está haciendo Hillier, entonces?

– Creo que está posicionando a los periódicos para que se den un batacazo.

Nkata miró hacia la dirección que había tomado Hillier.

– ¿Cómo va a conseguirlo?

– Esperando el tiempo suficiente a que expongan su parcialidad antes de hablar con ellos. Sabe que los periódicos se enterarán de que las víctimas anteriores eran negras y mestizas y que, cuando lo hagan, comenzarán a pedir nuestras cabezas. ¿Qué hacíamos? ¿Nos echamos a la bartola? Etcétera, etcétera. En ese punto, contraatacará preguntándose hipócritamente por qué ellos han tardado tanto en publicar lo que la poli sabía, y contó a la prensa desde el principio. Esta última muerte es portada de todos los periódicos. Es casi la primera noticia del telediario de la noche. Pero ¿y las demás?, preguntará. ¿Por qué no se las consideró historias de primera plana?

– Entonces, Hillier va a tomar la ofensiva -dijo Nkata.

– Por eso es bueno en lo suyo, la mayoría de las veces.

Nkata parecía indignado.

– Si los cuatro chicos asesinados en distintas zonas de la ciudad hubieran sido blancos, la colaboración entre las comisarías habría sido estrechísima desde el primer momento, joder.

– Seguramente.

– Entonces…

– No podemos corregir sus errores, Winston. Podemos despreciarlos e intentar cambiarlos para el futuro. Pero no podemos volver atrás y hacer que las cosas sean distintas.

– Podemos evitar que corran un tupido velo sobre el asunto.

– Podríamos defender esa causa. Sí. Estoy de acuerdo. -Y cuando Nkata comenzó a decir más, Lynley siguió hablando-: Pero mientras lo hacemos, un asesino seguirá matando. Así que, ¿qué ganamos? ¿Hemos resucitado a los muertos? ¿Llevado a alguien ante la justicia? Créeme, Winston, los periodistas se recuperarán pronto de las acusaciones de Hillier sobre que ellos han hecho peor las cosas y cuando eso pase, se le echarán encima como fieras. Mientras tanto, tenemos que ocuparnos como es debido de cuatro asesinatos y no seremos capaces de hacerlo si no contamos con la colaboración de esas mismas brigadas policiales a las que quieres acusar públicamente de racistas y corruptos. ¿Tiene sentido para ti?

Nkata pensó en ello.

– Quiero tener un papel de verdad en este caso -dijo al fin-. No pienso ser el chico de Hillier para las ruedas de prensa, socio.

– Lo entiendo y estoy de acuerdo -dijo Lynley-. Ahora eres sargento. Nadie va a olvidarlo. Pongámonos a trabajar.

A poca distancia del despacho de Lynley se había instalado el centro de coordinación, donde agentes de policía de uniforme estaban ya sentados a los ordenadores, registrando la información que entraba a petición de Lynley procedente de las jurisdicciones policiales donde se habían hallado los primeros cuerpos. Había tableros con fotografías de las escenas de los crímenes junto a un gran esquema con los nombres de los miembros del equipo y los números de identificación de las tareas que tenían asignadas. Los técnicos habían instalado tres vídeos para que alguien pudiera visionar todas las cintas relevantes de las cámaras de circuito cerrado -donde las hubiera y si las había- de todas las zonas donde aparecieron los cuerpos, por lo que el suelo estaba lleno de cables. Los teléfonos ya sonaban. Al mando, en aquel momento, estaba el antiguo compañero de Lynley, el detective John Stewart, y dos agentes. Aquél ya estaba sentado a una mesa organizando todo compulsivamente.

Cuando Lynley y Nkata entraron, Barbara Havers subrayaba hojas de datos con un rotulador amarillo. Junto al codo tenía un paquete abierto de pastelitos de mermelada de fresa Mr. Kipling y una taza de café, que se acabó con una mueca y las palabras «Mierda, está frío», tras lo cual miró con ansia un paquete de Players medio enterrado debajo de un fajo de listados.

– Ni se te ocurra -le dijo Lynley-. ¿Qué tienes de la Unidad de Protección Infantil?

Barbara dejó el rotulador y ejercitó los músculos de los hombros.

– No querrá que la prensa tenga acceso a este dato.

– Buen comienzo -comentó Lynley-. A por él, entonces.

– Repasando los últimos tres meses, el índice juvenil y Desaparecidos juntos registraron mil quinientos setenta y cuatro nombres.

– Mierda.

Lynley cogió las hojas de datos y las fue pasando con impaciencia. Al otro lado de la sala, el detective Stewart colgó el teléfono y acabó de tomar nota.

– Si quiere saber mi opinión -dijo Havers-, parece que las cosas no han cambiado mucho desde la última vez que la Unidad de Protección Infantil se enfrentó a la prensa por no tener actualizados sus sistemas. Cabría pensar que no querrían volver a quedar en ridículo.

– Pues sí -asintió Lynley.

Por norma, los nombres de los niños cuya desaparición se denunciaba se introducían en el sistema de inmediato. Pero, a menudo, cuando se encontraba al niño, su nombre no se borraba del sistema. Ni tampoco era eliminado necesariamente cuando el niño, que en un principio se creía desaparecido, acababa en un centro de menores o al cuidado de los servicios sociales. Era un caso de falta de coordinación, y ese tipo de ineficacia por parte de Desaparecidos había provocado que se atascara más de una investigación.

– Sé lo que significa esa cara -le dijo Havers a Lynley, pero es imposible que pueda hacerlo sola. ¿Más de mil quinientos nombres? Cuando los haya revisado todos, este tipo ya… -Señaló con la cabeza las fotografías colgadas en el tablero-. Ya se habrá cargado a otros siete.

– Tendrás ayuda -dijo Lynley-. ¿John? Que más agentes se pongan con esto -le dijo a Stewart-. Asigna la mitad de los teléfonos a comprobar si estos chicos han aparecido desde que desaparecieron, y que la otra mitad de los agentes mire si alguno de los cadáveres se corresponde con las descripciones del papeleo, cualquier dato remotamente posible que pueda permitirnos relacionar un nombre con un cuerpo. ¿Qué dice Antivicio del cadáver más reciente? ¿Ha dicho algo la comisaría de Theobald's Road sobre el chico de Saint George's Gardens? ¿Y la de King's Cross? ¿Y la de Tolpuddle Street?

El detective Stewart cogió una libreta.

– Según Antivicio, la descripción no coincide con ningún chico que se haya dedicado a la prostitución últimamente. Entre los habituales, no ha desaparecido nadie. De momento.

– Consulta también con las brigadas de antivicio de las comisarías donde se hallaron los otros cuerpos -le dijo Lynley a Havers-. A ver si encuentras una correspondencia con alguien cuya desaparición se denunciara allí. -Fue hacia el tablero, donde miró las fotos de la víctima más reciente. John Stewart se unió a él. Como siempre, el detective era una combinación de energía nerviosa y obsesión por los detalles. La libreta que llevaba estaba abierta por un esquema que había hecho utilizando varios colores cuyo significado sólo conocía él.