Detrás de ella, El gran desayuno obsequiaba a sus espectadores con los últimos cotilleos sobre famosos, que en su mayoría consistían en quién era la pareja actual de quién -una cuestión siempre candente para el público británico, al parecer- y quién había dejado a quién por quién.
Barbara frunció el ceño y echó el agua hirviendo en la cafetera de émbolo. Se inclinó sobre el fregadero y dio un golpecito con el dedo en el pitillo que oscilaba entre sus labios, y la ceniza cayó en el borde del sumidero. «Dios santo, están obsesionados», pensó. Pareja tal, pareja cual. ¿Es que nadie estaba solo ni cinco minutos…, aparte de ella, por supuesto? Parecía que el deporte nacional era pasar de una relación a la siguiente dejando el menor tiempo posible entre una y otra. Una mujer soltera era un fracaso aceptado como ser humano y, allí dondequiera que miraras, el mensaje te estallaba en la cara.
Llevó el Pop Tart a la mesa y fue a por el café. Dirigió el mando hacia la pantalla del televisor y la apagó. Estaba sensible, demasiado cerca del punto en que se pondría a pensar en su vida solitaria. Oía la observación que Azhar le hizo sobre si alguna vez tendría la suerte de tener hijos, y no quería arriesgarse a pensar en eso ni de pasada. Así que dio un gran bocado al Pop Tart y fue a buscar algo que no la distrajera de la reflexión de su vecino, de su comentario sobre su estado marital y maternal y del recuerdo de esa puerta que no se había abierto cuando por fin había llamado. Encontró esa distracción en su hombre de Lubbock. Puso el CD y subió el volumen.
Buddy Holly seguía delirando cuando se acabó el segundo Pop Tart y la tercera taza de café. En efecto, celebraba su corta vida con tanta pasión, y a un volumen tan alto que, mientras Barbara se dirigía al baño a ducharse, casi ni oyó el teléfono.
Acalló a Buddy, contestó y escuchó la voz familiar que pronunció su nombre.
– Barbara, querida, ¿eres tú? -Era la señora Fio, Florence Magentry, para el gran público, en cuyo hogar de Greenford la madre de Barbara llevaba viviendo los últimos quince meses con otras ancianas que necesitaban cuidados similares.
– La misma -dijo Barbara-. Hola, señora Fio. Ha madrugado. ¿Mamá está bien?
– Oh, sí, sí-dijo la señora Fio-. Estamos todas de primera. Mamá ha pedido gachas esta mañana, y se ha puesto a comer como una loca. Hoy tiene un apetito increíble. Lleva hablando de ti desde ayer a la hora de comer.
No era propio de la señora Fio hacer que los parientes de sus ancianas se sintieran culpables, pero Barbara tuvo ese sentimiento de todos modos. Hacía varias semanas que no iba a ver a su madre, miró el calendario y vio que, en realidad, eran cinco, y no hacía falta demasiado para que se sintiera como una cerda egoísta que había abandonado a su cría. Así que sintió la necesidad de disculparse a la señora Fio.
– He estado trabajando en estos asesinatos… -dijo-. ¿Los chicos jóvenes? Puede que haya leído sobre ellos. Es un caso complicado y el tiempo es crucial. ¿Es que mamá…?
– Barbie, querida, déjalo ya -dijo la señora Fio-. Sólo quería que supieras que mamá ha tenido unos días buenos. Ha estado aquí y aún lo está. Así que he pensado que como vive un poco más en el presente y menos en los días del bombardeo de Londres, estaría bien pedir hora para una revisión de sus partes íntimas. Quizá podamos hacerlo sin sedarla. Yo siempre creo que es preferible, ¿tú no?
– Claro, joder -dijo Barbara-. Si pide la hora, yo la llevaré.
– Claro que no hay garantía alguna de que sea ella cuando la lleves, querida. Como digo, ha tenido días buenos últimamente, pero ya sabes cómo es esto.
– Sí -dijo Barbara-. Pero pida hora de todos modos. Puedo arreglármelas si tenemos que sedarla.
Podía armarse de valor para ello, se dijo: su madre hundida en el asiento del copiloto del Mini, con la mandíbula caída y la mirada nublada. Sería casi insoportable de contemplar, pero sería infinitamente preferible a intentar explicarle, dada su incapacidad para comprender, qué iba a sucederle cuando le pidieran que colocara las piernas en los espantosos estribos de la consulta del médico.
