– Sólo es proxenetismo -dijo Havers, que, obviamente, ya no pudo contenerse más.
– Ningún chico ha sentido nunca que lo utilizaban -siguió Minshall obstinadamente- o que abusaban de él en un encuentro preparado por mí a través de HYCE. Queremos quererlos. Y los queremos.
– ¿Y qué se dice a sí mismo cuando aparecen muertos? -preguntó Havers-. ¿Que querían perder la vida?
Minshall respondió mirando a Lynley, como si creyera que el silencio de éste implicaba que aprobaba su negocio.
– No tienen ninguna prueba de que mi cliente… -Decidió dar otro enfoque-. Davey Benton no tenía que morir. Estaba preparado para…
– Davey Benton se defendió de su asesino -le interrumpió Lynley-. A pesar de lo que pensara de él, señor Minshall, no era marica, no estaba preparado, no lo deseaba, y no estaba ansioso. Así que, si se marchó con su asesino al final de su actuación, dudo que lo hiciera voluntariamente.
– Estaba vivo cuando los dejé solos -dijo Minshall con voz apagada-. Lo juro. Nunca he hecho daño a ningún chico, y mis clientes tampoco.
Lynley ya había oído suficiente sobre Barry Minshall, sus clientes, HYCK y el gran proyecto de amor en el que, al parecer, el mago creía que participaba.
– ¿Cómo era este hombre físicamente? ¿Cómo se pusieron en contacto?
– No es…
– Señor Minshall, ahora mismo no me importa si es o no es un asesino. Quiero encontrarlo y quiero interrogarlo. Bien, ¿cómo se pusieron en contacto?
– Me llamó.
– ¿A un fijo o un móvil?
– A un móvil. Cuando estuvo preparado, me llamó. Yo nunca tuve su número.
– Entonces, ¿cómo supo él cuándo estaba todo organizado?
– Yo sabía lo que tardaría. Le dije cuándo tenía que volver a llamar. Así nos manteníamos en contacto. Cuando lo tuve todo preparado, esperé a que me llamara y le dije cuándo y dónde nos encontraríamos. Él llegó primero, pagó la habitación en metálico y nos reunimos con él allí. Todo lo demás pasó como les he contado. Hicimos la actuación, y después dejé a Davey con él.
– ¿Davey no se opuso a que lo dejara sólo en una habitación de hotel con un desconocido? -Lynley pensó que no sonaba propio del Davey Benton que su padre había descrito. Tenía que faltar un elemento en la historia que Minshall estaba describiendo-. ¿Drogaron al chico? -preguntó.
– Nunca he drogado a ninguno de los chicos -dijo Minshall.
A estas alturas, Lynley ya estaba acostumbrado a la forma que tenía el hombre de marear la perdiz.
– ¿Y sus clientes? -preguntó.
– Yo no drogo…
– Corte el rollo, Barry -le interrumpió Barbara-. Sabe exactamente qué le está preguntando el comisario.
Minshall miró lo que había hecho con el vaso de plástico: reducirlo a tiras y confeti.
– Por lo general, nos ofrecen refrescos en la habitación del hotel. Los chicos son libres de aceptarlos o no.
– ¿Qué clase de refrescos?
– Bebidas alcohólicas.
– ¿Drogas no? Cannabis, cocaína, éxtasis, drogas por el estilo.
Minshall se irguió ofendido al oír aquella pregunta.
– Por supuesto que no -dijo-. No somos drogadictos, comisario Lynley.
– Sólo sodomitas de niños -dijo Havers. Luego, le lanzó una mirada a Lynley de disculpa.
– ¿Cómo era el hombre físicamente, señor Minshall? -le preguntó.
– ¿El dos-uno-seis-cero? -Minshall pensó en ello-. Normal y corriente -dijo-. Llevaba bigote y perilla, y una gorra, parecía un hombre de campo. También llevaba gafas.
– ¿Y jamás se le ocurrió que todo eso fuera un disfraz? -preguntó Lynley al mago-. ¿El pelo en la cara, las gafas, la gorra?
– En aquel momento, no pensé… Miren, cuando un hombre está preparado para dejar de fantasear sobre el tema, no necesita disfraces.
– Si piensa matar a alguien sí -señaló Havers.
– ¿Cuántos años tenía el hombre? -preguntó Lynley.
– No lo sé. ¿Cuarenta? No estaba en muy buena forma. Parecía alguien que no hace ejercicio.
– ¿Alguien a quien podría costarle respirar?
