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– No estaba ofreciendo una respuesta a tus palabras, Barbara -dijo él-. Simplemente reaccioné a lo que dijiste. Estuvo mal reaccionar y no contestar simplemente. Me sentí… No, pensé: «Esta mujer no lo entiende, y tampoco es posible que lo entienda. Sin los hechos, me juzga, y voy a corregirla». Estuvo mal, así que también te pido perdón.

– ¿Entender qué? -Barbara oyó el agua saliendo a borbotones en la ducha y supo que debería ir a cerrar el grifo. Pero no quería pedirle que esperara mientras lo hacía porque temía que colgara.

– Lo que pasaba con el comportamiento de Hadiyyah… -Se calló y Barbara creyó oír el sonido de una cerilla encendiéndose. Estaría fumando, posponiendo la respuesta como le habían enseñado la sociedad, la cultura, el cine y la tele. Al fin, dijo en voz muy baja-: Barbara, todo comenzó… No. Ángela comenzó con mentiras. Sobre adonde iba y a quién veía. Y también acabó con mentiras. Un viaje a Ontario porque tenía parientes allí, una tía, su madrina, de hecho, que estaba enferma y a la que le debía mucho… Y habrás adivinado, ¿verdad?, que no es eso, que hay otro, como yo fui el otro en su día para Ángela… Por eso, que Hadiyyah me mintiera como lo hizo…

– Lo entiendo. -Barbara vio que sólo quería poner fin al dolor que oía en su voz. No necesitaba saber qué había hecho la madre de Hadiyyah y con quién lo había hecho-. Querías a Ángela, y ella te mintió. No quieres que Hadiyyah también aprenda a mentir.

– Porque la mujer a la que amas más que a tu vida -dijo-, la mujer por la que lo has dejado todo, que ha parido a tu hija…, al tercero de tus hijos, habiendo perdido a los otros dos para siempre…

– Azhar -dijo Barbara-, Azhar, Azhar. Lo siento. No pensé que… Tienes razón. ¿Cómo podría saber cómo es? Maldita sea. Ojalá… -Terminó la frase en su cabeza: «Ojalá Azhar estuviera allí, en la habitación, para poder abrazarlo y transferirle algo, consuelo, y más que eso», pensó. Nunca se había sentido tan sola.

– Ningún viaje es fácil. Es lo que he aprendido -dijo Azhar.

– Eso no alivia dolor, imagino.

– Cierto. Ah, Hadiyyah se está despertando. ¿Quieres…?

– No. Sólo dale recuerdos. Y Azhar, la próxima vez que tengas que ir a una conferencia o algo, piensa en mí, ¿de acuerdo? Ya te he dicho que estaré encantada de cuidar de ella mientras estés fuera.

– Gracias -dijo-. Pienso en ti a menudo. -Y colgó con suavidad.

Al otro lado, Barbara se agarró al auricular. Lo sostuvo pegado a la oreja, como si así pudiera mantener el breve contacto que había tenido con su vecino.

– Adiós, pues -dijo al fin a nadie, y colgó el teléfono. Pero dejó los dedos encima y notó el pulso latiéndole en las yemas.

Se sentía más ligera y había entrado en calor. Cuando por fin se dirigió a la ducha, no tarareó Raining in My Heart, sino Everyday, que parecía más adecuada al cambio de humor.

Después de eso, no le molestó conducir hasta New Scotland Yard. Realizó el trayecto muy a gusto, sin fumarse un solo cigarrillo para animarse. Pero toda esa alegría desapareció cuando llegó al centro de coordinación.

El lugar era un hervidero. Pequeños grupos de personas estaban congregados alrededor de tres mesas distintas, y todos estaban centrados en un tabloide abierto en cada una de ellas. Barbara se acercó al grupo en el que estaba Winston Nkata de pie, detrás y con los brazos cruzados sobre el pecho como era costumbre en él, pero no por ello menos atento.

– ¿Qué pasa? -le preguntó.

Nkata inclino la cabeza hacia la mesa.

– El periódico ha sacado un artículo sobre el jefe.