Así que Barbara y la señora Fio llegaron a un acuerdo, que consistía en los distintos días en los que podía ir a Greenford para llevar a su madre al médico. Luego colgaron, y Barbara se quedó compungida al ver que no era tan yerma como parecía al mundo. Puesto que, sin duda, su madre sustituía a los hijos. No era exactamente lo que Barbara tenía pensado para ella, pero ahí estaba. Las fuerzas cósmicas que gobiernan el universo siempre estaban dispuestas a darte una variación de la que creías que iba a ser tu vida.
Volvió al baño, pero oyó que el teléfono sonaba de nuevo. Decidió dejar que el contestador atendiera la llamada y salió de la sala para abrir el grifo de la ducha. Pero desde el baño, la voz que escuchó esta vez era de hombre, lo que sugería que la noche había traído alguna novedad al caso, así que salió corriendo a tiempo para oír a Taymullah Azhar.
– … el número de aquí por si necesitas ponerte en contacto con nosotros.
Agarró el auricular.
– ¿Azhar? ¿Hola? ¿Estás ahí?
Y se preguntó dónde era ahí.
– Ah, Barbara -dijo él-. Espero no haberte despertado. Haddiyah y yo hemos ido a Lancaster para dar una conferencia en la universidad y me he dado cuenta de que no le pedí a nadie que nos recogiera el correo antes de irnos. ¿Podrías…?
– ¿Haddiyah no debería estar en el colegio? ¿Tiene vacaciones a mitad de trimestre?
– Sí, claro -dijo-. Es decir, debería estar en el colegio. Pero no podía dejarla sola en Londres, así que nos hemos traído la tarea. La hace aquí en la habitación del hotel, mientras yo voy a las reuniones. Ya sé que no es la mejor solución, pero está segura y tiene la puerta cerrada con llave mientras yo no estoy.
– Azhar, Haddiyah no debería… -Barbara se detuvo. Ese camino llevaba al desacuerdo. Así que dijo-: podrías haberla dejado conmigo. Me habría encantado tenerla aquí. Siempre me encantará tenerla aquí. La otra mañana llamé a vuestra casa. No contestó nadie.
– Ah. Estaríamos ya en Lancaster -dijo.
– Bueno, oí música…
– Mi intento precario para disuadir a los ladrones.
Barbara se sintió inexplicablemente aliviada al oír aquella información.
– ¿Quieres que compruebe cómo está el piso, entonces? ¿Has dejado la llave? Porque podría recoger el correo y entrar y… -Se dio cuenta de lo contentísima que estaba de oír su voz y de cuánto quería complacerle. Aquello no le gustó nada, así que se impidió seguir adelante. Después de todo, seguía siendo el hombre que pensaba que, por desgracia, jamás en la vida tendría pareja.
– Eres muy amable, Barbara. Si nos recoges el correo, no te pido más.
– Lo haré, pues -dijo alegremente-. ¿Cómo está mi amiguita?
– Creo que te echa de menos. Aún duerme, si no, te la pondría al teléfono.
Barbara le agradeció la información. Sabía que no tenía por qué dársela.
– Azhar -dijo-, sobre lo del CD y la pelea… ya sabes… lo que dije sobre que tú… sobre que la madre de Hadiyyah se marchara… -No estaba segura de adonde quería ir a parar con aquello, y no quería repetir el comentario para recordarle de qué iba a disculparse-. Lo que dije estuvo fuera de lugar. Lo siento.
Hubo un silencio. Barbara podía imaginarlo en alguna habitación de hotel en el norte, con escarcha en la ventana, y a Hadiyyah como un bulto pequeño en la cama. Habría dos camas, con una mesita de noche en medio, y él estaría sentado a los pies de la suya. Una lámpara estaría encendida, pero no la de la mesita porque no querría que su luz iluminara a su hija y la despertara. Llevaría puesto… ¿qué? ¿Una bata? ¿Un pijama? ¿O se habría vestido ya para salir? ¿E iría descalzo, o llevaría calcetines y zapatos? ¿Se habría peinado el pelo oscuro? ¿Afeitado? Y… se dio cuenta que tenía que hacer un esfuerzo por controlarse.