– Seguramente. Pero miren, no llevaba ningún disfraz. Muy bien, reconozco que algunos tipos lo llevan cuando vienen por primera vez a HYCE: la peluca, la barba, el turbante, lo que sea. Pero, cuando están preparados, ya hemos creado una confianza. Y nadie da el paso sin confianza. Porque ellos no saben si yo podría ser un policía secreto. Podría ser cualquiera.
– Y ellos también -dijo Havers-. Pero nunca se le ocurrió, ¿verdad, Bar? Simplemente, entregó a Davey Benton a un asesino en serie, se despidió y se marchó con el dinero en el bolsillo. -Se volvió hacia Lynley-. Diría que ya tenemos suficiente, ¿verdad, señor?
Lynley no podía discrepar. Por ahora, ya le habían sacado suficiente a Minshall. Querrían una lista de las llamadas que había recibido al móvil, querrían ir al hotel Canterbury y querrían elaborar otro retrato robot para ver si el tipo del gimnasio Square Four coincidía con la imagen que Minshall tenía de su cliente. Sin embargo, a partir de su descripción del dos-uno-seis-cero, los puntos de comparación no parecían corresponderse con el retrato robot que ya tenían del gimnasio, sino con la descripción que les había dado Muwaffaq Masoud del hombre que le había comprado la furgoneta.
No había ni bigote ni perilla, cierto. Pero la edad coincidía, la falta de condición física coincidía y la calvicie que vio Masoud podía ocultarse fácilmente con la gorra que había visto Minshaíl.
Por primera vez, Lynley se planteó una idea totalmente nueva.
– Havers -le dijo a la detective cuando salieron de la sala de interrogatorios-, hay otro modo de enfocar el caso que no nos habíamos planteado.
– ¿Cuál? -dijo mientras guardaba la libreta en el bolso.
– Dos hombres -dijo-. Uno capta, y el otro mata. Uno capta para darle al otro la oportunidad de matar. El compañero dominante y el sumiso.
Barbara pensó en ello.
– No sería la primera vez -dijo-. Una vuelta de tuerca en la historia de Fred y Rosemary, de Hinley y Brady.
– Más que eso -dijo Lynley.
– ¿Por?
– Explica por qué tenemos a alguien comprando esa furgoneta en Middlesex mientras otro le espera en un taxi delante de la casa de Muwaffaq Masoud.
Cuando Lynley llegó a casa, era bastante tarde. Había pasado por Victoria Street para hablar con el T09 sobre HYCE y dio a los agentes del equipo de protección de menores la información que tenía sobre la organización. Les habló de la iglesia de Saint Lucy's cerca de la estación del metro de Gloucester Road y les preguntó qué posibilidades había de clausurar el grupo.
La respuesta que le dieron fue deprimente. Que un grupo de personas de ideas afines se reunieran para hablar de esas ideas no constituía ningún delito. Si no sucedía algo más en el sótano de la iglesia de Saint Lucy's, no había nada que hacer: los agentes de que disponía Antivicio eran pocos, y las actividades ilegales, muchas.
– Pero se trata de pedófilos -contrarrestó Lynley frustrado al oír que su compañero hacía aquella valoración.
– Quizá -fue la respuesta-. Pero la fiscalía no va a arrastrar a nadie a un tribunal basándose en lo que ha dicho, Tommy. -Aun así, el T09 iba a mandar a alguien de paisano a una reunión de HYCE cuando estuvieran menos agobiados. A menos que recibieran una queja o tuvieran una prueba sólida de una actividad delictiva, el T09 no podía hacer más.
Así que Lynley estaba bajo de moral cuando entró con el coche en Eaton Terrace. Aparcó en el garaje de las caballerizas, recorrió despacio el callejón adoquinado y dobló la esquina de su casa. El día le había dejado con una clara sensación de suciedad: física y espiritual.
Dentro de casa, el primer piso estaba casi a oscuras, con una luz tenue al pie de las escaleras. Subió y fue al dormitorio para ver si su esposa se había acostado. Pero la cama estaba hecha, así que siguió, primero a la biblioteca y, al final, al cuarto del bebé. Allí la encontró. Vio que había comprado una mecedora y que se había quedado dormida, con una almohada de forma rara en el regazo. La reconoció de uno de los múltiples viajes a Mother Care que habían hecho en los meses anteriores. Se suponía que había que utilizarla cuando se daba de mamar al bebé. El niño descansaba encima, debajo del pecho de la madre.