– ¿Ya? -preguntó-. Dios santo, qué rapidez. -Miró a su alrededor. Se fijó en las expresiones adustas-. Quería mantener a ese Corsico ocupado. ¿No funcionó o qué?

– Vaya si ha estado ocupado -dijo Nkata-. Ha localizado su casa y ha sacado una foto. No dice en qué calle está, pero sí que está en Belgravia.

Barbara puso los ojos como platos.

– Vaya cabrón. Qué chungo.

Se abrió paso hacia delante, mientras otros compañeros suyos se iban después de haber echado un vistazo al periódico. Pasó las páginas hasta la portada y vio el titular: «Su Majestad el policía», junto a una foto de Lynley y Helen, rodeando la cintura del otro con los brazos y con copas de champán en la mano. Havers reconoció la fotografía. La habían tomado en una fiesta de aniversario en noviembre, en la de Webberly y su esposa, que celebraban las bodas de plata, justo unos días antes de que un asesino intentara convertirlo en otra más de sus víctimas.

Leyó por encima el artículo mientras Nkata se colocaba a su lado. Vio que Dorothea Harriman había cumplido su parte, tal como Lynley le había descrito que hiciera, animando a Corsico a recabar información de todo tipo de fuentes. Pero lo que nadie había previsto era la rapidez con la que el periodista sería capaz de reunir los datos, moldearlos con la prosa intensa propia de la típica historia de tabloide y combinarlos con información que iba más allá de lo que la gente tenía derecho a saber.

«Como la localización aproximada de la casa de Lynley», pensó Barbara. Iba a armarse la gorda por eso.

Encontró la fotografía de la casa de Eton Terrace cuando saltó a la página cuatro para continuar leyendo el artículo. Allí, además de esa foto, había otra de la imponente mansión familiar Lynley en Cornualles, junto con otra del comisario de adolescente, vestido con el uniforme de Eton, y otra en la que posaba con sus compañeros del equipo de remo de Oxford.

– Maldita sea, joder -farfulló-. ¿Cómo coño ha conseguido todo esto?

– Da que pensar en lo que va a descubrir cuando le toque al resto de nosotros.

Ella lo miró. Si pudiera estar amarillo, lo estaría. Winston Nkata no querría que se ofrecieran sus antecedentes para consumo del gran público.

– El jefe lo mantendrá alejado de ti, Winnie.

– No es el jefe quien me preocupa, Barb.

Hillier: ésa sería la preocupación de Winnie. Porque, si Lynley era un pasto excelente para la prensa, ¿qué harían los tabloides cuando hincaran el diente en la variante del cuento «ex miembro de banda se reforma»? Cuánto valía la vida de Nkata en Brixton era un tema discutible en el mejor de los casos. Daba miedo pensar cuánto valdría si el artículo sobre su redención salía publicado en la prensa.

De repente, un silencio invadió la sala. Barbara alzó la vista y vio que Lynley acababa de entrar. Estaba malhumorado y se preguntó si se reprochaba haberse erigido en el chivo expiatorio que The Source había ofrecido en el altar de su tirada de ejemplares.

– Al menos, aún no han llegado a Yorkshire -dijo, y el comentario fue recibido con un murmullo nervioso. Era el único punto negro indeleble de su carrera y su reputación: el asesinato de su cuñado y el papel que había jugado en la investigación posterior.

– Llegarán, Tommy -le dijo John Stewart.

– No, si les damos una historia mayor. -Lynley se acercó al tablero. Miró las fotografías que había colgadas y la lista de actividades asignadas a los miembros del equipo-. ¿Qué tenemos? -dijo como hacía normalmente.

El primer informe lo dieron los agentes que habían estado recopilando información de los trabajadores de la periferia que aparcaban en Wood Lane y que, luego, bajaban por el sendero de la colina, atravesaban Queen's Wood y subían hasta la estación de metro de Highgate en Archway Road. De camino al trabajo, ninguna de estas personas había visto nada fuera de lo normal la mañana del día en la que se halló el cuerpo de Davey Benton. Varios mencionaron a un hombre, a una mujer y a dos hombres juntos, todos los cuales estaban paseando a sus porros por el bosque, pero era lo máximo que ofrecieron y no incluyeron ninguna descripción, ni de las personas ni de los animales.